Big eyes. 2014, Tim Burton

Sobre el papel, la historia del matrimonio Keane ofrece muchas posibilidades: tiene romance, desengaño, inspiración, secretos... y los conflictos de todo buen creador en busca de reconocimiento. Big eyes cuenta la historia de Margaret Keane, artista que desarrolló buena parte de su obra oculta tras el nombre de su marido. Un relato fascinante que sin duda merecía ser llevado al cine, aunque surge la pregunta de si Tim Burton era el director idóneo.
El tándem formado por Scott Alexander y Larry Karaszewski fue el responsable en 1994 del guión de Ed Wood, el anterior trabajo biográfico de Burton y, a la postre, uno de sus mejores films. La colaboración se repite en Big eyes con distintos resultados. El director siempre ha tenido una tendencia hacia la comedia muy adecuada para rebajar el horror de sus argumentos, como queriendo dulcificar el lado más oscuro del ser humano. Una cualidad que define el cine de Burton y que le convierte en un equilibrista de los géneros, aunque a veces tropiece y caiga sobre uno de ellos desatendiendo al otro. Esto mismo le sucede en Big eyes, un drama que plantea además interesantes cuestiones sobre la identidad, pero que decide apostarlo todo por la sátira. Una opción que aminora el impacto del relato y que termina por restarle carácter y credibilidad.
El manierismo de Burton se expresa en lo visual, a través de una cuidada producción artística y de la fotografía colorista de Bruno Delbonnel, y en la interpretación de los actores, con Amy Adams y Christoph Waltz encarnando a la pareja protagonista. Adams vuelve a demostrar su enorme versatilidad y talento, lo que deja en evidencia a un Waltz desbocado que parece más bien una caricatura de su personaje. Las piezas de Big eyes están bien encajadas durante la primera parte del metraje, la narración transcurre con fluidez y los personajes palpitan al mismo tiempo. Pero antes del tercer acto el tono se desmadra y Burton muestra sus debilidades como cuentista, que son las de perder la perspectiva de conjunto y centrarse más en el gag y en escenas aisladas que no hacen progresar la acción.
Una lástima, porque Big eyes tenía ingredientes para haber sido una gran película, entre ellos la música del sempiterno Danny Elfman. Pero el mejor plato del mundo no se prepara solo con buena materia prima, hacen falta también las manos habilidosas de un cocinero. Tim Burton lo es, pero esta vez ha confiado demasiado en sus capacidades y se le ha ido la mano con la sal.
A continuación, el fabuloso retrato juvenil que le dedicó el colectivo Director´s Cat. Que lo disfruten:

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Mandarinas. "Mandariinid" 2013, Zaza Urushadze

El director Zaza Urushadze obtuvo cierta repercusión internacional con su tercera película, que retrataba el conflicto sufrido en su Georgia natal durante los años noventa. En lugar de hacer un panfleto político o dar una lección de historia, Mandarinas presenta el lado más humano de la confrontación, incidiendo en la actitud de los personajes y en sus dramas cotidianos.
A primera vista, podría parecer una obra de teatro filmada. La acción sucede en un pequeño terreno en medio del campo donde viven Ivo y Margus, dos lugareños entregados al cultivo de mandarinas. Ellos son los únicos que quedan en la zona tras la marcha de los demás vecinos, empujados por la amenaza del combate. Hasta que un día la propia guerra se cuela dentro de sus casas, personificada por dos soldados enemigos de los que deben hacerse cargo. En este microcosmos los cuatro personajes representan una alegoría sencilla y directa de los horrores de la guerra, un cuento de alcance universal que se puede extrapolar a otros países y otras contiendas.
Urushadze no se conforma con situar la cámara delante de los actores, sabe que tiene un buen texto y trata de insuflarle vida a través de las imágenes. Para ello se vale de una puesta en escena que aprovecha al máximo los pocos escenarios donde sucede la historia y que rompe el estatismo mediante el movimiento de los intérpretes y de la cámara. La narración de Mandarinas es fluida, a veces emocionante y a veces triste, pero siempre acorde con lo que exige el relato. Los actores se encargan de definir el tono, con el veterano Lembit Ulfsak a la cabeza, en un reparto escueto pero bien equilibrado. Como era de esperar, el director se vale de los planos medios y de los primeros planos para desarrollar un lenguaje visual elegante en las formas y de hermoso acabado, sin abandonar nunca el naturalismo.
Coproducida entre Georgia y Letonia, Mandarinas no oculta su condición de película pequeña, al contrario. La escasez de recursos obliga a Urushadze a concentrar las virtudes del guión y a cuidar con detalle la calidad técnica y artística de la película, más que la cantidad. Por eso las interpretaciones, la ambientación, la fotografía y los demás elementos que construyen el lenguaje cinematográfico obtienen un resultado impecable en la pantalla. Es el mismo cine al que pertenecen películas como En tierra de nadie o Los limoneros, cine cuyo fin multiplica los medios, que crece en los ojos del espectador y que dice grandes cosas con susurros. Mandarinas es cine que merece la oportunidad de ser descubierto.

