Snowpiercer. 2013, Bong Joon-ho

Desde que Fritz Lang rodase "Metrópolis" en 1927, muchos han sido los directores que han recurrido a la distopía para advertir de los desastres venideros. Ridley Scott, Terry Gilliam, Steven Spielberg, Alfonso Cuarón... todos ellos saben que la crítica resulta atractiva bajo el envoltorio de la ciencia ficción, y que la denuncia servida como espectáculo es siempre más digerible. El último ejemplo de esta corriente es "Snowpiercer", del cineasta surcoreano Bong Joon-ho.
Adaptación del cómic de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette, “Snowpiercer” señala los peligros del cambio climático y las desigualdades sociales como trasfondo para un drama de tintes épicos, cuyos fotogramas alternan la acción y el compromiso, la intriga y la reflexión. Se diría que el cine de Joon-ho hace valer a sus personajes por encima de la pirotecnia y del efectismo tan habitual en este tipo de producciones. Y eso que "Snowpiercer" puede presumir de presupuesto: se trata de la primera película de Joon-ho orientada al mercado internacional, con un reparto que mezcla actores de diferentes procedencias y una vocación por abarcar a un público mayoritario. Sin embargo, nada de esto supone una merma en las obsesiones del director. De nuevo nos encontramos con los dudosos márgenes entre el bien y el mal, con el cuestionamiento de los preceptos morales y las relaciones de poder. Y la violencia, claro está. La violencia como castigo y como redención, la violencia como catarsis y como atributo inherente a la naturaleza humana.
"Snowpiercer" relata la odisea de un grupo de rebeldes a lo largo del tren donde se resguardan los últimos humanos, una especie de Arca de Noé que recorre incesantemente el mundo sitiado por el hielo. Su peripecia transcurre desde la cola donde malviven como esclavos hasta la locomotora, base de operaciones de Wilford, el sumo hacedor que domina el corazón de la máquina. Entre medias residen los privilegiados, que harán todo lo posible porque los insurgentes no alcancen su destino. Wilford podría ser el Mago de Oz o el Coronel Curtz, de la misma manera que el líder de los rebeldes supone una revisión del mito de Ulises enfrentado a mil peligros en busca de su identidad. Joon-ho echa mano de los referentes y los lleva a su propio terreno, creando un puente entre la tradición y la modernidad que es una de las señas de identidad de su cine.
Esa capacidad para reinterpretar los géneros clásicos dota a sus películas de un elemento sorpresa que, en el caso de “Snowpiercer”, se vuelve casi estupefacción. Tanto el desarrollo del argumento como el acabado visual resultan fascinantes, proporcionando al espectador una sensación parecida al ensueño. Las escenas están atravesadas por la garra de su autor, con un dominio del tempo y de la intriga que trasciende el simple entretenimiento. Es un film de acción, desde luego, pero también hay emoción, suspense y ese humor tan característico de Joon-ho, que roza a veces la caricatura. Sensaciones que se ven reforzadas por el diseño de los decorados y del vestuario, por la fotografía y por el sonido, por el abultado plantel de actores que pueblan el tren.
Al habitual Song Kang-ho se unen nombres conocidos como los de Tilda Swinton, John Hurt, Ed Harris o Jamie Bell, además de una estrella emergente como Chris Evans. Un reparto heterogéneo que pone rostro a las emociones del film, abundantes y de gran intensidad. “Snowpiercer” cuenta con altas dosis de adrenalina, con una puesta en escena diseñada al detalle, con coreografías precisas… lo que no impide que Bong Joon-ho termine recurriendo a ciertos tics de estilo y a subrayados innecesarios. El ejemplo más claro se encuentra en los ralentizados, que unas veces pueden alcanzar el lirismo (el combate con los soldados armados con hachas) y otras veces el amaneramiento (el clímax final). A pesar de esto, conviene tener en cuenta “Snowpiercer” para comprobar que existe vida inteligente dentro del cine comercial, y que es posible encontrar calidad y talento en una gran producción cuyas ambiciones no son sólo económicas.

