Love. 2015, Gaspar Noé

El protagonista de Love es un joven norteamericano llamado Murphy que se encuentra en París estudiando cine. Siente adoración por Stanley Kubrick y quiere filmar una película de sangre, esperma y lágrimas. Se pregunta por qué nadie ha conseguido trasladar a la pantalla algo parecido a una sexualidad sentimental. Bien, ahora cambien la nacionalidad del joven aspirante a cineasta (argentino en lugar de estadounidense) y obtendrán un retrato de Gaspar Noé allá por los años ochenta. El director parte de su propia experiencia para elaborar un ensayo sobre las pasiones humanas llevadas al extremo.
Las obsesiones que Noé ha ido desarrollando a lo largo de su carrera continúan vigentes en Love: la relación de pareja, el consumo de drogas, la violencia como catarsis y, sobre todo, el sexo. En toda su dimensión y sin cortapisas. No confundir con pornografía, pues aunque se trata de sexo explícito, la intención no es solamente erótica. El sexo que muestra Love tiene una argumentación dramática, forma parte de la trama. Así que conviene dejar a un lado las campañas de promoción altisonantes y los titulares rotundos que acompañaron el estreno del film, para centrarse en el cine. Ni más ni menos.
Al igual que hiciera en Irreversible, Noé rompe la narración lineal y deconstruye el relato intercalando momentos y escenarios sin un orden convencional. No es una decisión que el director haya tomado por capricho, sino para mostrar la fragilidad de las emociones y la relatividad de unas escenas respecto a otras. ¿Qué importancia tiene el principio en cuanto al final y viceversa? Esa es la pregunta que plantea Love al espectador y que éste deberá responder ateniéndose a su propia experiencia. Porque al contrario que en el porno, donde el público adopta una actitud intelectualmente pasiva y expectante, aquí se requiere una participación directa desde la butaca, capaz de valorar las actitudes de los personajes atendiendo a los hechos pasados y presentes. La ruptura del patrón narrativo clásico no se produce solo entre unas escenas y otras, sino también dentro de la misma escena. Noé añade constantes pausas en los diálogos mediante brevísimos insertos en negro. Lo curioso es que lejos de provocar la interrupción, estos fotogramas furtivos proporcionan una sensación parecida a la de estar asistiendo a un sueño. El montaje selecciona los fragmentos necesarios para que el drama de los personajes evolucione, sin distinguir entre lo físico y lo verbal. Esa es la verdadera transgresión que propone Love: otorgar la misma importancia a los sentimientos y al sexo.
Gaspar Noé rinde tributo a su mentor Kubrick diseñando los planos mediante composiciones geométricas. La situación de los personajes en la pantalla, el punto de vista de la cámara y la profundidad de campo potencian la expresividad del film y el discurso estético del director. Pero no todos los méritos le pertenecen. Los actores Karl Glusman, Aomi Muyock y Klara Kristin se dejan literalmente la piel en sus personajes. A la frescura propia de la inexperiencia (los tres son debutantes), suman una valentía que roza la temeridad, y al igual que no simulan el sexo, tampoco parecen fingir ninguna de las intensas reacciones que viven en la ficción.
Es conocido el carácter provocador y el gusto por el escándalo de Gaspar Noé, compatible con el aliento lírico y la reivindicación de la pasión que mueve las imágenes de Love. Aún así, el público sensible deberá abstenerse. No es una película para todos los gustos, porque se atreve a violentar algunos tabúes asentados en una sociedad que no tolera la visión de un pene erecto mientras que es capaz de presenciar con naturalidad un disparo a quemarropa. Solo por eso merece la pena prestar atención a Love y recrearse en su dolor y en su belleza.
En el capítulo de faltas, se puede calificar como caprichosa la decisión de haber rodado el film en 3D. Tal vez algún espectador agradezca la cercanía de la piel y las salpicaduras de fluidos, pero en este caso la técnica no aporta ni resta nada al relato. Es el hallazgo formal convertido en anécdota, que corre además el riesgo de distraer de los verdaderos contenidos de Love. O tal vez responda a una estrategia: pónganse las gafas y desabróchense la bragueta, que el espectáculo va a dar comienzo. Sea como sea, Francia vuelve a tomar la delantera en lo que se refiere a retratar el sexo, un terreno que su cinematografía ha abonado como ninguna otra gracias a autores sin prejuicios y kamikazes como Gaspar Noé.