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Elle. 2016, Paul Verhoeven

Paul Verhoeven vuelve a la carga. Tras despistar a propios extraños con El libro negro, su anterior película de 2006 ambientada en la II Guerra Mundial, el septuagenario director regresa por sus fueros recuperando el gusto por el escándalo y la provocación que han caracterizado su cine. Para ello adapta Oh... la novela de Philippe Djian, que filma en suelo francés con la coproducción de Bélgica y Alemania. Elle es la primera película rodada en lengua francesa por Verhoeven y la recopilación de muchas de sus obsesiones en torno al sexo, la violencia y lo extraño de las relaciones humanas.
El film se abre con la mirada de un gato contemplando la violación de su dueña por parte de un asaltante desconocido. Este hecho marcará la narración en adelante, no con el tono de tragedia que cabría esperar, sino como una circunstancia más dentro de la turbulenta vida de Michèle, la protagonista. Y es que el punto de vista de Verhoeven se asemeja al del propio gato: frío, distante e impasible ante las truculencias que envuelven la trama. Alrededor de la mujer violentada se concitan un padre psicópata, una madre con complejo de Peter Pan, un hijo manipulado, un ex-marido que busca rehacer su vida, un amante adúltero, unos vecinos que no son lo que parecen... integrantes de una galería poblada por criaturas excéntricas con patologías alteradas. El argumento de Elle hubiese dado para una comedia negra, si no fuese porque Verhoeven carece de humor, o para un drama, pero tampoco aquí hay asomo de sentimiento. No es terror, ni suspense, ni cine costumbrista... así pues, ¿qué es Elle? Esta pregunta queda flotando en el aire una vez finalizado el metraje.
En realidad, la película está marcada por la indefinición. Apunta a demasiados lugares sin disparar sus propuestas, con ideas y personajes a medio esbozar. El guión plantea nuevos temas casi en cada escena, la mayoría de ellos de fuerte calado. Esto hace difícil sentirse concernido por alguno de ellos, lo que convierte al espectador en el tercer gato de la historia, que mira sin reaccionar. Cuando se anuncia un drama familiar enseguida irrumpe la relación de pareja y, a continuación, el dilema erótico. ¿Hay más? Sí, mucho más... pero llega un momento en el que da igual. Todo transcurre en la pantalla a un ritmo atropellado y con una dirección algo tosca, que abusa de los planos medios y de los primeros planos.
También en el aspecto estético la película resulta gélida, con un trabajo fotográfico de Stéphane Fontaine que incide en los tonos apagados y en la ausencia de profundidad en la imagen. Da la sensación de que Verhoeven ha querido apaciguar las tormentas del relato mediante la contención visual y un estilo a veces anodino, rutinario. Como si todo estuviese de más una vez que aparece Isabelle Huppert en la pantalla.
La actriz toma las riendas con serenidad y aplomo, permite que los demás intérpretes brillen a su lado y sale al rescate de las secuencias más absurdas, que son numerosas. Porque la película incurre en frecuentes contradicciones: a veces es misógina y a veces rabiosamente feminista, a veces es una comedia y otras un film de horror, pero siempre resulta desconcertante. Porque todas las secuencias son graves y definitivas, en todas suceden cosas importantes. Y así, al final, no es importante ninguna.
Con Elle, Paul Verhoeven incide en los riesgos y en los errores persistentes desde el inicio de su carrera: una puerilidad que banaliza el escándalo y una interpretación freudiana de los elementos dramáticos bastante esquemática y simple, que termina por restar contundencia al conjunto. Menos mal que Isabelle Huppert aporta algo de sentido a esta película imposible, encomendada al inmenso talento de la actriz, sobre cuyos hombros descansa todo el peso.
A continuación, uno de los temas musicales que integran la banda sonora compuesta por Anne Dudley. Una partitura con ecos sinfónicos e instrumentaciones de cuerda para subrayar los momentos más dramáticos de Elle. Relájense y disfruten:

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Perdida. "Gone girl" 2014, David Fincher

Si hay un género capaz de poner a prueba las capacidades narrativas de cualquier director, es el suspense. Alfred Hitchcock sentó las bases que aún hoy siguen vigentes: la relación entre el ritmo de la película y su evolución dramática, el perfil complejo y ambiguo de los personajes, cierto manierismo visual y la información que se dosifica durante la trama para sostener la emoción del público. Éstas y otras pautas se mantienen vivas en cineastas como David Fincher, quien realiza en Perdida un modélico ejercicio de género.
Las dos horas y media de metraje consiguen mantener la tensión gracias a un guión ágil que siempre se guarda un as en la manga, una dirección precisa y con garra, y un montaje muy dinámico. Perdida adapta la novela original de Gillian Flynn para narrar la desaparición de un mujer ejemplar en una pequeña población de Missouri. El protagonista de la historia es su marido, interpretado por Ben Affleck, a quien las circunstancias arrastran en medio de una vorágine de policías, periodistas, familiares y vecinos. Más allá del elemento central del suspense, la película contiene una visión bastante crítica acerca de la voracidad de los medios de comunicación y del morbo como forma de combatir el aburrimiento de una sociedad insensible y alienada. Una de las virtudes de Perdida es la de retratar a una comunidad que se puede extrapolar fácilmente a otras latitudes, y cuyos demonios reconocemos en la pantalla. El constante juego entre el detalle y el conjunto (otra herencia de Hitchcock), permite que el film aspire a una audiencia global y no esté atado a ningún condicionante de lugar ni de tiempo.
El plantel de actores resulta magnífico, con especial importancia para Rosamund Pike, en el papel de la esposa desaparecida sobre la que gira el relato. Su personaje y el de Affleck poseen una gran dificultad que ambos resuelven de manera matizada y serena, desarrollando las posibilidades dramáticas y estableciendo vínculos con el espectador.
Incluso los habituales golpes de efecto del director juegan aquí en favor de la película, levantada como un castillo de naipes en el que cada carta está cuidadosamente colocada y sostiene a las demás con habilidad y equilibrio. Perdida es un film inteligente que sitúa a David Fincher como una referencia dentro del género y un cineasta de auténtico peso. A continuación, uno de los agudos vídeo-ensayos de Tony Zhou, dedicado a analizar el estilo de Fincher. Los aspirantes a director están obligados a verlo:

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Manchester frente al mar. "Manchester by the sea" 2016, Kenneth Lonergan

