Historia de un vecindario. "Nagaya shinshiroku" 1947, Yasujirō Ozu

Apenas dos años después del final de la 2ª Guerra Mundial, Yasujirō Ozu dirigió "Historia de un vecindario", una de sus muchas fábulas costumbristas teñida en esta ocasión por los desastres de la contienda. El nuevo Japón nacido de la derrota adopta la forma de un niño extraviado, un paria cuya casa ha sido destruida y que no encuentra quien se haga cargo de él. Para completar el diálogo generacional aparece una viuda algo tosca, superviviente como todos en un barrio humilde, que termina por acoger al muchacho a regañadientes. Valga decir que el espectador no precisa conocer estas analogías para disfrutar por igual de la película, al fin y al cabo, se trata de un sencillo cuento sin otras pretensiones que las provocar una emoción directa, sin excesos ni doctrinas.
A partir de una anécdota mínima, Ozu despliega su magisterio en la puesta en escena y en la planificación del relato. Fiel a su estilo de filmar a la altura de los personajes, tomando como referencia su posición en el tatami, el director da una lección de síntesis argumental y de depuración estética, de concisión sin ambages. Con unos pocos actores y una sucesión de escenas repartidas en setenta minutos de proyección, "Historia de un vecindario" contiene cine a raudales, cine honesto que no sucumbe en la tentación de estirar las líneas narrativas ni de desarrollar sus aciertos. No es necesario. En el año 1947 había mucho cine por hacer y un país por fabricar, algo que Ozu supo entender como pocos cineastas.
Es difícil contar más con menos, como difícil resulta ser poético sin recurrir a la sensiblería o parecer austero sin quedarse en lo parco. Son dones que Yasujirō Ozu supo reflejar en su cine y que continúan vigentes más de medio siglo después, la prueba irrefutable de que los clásicos trascienden por sus propios méritos, y de que son capaces de explotar su talento incluso en pequeñas obras como "Historia de un vecindario".
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Permanent vacation. 1980, Jim Jarmusch

Delirio experimental del joven Jarmusch, que en el año 1980 aún no discernía entre su vocación por la poesía y su dedicación al cine. Realizada con un presupuesto mínimo, "Permanent vacation" reúne algunos de los tópicos que suelen aquejar a una primera película, cuando la voluntad se superpone a la técnica y la trascendencia a la ligereza, en un intento muy poco disimulado por dejar huella. El característico humor de Jarmusch todavía no se hace notar, y en su lugar hay una pretensión beatnik que aminora la chispa del conjunto. Falta naturalidad y sobra el artificio de solemnidad underground que el director aprendería a domesticar con los años.
Jarmusch saca provecho de sus largas jornadas en la filmoteca y de su pasión por el cine europeo, además de hacerse acompañar de otros cachorros indomables como Tom DiCillo, asumiendo las labores fotográficas en 16 mm, y John Lurie, responsable junto al propio Jarmusch de una banda sonora desconcertante e hipnótica.
La película corre más riesgos de los que sabe asumir, es atrevida e inconsciente, y por eso debe ser tenida en cuenta. Su ausencia de cautelas es lo que la vuelve interesante, más allá de esto resulta difícil de apreciar. "Permanet vacation" padece desajustes en el ritmo y un amateurismo demasiado evidente, aunque contiene algunas de las claves desarrolladas con posterioridad en la filmografía de Jarmusch: situaciones entre lo absurdo y lo cotidiano, personajes erráticos y escenarios urbanos que son en realidad mapas mentales por donde pasean sus antihéroes. En este caso nos encontramos con un Nueva York desvencijado, previo a la era Reagan, hábitat natural del joven Allie Parker. Interpretado (o no) por Chris Parker, este bohemio de manual y nihilista convencido es en verdad el molde en el que se fabricarán los futuros personajes del director, siempre desarraigados y en una búsqueda constante del propio ser. En su peregrinaje por el lado salvaje de la vida, el protagonista de "Permanent vacation" irá cruzándose con toda clase de personajes, a cada cual más excéntrico, completando un mosaico del universo Jarmusch resumido en apenas setenta minutos de proyección.
En las imágenes de esta película irregular y temeraria germina la semilla de otras películas venideras de Jim Jarmusch, un autor polifacético (aquí figura nada menos que como guionista, director, productor, montador y músico) que con "Permanent vacation" inauguró su carrera antes de convertirse en uno de los nombres indispensables del cine independiente norteamericano. Por eso debe ser considerada como un banco de pruebas, el boceto que tendría que perfilar en sus siguientes obras.
A continuación, uno de los momentos más celebrados del film, el baile con el que Allie trata de llamar la atención de su impasible novia. El referente de Godard parece claro en esta escena, aunque ella más bien aspira a vivir en un cuadro de Edward Hopper. Una vez más, Jarmusch rindiendo pleitesía a sus héroes:


   
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When you´re strange. 2009, Tom DiCillo

Tom DiCillo satisface sus inquietudes cinematográficas y musicales con "When you´re strange", documental que desmenuza la breve pero intensa trayectoria de una de las bandas fundamentales de los años 60 y 70: The Doors.
Empleando una ingente cantidad de material de archivo, que incluye imágenes nunca vistas antes y recreaciones filmadas por el propio director, "When you´re strange" consigue despertar el interés tanto de admiradores como de profanos, por lo que tiene de retrato de una época socialmente convulsa y culturalmente efervescente. El documental proyecta una visión de conjunto e incide en la perspectiva histórica al renunciar a la consabida fórmula de las declaraciones a cámara. Aquí no se encuentran entrevistas recientes ni testimonios de los supervivientes de la batalla, lo que permite a DiCillo jugar hábilmente con el archivo que tiene a su disposición ejercitando sus dotes como narrador de ficción. La idea básica del film es que The Doors era un cuarteto extraño en una época extraña. Su música tenía un pie firmemente asentado en la tradición del blues y otro pie que se paseaba por los terrenos más experimentales, lo que no les impidió acceder a un público variado y extenso, cuyas filas siguen completándose todavía hoy. DiCillo refleja estos avatares en la pantalla a través de un estilo dinámico, nervioso, que se hace fuerte en el montaje. 
La ligazón entre las canciones y el material visual resulta muy efectiva, lo que invita a seguir la narración casi en estado de trance. DiCillo se vale para ello de la constante voz en off del actor Johnny Depp y de ciertos golpes de efecto, sin llegar a caer en el sensacionalismo ni en el trazo grueso al que la figura de Jim Morrison suele tender en manos de tantos cronistas. "When you´re strange" esquiva simplismos y juicios de valor, manteniendo la distancia adecuada entre el retrato generacional, el rigor informativo y el drama musical. Es ese término medio el que convierte el visionado del documental en un ejercicio gozoso, apasionante.

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Sólo los amantes sobreviven. "Only lovers left alive" 2013, Jim Jarmusch