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El hombre que se quiso matar. 1942, Rafael Gil

Antes de abordar algunas de las adaptaciones literarias más ambiciosas del cine español y de convertirse en uno de sus directores más prolíficos, Rafael Gil se curtió en películas ligeras como El hombre que se quiso matar. Comenzaba la década de los cuarenta y Gil preparaba su salto a la dirección tras haber firmado varios guiones y realizado documentales para el bando republicano durante la Guerra Civil. La paradoja es que, con el tiempo, el director sería considerado uno de los protegidos del régimen franquista. Por eso, si algo quedó claro en sus cuarenta años de carrera fue su capacidad de adaptación y el oficio adquirido en la escritura, la dirección y la producción de muchas de sus películas.
Más allá de la longevidad profesional y del éxito de taquilla que le acompañó numerosas veces, Rafael Gil nunca llegó a adquirir relevancia como cineasta. El hombre que se quiso matar partía de un cuento de Wenceslao Fernández Flórez que el director trasladó a la pantalla sin imaginación ni talento. Aunque se encontraba respaldado por un estudio importante como Cifesa, el debut de Gil resultaba demasiado teatral y literario para ser considerado verdaderamente una película. Y eso que el planteamiento era de lo más atractivo: La historia de un pobre individuo que, tras recibir varios golpes en la vida, decide ponerle fin mediante el suicidio. El anuncio de su próxima muerte trastocará la rutina de los vecinos que le rodean y dará color a la existencia gris de este aprendiz de nihilista.
Con semejante argumento, Rafael Gil elabora una fábula social con aromas de comedia costumbrista. Buenas intenciones que la película agota demasiado pronto. El cineasta desaprovecha el interesante punto de partida a fuerza de otorgarle empaque y solemnidad, como queriendo revestir lo que en principio parece una anécdota. El abuso de diálogos carentes de naturalidad y de interpretaciones afectadas en exceso echan a perder el prometedor arranque de un film que, sobre el papel, anunciaba algunas bondades: la crítica social, el retrato de costumbres, el cuento con moraleja... todo queda aplanado bajo el peso de una literatura demasiado evidente. Ni los actores ni la puesta en escena consiguen que el conjunto salga a flote. Antonio Casal recita sus frases sin transmitir las motivaciones de su personaje, y parece más preocupado por la declamación del texto que por cualquier asomo de realidad. Vicios adquiridos en los escenarios de los teatros donde había aprendido la profesión. Casal y Gil volverían a trabajar juntos en otras películas de diversos géneros, el primero reforzando su imagen de galán y el segundo su olfato para el triunfo.
En suma, El hombre que se quiso matar conserva el encanto de las postales antiguas que son capaces de atrapar el aire de otra época. En todo lo demás, la película hace aguas hasta naufragar en lo anodino.

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La princesa Mononoke. "Mononoke-hime" 1997, Hayao Miyazaki