El trabajo bien hecho es enemigo de las prisas. Kenneth Lonergan ha dirigido tres películas en un período de dieciséis años, sin atender a las exigencias de la industria ni apartar sus intereses del melodrama más intenso. Al igual que sus anteriores films, Manchester frente al mar continua hurgando en las heridas de los corazones rotos y explorando los rincones oscuros de las relaciones familiares. Puro sentimiento, pero sin sentimentalismo. Lonergan no emplea ni una sola gota de almíbar para narrar la tragedia de un hombre marcado por un suceso del pasado. Al contrario: hay una frialdad deliberada, un distanciamiento necesario para soportar el dolor. Lonergan evita cualquier efecto lacrimógeno o impacto por sorpresa: Manchester frente al mar es una de esas películas que golpean al espectador a cámara lenta.
Para lograr esta reacción, es necesario tener un buen texto y unos actores entregados. Lonergan cumple con las dos partes. El guión de Manchester frente al mar es un ejemplo de cómo se puede emocionar desde lo cotidiano, controlando las herramientas del tempo cinematográfico, la elipsis y la narración en off. Es decir, de lo que la película cuenta y lo que calla. Porque hay una película oculta debajo de la que se muestra en la pantalla y que se asoma de cuando en cuando mediante flashbacks o secuencias oníricas. La relación entre estas dos películas, la que se ve y la que no se ve, convierte Manchester frente al mar en una experiencia sobrecogedora que se aleja de otras producciones del mismo género.
El vaso comunicante entre ambos mundos es Casey Affleck, un actor siempre comprometido con sus personajes, que en este film realiza una meticulosa labor de contención. El intérprete amplifica la fatalidad con los recursos mínimos, sin recurrir a muecas ni aspavientos. Este tono distanciado define muy bien al personaje y a la propia película, dotada de una gelidez apenas rota por la introducción de composiciones clásicas (Albinoni, Handel, Massenet) dentro de la banda sonora.
En suma, Manchester frente al mar supone una subversión tranquila y silenciosa de las convenciones del melodrama. Género que pone a prueba a cualquier director y que Kenneth Lonergan hace suyo con ésta película íntima y emocionante, que lleva la tristeza impresa en cada uno de sus fotogramas.
A continuación, una de las piezas musicales que suenan en el film, compuesta por Lesley Barber. Relájense y disfruten:

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Drácula, príncipe de las tinieblas. "Dracula: Prince of Darkness" 1966, Terence Fisher

Durante los años treinta y cuarenta, el personaje de Drácula fue exprimido por los estudios Universal en una buena cantidad de películas que iban desde la versión canónica de Tod Browning hasta su encuentro con la pareja cómica Abbott y Costello. Era difícil relacionar la creación de Bram Stoker con otro actor que no fuese Béla Lugosi y con otra estética que no fuese en blanco y negro. Pero llegaron los cincuenta y los británicos de Hammer Films tomaron el relevo, actualizando las posibilidades de éste icono del género de terror.
Para empezar, las películas de la Hammer introdujeron el technicolor, lo que permitía contemplar el rojo de la sangre en todo su esplendor. Las facciones austro-húngaras de Lugosi fueron sustituidas por las inglesas de Christopher Lee, potenciando el romanticismo original del personaje y añadiendo cierta melancolía y estilización. Pero la novedad más importante venía asociada a los nuevos tiempos: por fin Drácula comenzaba a mostrar la violencia y el erotismo inherentes a su naturaleza, sin necesidad de recurrir a elipsis ni a fundidos a negro que aliviasen al espectador sensible. El especialista Terence Fisher fue el encargado de revitalizar a Drácula en dos entregas que obtuvieron gran éxito, entre las cuales éste Príncipe de las tinieblas ocupa el segundo lugar.
Lo más llamativo del film es la escasa presencia del protagonista en la acción. Drácula aparece a mitad de metraje y son pocas las escenas en las que volverá a intervenir, una decisión arriesgada que termina por reforzar el suspense y dotar su ausencia de contenido dramático. Así, el interés recae sobre una expedición de incautos viajeros que marchan en busca de aventuras nada menos que al castillo del famoso conde. Un mal plan. La película demuestra sencillez a la hora de exponer sus ideas y desarrollar el argumento, con una artesanía que rehúye la aparatosidad y los trucos innecesarios. Lo que no se debe confundir con simpleza. Fisher resulta eficaz distribuyendo la tensión a lo largo de la trama y creando el clima adecuado para la irrupción del protagonista. Mientras tanto, los demás personajes cumplen con su función en la historia (se reproducen los roles del valiente, la precavida, el conformista, la enamorada...) todos con los cuellos dispuestos para una buena dentellada. Cabe destacar la presencia de Andrew Keir, quien se lleva el gato al agua con su papel de monje caza-vampiros, bien pertrechado por otros excéntricos personajes como el sirviente Klove o Ludwig, un trasunto del Renfield literario.
La película posee la estética propia de la Hammer, con decorados teatralescos y una fotografía que no siempre justifica los puntos de luz, dejando claro que no se trata de cine realista, sino de un artificio con influencias pictóricas en la composición de los encuadres y en la viveza de la escala cromática. Terence Fisher es pulcro con la cámara y eficiente en la puesta en escena, dos cualidades que hacen de Drácula, príncipe de las tinieblas un film sobrio en apariencia y apasionado en esencia. En definitiva, una obra indispensable dentro del vasto universo cinematográfico del conde Drácula.