Desde el expresionismo alemán de "Nosferatu" hasta el folletín adolescente de "Crepúsculo", el cine se ha aproximado innumerables veces a la figura del vampiro. Por eso el riesgo que debe afrontar cada nuevo proyecto es el de escapar de los lugares comunes y del déjà vu. Algunos directores como Tod Browning o Francis Ford Coppola decidieron explotar el clasicismo romántico del personaje, mientras que otros como Abel Ferrara o Tomas Alfredson optaron por la iconoclasia para actualizar antiguas fórmulas. El eterno rebelde Jim Jarmusch ha tomado el camino de en medio en "Sólo los amantes sobreviven".
El propio título ya es una declaración de principios. La película narra la historia de amor entre dos seres que viven al margen de las convenciones. El hecho de que sean vampiros representa la materialización de su marginalidad, bien podrían ser cuáqueros, veganos o taxidermistas. Son vampiros porque en su naturaleza reside el ideal del romanticismo germano, lejos de los efectos y de la estética de postal en la que ha ido derivando el género. Los protagonistas son amantes que viven ajenos al mundo que les rodea, condición que les une irremediablemente.
Se trata de cine de autor, por lo que cabe preguntarse si Jarmusch está hablando de sí mismo. ¿Que los vampiros se ocultan entre las sombras a salvo de los rayos del sol? Esto bien podría interpretarse como un alejamiento premeditado de los grandes escaparates en favor de la libertad y de la independencia. ¿Que defienden la música y el arte como modo supremo de expresión? Toda una crítica a la vulgaridad que pregonan los mass media. ¿Que mantienen un vínculo especial con la naturaleza y con los objetos que les rodean? Esta vez la crítica se traslada al ámbito de la responsabilidad y de la conciencia social. ¿Que deben alimentarse de sangre sin contaminar obtenida por métodos ilícitos? Léase como un llamamiento a la integridad y al inconformismo intelectual... En definitiva, no hay más que echar un vistazo a la carrera del director estadounidense para establecer analogías fáciles.
Todos estos conceptos pueden ser pasados por alto si de lo que se trata es de seguir los avatares sentimentales de la pareja protagonista. Hay diálogos jugosos, momentos de emoción contenida y reivindicación en "Sólo los amantes sobreviven", aderezado con el habitual tono frío y el humor marca de la casa Jarmusch. El espíritu del guionista y director está presente en cada uno de los fotogramas del film, como una exposición de sus credenciales. Los seguidores del cineasta asistirán fascinados al espectáculo íntimo y radical de sus imágenes, mientras que entre el resto de espectadores puede cundir la perplejidad. Como otras veces en la filmografía de Jarmusch, lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Además del talento para traslucir sus obsesiones en palabras e imágenes, está el cuidado trabajo de ambientación y la caracterización de los personajes, elementos fundamentales que aportan credibilidad al relato. Pocas decisiones de casting parecen tan acertadas como la de haber contado con Tilda Swinton y Tom Hiddleston para interpretar a los amantes vampiros. Sus rostros y sus ademanes, su forma de recorrer el plano imprime carácter a la película, le insufla aliento. La buena labor de otros nombres como John Hurt o Mia Wasikowska deja patente la química entre los actores y el director, deparando instantes que se quedan grabados en la retina.
Y como un esqueleto que vertebra la película, está la banda sonora. Siempre importante en el cine de Jarmusch, en esta ocasión la música adquiere un peso principal en la historia, se convierte en el latido de los personajes. Los músicos de Sqürl, entre los que se cuenta el propio Jarmusch, despliegan sonidos enigmáticos capaces de generar atmósferas con un alto poder de sugestión. Por estos y otros motivos cabe definir la película como una loa al amor. Un amor más racional que físico, amor por la ciencia y por el arte, por el alma de las personas trascendentes, amor por el amor, al fin y al cabo.
Con "Sólo los amantes sobreviven", Jim Jarmusch firma una de sus películas más personales, el testimonio de un autor que sabe que cada nuevo proyecto puede ser el último. Fiel a un estilo insobornable, el hermano mayor de los cineastas independientes sigue jugándosela tras la cámara, aunque cada vez resulte más difícil y el panorama se haya vuelto más hostil. Pues eso: Sólo los amantes sobreviven.

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Una vida en tres días. "Labor day" 2013, Jason Reitman