Después de haber revolucionado el cine de animación japonés y de deslumbrar a medio mundo con películas como El castillo en el cielo, Mi vecino Totoro o Porco Rosso, el director Hayao Miyazaki decide afrontar el reto más difícil de su carrera con la realización de La princesa Mononoke. El cineasta clausura la década de los noventa dotando de profundidad algunos de sus temas predilectos (la defensa de la naturaleza, el compromiso del individuo con los de su especie, la interculturalidad y la convivencia) para aspirar a un público más adulto. La fórmula consiste en mezclar la rica tradición nipona de las leyendas de espíritus, dioses y demonios, con las referencias históricas de la lucha por el poder en el régimen feudal y la expansión de la pólvora y las armas de fuego. Como siempre sucede en la obra de Miyazaki, se mezclan el mito y el hecho, la imaginación y la realidad, sin que ninguno de los dos se vea perjudicado. Esta sinergia convierte a La princesa Mononoke en una obra verdaderamente trascendente, un ejercicio que exige cierta implicación por parte del espectador que la película responde con creces. No es un film que se pueda ver sin más, sino que debe experimentarse.
La excelente animación del estudio Ghibli alcanza el virtuosismo en La princesa Mononoke. El tratamiento del color en los fondos y el diseño de los personajes presentan una viveza pocas veces vista antes, que aprovecha todo el potencial expresivo del anime. La voluptuosidad de las imágenes y su capacidad cinegética permiten que el público viva con intensidad las más de dos horas de metraje, absorto en la pantalla. El reto está en que semejante torrente de energía no merme el lirismo que la película despliega de principio a fin, algo que Miyazaki resuelve con éxito: de nuevo la épica y la intimidad se complementan de forma natural, casi orgánica.
El guión mantiene un hábil equilibrio entre la aventura, el drama, el fantástico y la comedia, sin abandonar nunca el fuerte carácter social y la voluntad de conciencia que se esconde detrás de cada escena. La espectacularidad de la acción no ahoga en ningún momento el grito de rebeldía que Miyazaki eleva contra la agresión al medio ambiente y las desigualdades sociales, al contrario, los amplifica y les sirve de altavoz. Es ahí donde se revela el carácter comprometido del autor, ya que su filmografía se puede contemplar bien como una colección de cuentos mágicos independientes o bien como una obra aglutinadora y compacta. Porque una película conduce siempre a otra, comunicadas por puertas que no ocupan siempre el mismo lugar ni la misma dirección. La princesa Mononoke es un principio y un final, es un nexo, le prueba de madurez de un artista fundamental en el cine del siglo XX.
A continuación, un hermoso homenaje realizado en el año 2015 por el animador francés Dono a la obra Hayao Miyazaki. Está claro, una figura es relevante cuando cuenta con tributos como este:

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Truman. 2015, Cesc Gay

Más que un buen tema, la muerte es El Tema. Cualquier aficionado al cine, la literatura o el teatro lo sabe bien, y es que la cultura judeocristiana lleva siglos haciendo su trabajo. Lo decía Calderón: La muerte siempre es temprana y no perdona a ninguno. Resuelta entonces la cuestión del qué, queda determinar el cómo. Cesc Gay afronta el reto con su naturalidad habitual, practicando la sencillez donde otros suelen ver trascendencia. Una sencillez aparente, claro está, de las que se alcanzan después de mucho esfuerzo y reflexión.
El director catalán ha demostrado a lo largo de su carrera saber abordar los asuntos humanos (la soledad, las relaciones de pareja, el compromiso, la incomunicación) de manera directa y honesta, sin necesidad de apoyarse en las muletas de la pedantería ni las frases altisonantes. No es pequeño mérito para quien acostumbra a solventar mediante diálogos el desarrollo y los conflictos de sus personajes. Prueba de ello es Truman.
La película retrata el encuentro entre dos antiguos amigos que comparten unos días de camaradería después de largos años de ausencia. La reunión en realidad es una despedida: uno de ellos va a morir y quiere ir atando cabos antes de que la enfermedad lo desahucie. Con un argumento como este, lo difícil está en escapar a la tentación del sentimentalismo y la lágrima fácil. Gay lo consigue encontrando el punto preciso entre el drama y la comedia, lo cotidiano y lo excepcional dentro de una situación límite. Aunque el autor imprime su sello durante todo el metraje, es la pareja protagonista la responsable de que Truman sea algo más que una película meritoria para convertirse en una pequeña delicatessen.
Ricardo Darín y Javier Cámara dan la medida de su talento y exprimen todas las posibilidades de sus personajes, ejerciendo un realismo sin aspavientos. En nada se parece su labor a un duelo interpretativo, sino más bien a un juego de espejos. Cada actor ve en el otro el reflejo de sus propias virtudes y las devuelve de modo generoso y creativo, en un flujo constante de sensaciones que traspasa la pantalla. Es un placer contemplar a estos dos artistas frente a frente, enriqueciéndose y disfrutando en cada plano del film. Cesc Gay aprovecha lo que tiene entre manos y les deja hacer, sin interferir con alambicados movimientos de cámara ni efectos que subrayen. A pesar de que Truman está rodada en tres países diferentes, el grueso de la acción sucede en torno a una mesa, una conversación, la barra de un bar... espacios comunes en los que Julián y Tomás, Darín y Cámara, aprovechan las horas que les quedan juntos.
La película cuenta además con la participación de actores como Eduard Fernández, Àlex Brendemühl, Elvira Mínguez o José Luis Gómez en pequeños papeles episódicos, que riegan con su presencia el terreno fértil de Truman, nombre del perro de uno de los protagonistas. El animal es el vínculo que los unirá para siempre, pero no es el único. También hay una mujer, encarnada por Dolores Fonzi, actriz argentina que trae por primera vez a España su poderosa mirada y su capacidad para el drama.
Gay ha escrito junto a Tomás Aragay, su guionista habitual, una historia conmovedora en su profundidad y contenida en su forma, lo que es de agradecer cuando se trata de un tema tan delicado como el que presenta Truman. La película logra la emoción contenida y la sonrisa triste, está elaborada con inteligencia y con mimo, y supone una de las cotas en la filmografía de su director. Cesc Gay sigue manteniendo el pulso narrativo y demostrando que no hacen falta golpes de efecto para estimular la conciencia del público. Ojalá que este don le dure muchos años.
A continuación, Alex, el cortometraje que Gay rodó en 2010 para Notodofilmfest en el que retrata una escena demasiado común dentro de la exigua industria del cine en España. Esta pequeña pieza, grabada con una cámara de vídeo en casa del actor Àlex Brendemühl, refleja con pocos medios y mucha acidez las miserias de un oficio que sobrevive gracias a la perseverancia de sus creadores. Que lo disfruten:

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Bob el jugador. "Bob le flambeur" 1956, Jean-Pierre Melville

El nombre de Jean-Pierre Melville está inevitablemente unido al cine polar francés, un género que él ayudó a definir tanto en estética como en contenido. Después de iniciar su carrera con algunos dramas intensos, Melville se adentró por los caminos del noir con Bob el jugador, una recreación del París más canalla y nocturno. Planteada como un homenaje al barrio de Montmartre, la película consigue extraer belleza de los garitos de apuestas abiertos hasta el amanecer, los locales de alterne y las calles por donde trasnocha el lado salvaje de la vida.
Ya desde el mismo título se presenta al protagonista del relato. Bob el jugador pertenece a la estirpe de los veteranos buscavidas que  han labrado su reputación sobre los tapetes de juego. Todos le conocen, todos han perdido frente a él. Comisarios, ladronzuelos, barmans, apostadores... Una joven prostituta se cruza en su camino, añadiendo luminosidad y candor a la historia. El guión del film funciona a medias como un thriller de género y a medias como un reportaje costumbrista de los rincones menos conocido de la urbe. En este tránsito la película encuentra una atmósfera hipnótica y propia, donde los personajes se van desarrollando con sus miedos y sus pasiones, sus triunfos y sus fracasos.
A pesar del humor, un halo de fatalidad se cierne sobre los personajes a medida que avanza la acción. Bob el jugador es cada vez menos realista y cada vez más impostada, como si la postal de costumbres que aparece al principio fuese depurando sus tonos hasta alcanzar los estrictos blanco y negro. El desenlace trae consigo una lectura moral cargada de ironía, que deja traslucir el carácter del autor.
Roger Duchesne presta sus rasgos a Bob, cuya elegancia otoñal contrasta con la belleza en crudo de la debutante Isabel Corey. Criaturas que se encuentran y se desencuentran en mitad de una mesa de juego con forma de ciudad. Para retratar este ecosistema urbano Melville emplea un estilo dinámico y vigoroso, con una cámara en constante movimiento y un montaje que imprime ritmo a la narración. En nada se parece este Melville al que una década más tarde filmará El silencio de un hombre, obra cumbre de la síntesis formal y del minimalismo dentro del género. Bob el jugador contiene la frescura de la nouvelle vague y la robustez del cine negro norteamericano, referencia fundamental en la obra de cineastas como Godard, Truffaut o Melville.
A continuación, el vídeo-ensayo que Cristina Álvarez López y Adrián Martín realizaron en 2013 conectando los puntos comunes en la obra de Melville. Un pequeño placer para amantes de los inventarios:

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