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Loving. 2016, Jeff Nichols

La trayectoria de Jeff Nichols resulta imprevisible hasta el momento. Entre las cinco películas que ha dirigido se perciben grandes diferencias y, sin embargo, todas tienen un nexo en común: están aferradas a la tierra. Los escenarios de Arkansas en Shotgun stories y Mud, de Ohio en Take shelter, de Nueva Orleans en Midnight special... son mucho más que paisajes de fondo. En ellos se define el carácter de los personajes y una atmósfera concreta que no es intercambiable con la de otras zonas. Esta cualidad adquiere relevancia en Loving, primera de las películas del director inspirada en unos acontecimientos reales.
El argumento recrea las dificultades de Mildred y Richard por sacar su matrimonio adelante. El problema no es la escasez de dinero ni la falta de oportunidades, sino que pertenecen a razas diferentes. Loving describe la batalla de la pareja contra la legislación del estado de Virginia por ver reconocidos sus derechos, con el acierto de destacar las reacciones humanas sobre los vericuetos administrativos.  La brevedad de las escenas permite que el guión fluya con ritmo, sin renunciar con ello a la honestidad y al respeto que Nichols siente por sus criaturas, víctimas de un sistema injusto en el sudeste de los Estados Unidos a finales de los años cincuenta.
Loving es una película de personajes, lo que obliga a los actores a comprometerse hasta el último plano. Ruth Negga y Joel Edgerton interpretan a la pareja protagonista, en un virtuoso ejercicio de asimilación que llena la pantalla de verdad y sentimiento. Cuidado: no confundir con sentimentalismo, pues el trabajo de los dos actores es siempre meticuloso y no traspasa la frontera de la afectación, tan común por estos géneros. Ambos hacen suyos los personajes y les dotan de vida con los elementos justos: una palabra, una mirada, la forma de caminar y de moverse... Jeff Nichols continúa demostrando su talento para dirigir actores y vuelve a contar con su inseparable Michael Shannon en un pequeño papel episódico.
Pero Shannon no es el único que repite con el director. Al igual que en sus anteriores películas, Adam Stone se encarga de la fotografía y David Wingo de la música. El primero sigue fiel al formato analógico en 35 mm. para recuperar el aspecto visual del pasado, cuya luz y color son evocados con multitud de matices. Por su parte, Wingo crea una partitura intimista con instrumentaciones de cuerda que dan eco al interior de los personajes. El trabajo de ambos es eficaz y discreto al mismo tiempo, envuelve la película sin constreñirla. Y es que todo en Loving está calibrado con esmero: Nichols vigila que el tono no se desboque y que el relato mantenga la contención para no caer en el docudrama. Es la opción más sensata si se pretende acercar los personajes al público y tratarles con la misma dignidad.
A continuación, una de las composiciones que integran la banda sonora de David Wingo. Relájense y disfruten:

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