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Me convirtieron en un criminal. "They made me a criminal" 1939, Busby Berkeley

Conocido por sus musicales caleidoscópicos, Busby Berkeley dejó también la impronta de su talento en otros géneros como el noir pugilístico en "Me convirtieron en un criminal". El director norteamericano trasladó la elegancia y el virtuosismo de sus espectáculos coreográficos hasta el drama de personajes que los estudios de cine explotaban en los años treinta: modernas fábulas aleccionadoras que trataban de inculcar valores morales a un público golpeado por los efectos de la Gran Depresión. De este periodo salieron algunos títulos ("Callejón sin salida", "Ángeles con caras sucias") y un grupo de jóvenes actores, los Dead End Kids, que añadieron espontaneidad a las moralejas de estos films.
"Me convirtieron en un criminal" tira de estos mismos hilos sin enredarse en subtramas románticas ni chapotear en el almíbar. Cada elemento del guión está perfectamente medido para provocar diversión y emoción a partes iguales, por eso, el acierto de Berkeley consiste en agrandar las virtudes del texto por medio de una planificación ágil y concisa, y de extraer de los actores las mejores interpretaciones.
John Garfield resulta magnífico en su encarnación del boxeador fugitivo, bien acompañado por un elenco amplio y variopinto en el que se puede encontrar a Claude Rains, Ann Sheridan o Ward Bond. Nombres que aparecen brevemente pero que ayudan a dar empaque a esta producción que cuenta, además, con la envolvente partitura de Max Steiner y la fotografía del siempre eficaz James Wong Howe.
En definitiva, "Me convirtieron en un criminal" es una hermosa película que demuestra que Busby Berkeley sabía hacer algo más que sofisticados musicales, y que engarza un eslabón más en la gloriosa tradición del cine negro. 
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En un lugar sin ley. "Ain’t them bodies saints" 2013, David Lowery

Dirigir una película es como embarcarse en un viaje cuyo final no se conoce con exactitud. Se puede localizar el punto en un mapa, pero las sensaciones que provoca el recorrido no estarán completas hasta haber pronunciado la palabra corten por última vez. Esta parece ser la filosofía de David Lowery a la hora de afrontar su segundo largometraje.
Mitad cineasta y mitad explorador, Lowery emprende en “En un lugar sin ley” un viaje apasionante siguiendo los pasos trazados con anterioridad por Terrence Malick. La influencia del director norteamericano se hace evidente tanto en el desarrollo argumental como en su puesta en imágenes, lo que no evita que Lowery demuestre tener una personalidad propia que plasma en cada fotograma del film. La historia de una pareja separada por el crimen que busca encontrase a pesar de las trabas legales y sociales, es el ejemplo perfecto de que en el cine lo importante no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta: una fotografía preciosista, un montaje evocador, una planificación envolvente… Lowery emplea todo su arsenal como director y guionista para alcanzar una emoción que atraviesa la pantalla y se adhiere al subconsciente del público. “En un lugar sin ley” resulta triste y bella, terriblemente bella.
Lowery desarrolla su gusto por las profundidades de América y del alma humana, un paisaje con figuras que deambulan a la deriva con el revólver en una mano y el corazón en la otra. Casey Affleck y Rooney Mara definen magníficamente sus personajes con apenas una mirada, con un gesto expectante. Los amantes criminales que interpretan parecen estar siempre a la espera de algo que no sucede sino dentro de ellos mismos, en un trasvase continuo de corrientes interiores y exteriores que supone lo más estimulante del film. La pareja de actores aparece bien pertrechada por Keith Carradine y Ben Foster, intérpretes que trascienden la denominación de secundarios.
Habrá quien pueda considerar “En un lugar sin ley” como una película imperfecta, por su indefinición y por cierta dispersión en el relato. Sin embargo, es esta imperfección lo que hace que su visionado resulte emocionante, porque plantea más preguntas que respuestas y porque es capaz de llevar al espectador por terrenos gobernados por una intimidad imprevista. Unir violencia con sentimientos es una fórmula que no siempre funciona en el cine. Lowery resuelve este reto utilizando lo que en otras películas se suelen considerar los tiempos muertos: espacios en la trama condenados a no aparecer en el plano, por donde los personajes transitan su desasosiego. Así, la subida de una colina o la lectura de un cuento alcanzan la intensidad de un balazo, la tensión de unos dientes apretados. Esa es la paradoja de una película que despierta emoción e inquietud en voz baja, que transmite vida desde lo que parece inerte. Por estos y otros motivos, el nombre de David Lowery deberá ser tenido en cuenta en los próximos tiempos.
A continuación: "A catalog of anticipations", cortometraje que Lowery realizó en 2008 valiéndose de fotografías y la técnica del stop motion. Un ejemplo de cómo la imaginación puede suplir las carencias presupuestarias y ponerse al servicio de este inquietante cuento:

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Hair. 1979, Milos Forman

Todo cambió en los años setenta. La industria de Hollywood tuvo que reinventarse por motivos financieros (el declive del sistema de estudios, la crisis económica) y biológicos (los grandes productores dejaban de estar en activo). El público estadounidense también había cambiado, con su inocencia hecha pedazos tras el fracaso en Vietnam y el escándalo Watergate, lo que afectó a su percepción de lo que veía en la pantalla. Ni siquiera los géneros cinematográficos quedaron inmunes a todo este torbellino de acontecimientos.
Uno de los géneros de más larga tradición había sido hasta el momento el musical, blanco fácil por contar con presupuestos abultados y con unas inherentes dosis de optimismo.  Películas tan diferentes entre sí como "El violinista en el tejado", "Cabaret", "Jesucristo Superstar" o "The Rocky Horror Picture Show" tenían algo en común, y era su origen teatral. Los éxitos de Broadway fueron puntualmente adaptados a la pantalla por directores que, en la mayoría de los casos, se enfrentaban al género por primera vez. Un ejemplo fue Milos Forman, que después del triunfo arrollador de "Alguien voló sobre el nido del cuco", decidió traducir en imágenes lo que entonces se definía como un musical de amor/rock tribal americano: "Hair".
La pregunta resulta inevitable: ¿Era Forman el director más adecuado para llevar este espectáculo al cine? Su reciente pasado como estandarte de la Nueva Ola checa y su espíritu iconoclasta parecían ser las mejores credenciales, sin embargo, el musical es una disciplina selectiva que no admite a cualquiera. El problema comenzaba desde el mismo planteamiento: El equilibrio necesario entre las canciones y el argumento que las contiene quedaba roto por la sobreabundancia sonora y la pobreza de la trama.
La historia de un ingenuo provinciano a punto de embarcar a Vietnam que descubre, en su llegada a la gran ciudad, un mundo nuevo de libertad representado en un grupo de hyppies, es tan esquemática que casi resulta infantil. Y eso que la película está cargada de referencias al amor libre, los estupefacientes y la lucha contra el poder establecido. "Hair" sigue al pie de la letra el manual básico del perfecto hyppie, con una lectura que se encuentra entre la loa y la caricatura. Las situaciones y los personajes son de un simplismo que resta eficacia al relato, apoyado en exceso en los momentos musicales. Las poco convincentes interpretaciones de los personajes tampoco ayudan a hacer verosímil lo que sucede en la pantalla, dando la impresión de que Forman ha confiado tanto en el material de partida que ha descuidado su puesta en imágenes. La planificación y el montaje son de una tosquedad que se apartan de los anteriores trabajos del director, transmitiendo una cierta dejadez en el conjunto.
La película contiene temas musicales que ya han alcanzado la categoría de iconos ("Aquarius", "Let the sunshine") y exhala una alegría casi primitiva, aunque bien es verdad que todo esto ya estaba en la pieza teatral que Forman adapta con parca imaginación. A diferencia de "Grease", musical hecho un año antes que también bebía de la nostalgia por otros tiempos, "Hair" es austero en sus coreografías y lo que es peor: consigue que aquello que pretende homenajear termine pareciéndose a un chiste. Una oportunidad perdida y la única incursión de Milos Forman en un género, el musical, que vivía entonces la última de sus grandes etapas en el cine.
A continuación, uno de los números más acertados de "Hair": la canción "Ain´t got no", compuesta como el resto de la partitura por James Rado, Gerome Ragni y Galt MacDermot. Que la disfruten:

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The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro. 2014, Marc Webb

Dentro de un tiempo, habrá quien se pregunte por el auge actual de las películas de superhéroes. Unos opinarán que en tiempos de crisis iracundas, fue lógico recurrir a salvadores con poderes (a grandes males, grandes remedios). Otros lo achacarán al desarrollo de los efectos especiales, herramienta sobre la que se sustenta el género. También habrá quien observe el factor nostálgico, puesto que muchos de los padres que hoy acompañan a sus hijos al cine leyeron los cómics cuando eran niños. Y al fin, los más prosaicos, dirán que todo se debió al plan de crecimiento y expansión de la compañía Marvel, adquirida en 2009 por el gigante Disney. Todas estas razones serán válidas, o quizá ninguna, pero ya dará igual.
Lo cierto es que hay unas cuantas franquicias en marcha (el Capitán América, Thor, X-Men, los Vengadores...) dentro de las cuales Spider-Man ocupa un lugar relevante. El Hombre Araña es sin duda el personaje más universal de Marvel, y con la quinta película de su revivida trayectoria cinematográfica, demuestra no ser inmune ni siquiera a su propia historia: otra vez la crisis de pareja de Peter Parker, otra vez el complejo de Edipo y el dilema entre el poder y la responsabilidad, otra vez las viejas rencillas con la cúpula de OsCorp.
"The Amazing Spider-Man 2: el poder de Electro" pisa terreno conocido, y el cuarteto de guionistas que figura en los créditos no demuestra demasiada imaginación a la hora de desarrollar el argumento. Las tramas se solapan unas con otras hasta provocar una saturación de información que entorpece la fluidez del relato y, sobre todo, el interés del espectador. Hay una dependencia de lo sucedido en la anterior entrega que puede excluir a los profanos de la saga, y que completa el círculo perverso que rodea al panorama audiovisual: antes las series de televisión imitaban al cine, hoy es el cine el que imita a las series de televisión.
También hay aciertos, como el humor que muchas de estas películas han ido desechando y que sigue siendo una de las señas de identidad de Spider-Man. Las otras bondades del film residen en el trabajo de Marc Webb como director, con un derroche de nervio y energía al servicio de las escenas de acción. Cada secuencia está diseñada para crear espectáculo, una decisión legítima si no se cuenta con demasiados escrúpulos. Porque la película incurre en algunos de los vicios adquiridos por el moderno cine de género: confundir el ritmo trepidante con el montaje atropellado, fragmentar la puesta en escena arbitrariamente, y supeditar los infinitos emplazamientos de cámara en pos de la lógica narrativa. Cuestiones que muchos considerarán absurdas tratándose de una película de superhéroes, pero que empujan a que el cine se parezca menos al cine y más al videojuego o al videoclip musical.
Si bien no conviene perder la perspectiva de que nos encontramos ante un cómic filmado, con el artificio que esto conlleva, también habrá que recordar que el drama al que a veces aspira la película debería resultar creíble, algo para lo que los actores no parecen capacitados. Andrew Garfield y Emma Stone se limitan a prestar sus jóvenes y hermosos rostros, el resto de los ilustres veteranos (Jamie Foxx, Paul Giamatti, Sally Field) aportan relumbrón, al tiempo que engordan sus cuentas corrientes. Otra cosa es Dane DeHaan, actor inquietante donde los haya y ejemplo de que un acierto de casting puede definir un personaje.
Así con todo, la segunda parte de este Amazing Spider-Man se sigue con interés y esboza aquí y allá, en medio del torbellino de sus elaboradas imágenes, esa magia y ese candor que se asomaba también en las viñetas de los viejos cómics, cuando Hulk era La Masa y los X-Men eran La Patrulla X. Spider-Man, por el momento, sigue siendo Spider-Man, también en esta nueva entrega.

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