La escuela clásica de la comedia norteamericana sigue dando sus frutos. De cuando en cuando, surge un nombre capaz de recoger esa herencia y de adaptarla a los nuevos tiempos, un nieto de Wilder, Sturges, Leisen o Capra, que vuelve a sembrar la semilla de la risa inteligente y de la crítica mordaz. Uno de los últimos ejemplos es el de Jason Reitman, cuyas películas "Juno", "Up in the air" o "Young adult" tal vez no le identifiquen como un autor según los cánones que rigen en Hollywood, aunque contengan una voz y un estilo propios.
Precisamente de estas señas de identidad parece alejarse en "Una vida en tres días", adaptación de la novela de Joyce Maynard y quinto largometraje en la carrera del director. Se trata de un cambio de rumbo relativo, porque aunque el característico humor agrio de Reitman aquí no comparece, persiste el interés por los personajes y el sentido humanista de sus anteriores trabajos.
La historia de una joven madre que arrastra su vida con el peso de una depresión tras haber sido abandonada por su marido, y de cómo esta situación se trastoca durante los tres días en los que un convicto huido de la cárcel se refugia en su casa, podría haber dado lugar a un derroche de sentimentalismo y de emociones almibaradas. En lugar de eso, Reitman aplica cierto distanciamiento en la narración, vista desde los ojos del niño. 
El hecho de que la película transcurra en los años ochenta la sitúa en el terreno de la nostalgia, con un tratamiento visual entre la evocación y la melancolía del final del verano. El director pone mimo en los detalles y saca provecho de los departamentos artísticos y técnicos: escenarios, vestuario, fotografía, ambientación... son piezas de un engranaje que gira en favor del film.
"Una vida en tres días" tiene una aureola de ensoñación y de recuerdo impreciso que refuerza su carácter de cuento, por eso resulta lícito ese buenismo y esa candidez que puede molestar a algunos espectadores. No habrán entrado en el juego de una película que no pretende ser realista, sino creíble. Esta responsabilidad recae sobre los actores Kate Winslet, Josh Brolin y el joven Gattlin Griffith. Los dos primeros demuestran su fuerte presencia en la pantalla y la fisicidad que aportan a sus personajes, verdaderos generadores de emociones del film. Sus interpretaciones medidas al detalle imprimen tensión al relato, provocando que detrás de cada palabra y de cada mirada se agazape un quiebro que puede alterarlo todo. Con esa inflexión juega Reitman durante el metraje. 
La paradoja es que su película menos personal sea también la más libre, la más imprudente hasta la fecha de su filmografía. Es el Reitman menos Reitman, el más imperfecto y el menos sujeto a los cimientos del texto. Hay que valorar la voluntad de un director que podría acomodarse en fórmulas y repetir éxitos, pero que con "Una vida en tres días" ha decidido andar nuevos caminos, aún a riesgo de extraviarse. Sólo por eso merece la pena detenerse en esta película que ha obtenido menos atención de la que merecía.
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Asalto a la comisaría del distrito 13. "Assault on precinct 13" 1976, John Carpenter

Director de culto por excelencia, John Carpenter ha sido erigido como un icono de la serie B por una parroquia de devotos del cine de terror y fantástico. Sus méritos resultan evidentes para unos y cuestionables para otros: en líneas generales, se le atribuye una capacidad para crear atmósferas inquietantes y para transmitir desasosiego con los recursos mínimos. Representa el sueño de todo productor porque sus rodajes son rápidos y baratos, multiplicando las ganancias notablemente cuando se produce un éxito de taquilla.
Gran parte de esta leyenda se generó al comienzo de su carrera, con películas como "Asalto a la comisaría del distrito 13", en la que el director expuso las claves de su estilo. Un sello de autor bastante discutible porque, como el mismo Carpenter se ha encargado de señalar, está basado en modelos anteriores y en géneros de larga tradición. Así se pone en práctica ese viejo refrán adaptado al cine que dice: dime en quién te inspiras y te diré quién eres. Pues bien, el director ha reconocido su deuda con el western en general y con "Río Bravo" de Hawks en particular, a la hora de narrar el asedio a una comisaría en desuso por parte de una sanguinaria banda de delincuentes.
Carpenter sabe que mentar a Howard Hawks es ganarse la simpatía de buena parte de los cinéfilos, sin embargo, su película está más ligada a otras referencias cercanas en el tiempo como "La huída" o "Tarde de perros". En efecto, hay algo de Peckinpah y de Lumet en las imágenes del film, además de otros cineastas como Sam Fuller o, más directamente, Roger Corman y George A. Romero. La diferencia es que el apasionamiento de Carpenter por el cine no se trasluce en el resultado de "Asalto a la comisaría del distrito 13". El guión está pobremente escrito, con personajes sin definición, diálogos faltos de naturalidad y situaciones incoherentes. El texto se ha construido sobre los tópicos más manidos (el policía bueno, el criminal desalmado, el aspirante a cadáver plañidero...) y los elementos novedosos que se introducen, como la identificación entre criminales y muertos vivientes, no termina por concretarse en el desarrollo de la trama.
Pero el problema no se reduce al guión. La película está dirigida con tosquedad, no consigue resolver la escasez de presupuesto y se desvela torpe en la planificación y en la puesta en escena. Como en otras ocasiones, Carpenter compone la banda sonora del film, tan austera en medios como en creatividad y ejemplo de la crueldad del paso del tiempo sobre determinados sonidos que entonces se antojaban modernos.
Por otro lado, las evidentes limitaciones de los actores se suman a la incapacidad de Carpenter para extraer de ellos algo parecido a unas interpretaciones creíbles. En suma, "Asalto a la comisaría del distrito 13" luce una apariencia demasiado amateur que imposibilita tomársela en serio. Y aquí es donde reside, paradójicamente, su virtud. Porque a pesar de todo lo escrito, hay algo en la película que nos obliga a aguantar hasta el final. Tal vez sea la incredulidad de lo que se está viendo, tal vez la profunda ingenuidad que gobierna el metraje, o tal vez esa atracción por lo imperfecto que se encuentra también en el cine de Ed Wood. El caso es que la película, de tan irregular, consigue ser divertida y despertar curiosidad. Algo que los seguidores de John Carpenter estarán dispuestos a rebatir, sobre todo los que consideran "Asalto a la comisaría del distrito 13" como la Piedra de Rosetta de su filmografía.
A continuación, el documental hagiográfico "John Carpenter, el hombre y sus películas", producido en el año 2000 para ensalzar la figura del director. Una declaración de amor que, aunque escamotea algunas de las sombras de su carrera, proporciona información jugosa y de interés:

           
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La vida de Adèle. “La vie d'Adèle” 2013, Abdellatif Kechiche

¿Cuántas películas se han rodado desde la invención del cine? ¿Miles, millones? ¿Y cuántas de estas películas narran historias de amor? Probablemente no exista una respuesta sensata, sin embargo, las buenas películas de amor siempre parecen nuevas, como si se contasen por primera vez. Esta sensación recorre de arriba abajo el visionado de “La vida Adèle”, un relato tan cotidiano y tan fascinante como cualquier otro sobre el amor entre dos seres que se cruzan en un momento determinado de sus vidas. El hecho de que la pareja esté integrada por dos mujeres no añade grandes diferencias respecto a cualquier relación heterosexual, no condiciona el desenlace, no suma ni resta dramatismo. Esto es algo de agradecer, porque desvía la película del alegato por la diversidad sexual para centrarse en el conflicto de sentimientos, verdadero leit motiv de “La vida de Adèle”.
Adaptación libre de “El azul es un color cálido”, cómic de Julie Maroh, la película exhibe una sinceridad sin complacencias, una reivindicación que no cabe en ninguna pancarta. Más allá de los derechos básicos de las distintas orientaciones sexuales, lo que clama la película es el derecho íntimo por la libertad individual y por el lenguaje del cuerpo, a través de la sublimación del sexo. Las escenas eróticas que salpican la película contienen un discurso que trasciende las palabras, y resultan tan elocuentes como muchos diálogos. Por eso la cámara de Abdellatif Kechiche rueda con la misma intensidad los encuentros carnales de las protagonistas, sus conversaciones, sus actos cotidianos y los almuerzos con la familia. Siempre atento a los detalles, el director tunecino recorre con su lente el microcosmos de estas dos jóvenes hasta conseguir que la pantalla se impregne con su presencia, por eso no es exagerado decir que “La vida de Adèle” sabe y huele como los personajes de Adèle y Emma.
Una mirada en mitad de un paso de cebra, un vaso compartido en la barra de un bar, la línea de un dibujo que se va completando… La película es un elogio de la fragmentación y del plano corto, del gesto que se adivina. Para asimilar esta retórica construida sobre la acumulación, es necesario un cineasta meticuloso como Kechiche y unas actrices entregadas como Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. El trabajo de las dos es excelente en sus matices y naturalidad, y por cargar con mayor peso en la narración, el de Exarchopoulos roza el prodigio. Cuesta trabajo encontrar una interpretación que parezca menos fingida que la suya, que esté tan pegada a la realidad.
Mucho se ha escrito sobre esta producción francesa, sobre las polémicas entre los miembros del equipo y sobre lo exhaustivo de las escenas de sexo, por eso conviene tomar distancias y concentrarse en el cine. Ni más ni menos. En las imágenes de “La vida Adèle” puede encontrarse cine a ras de suelo, ese cine que es como la vida, pero con elipsis temporales. Sin complicados movimientos de cámara, músicas incidentales ni trucos de guión. Porque da igual que las películas sucedan en una nave espacial o en las calles de París, lo importante es que sean capaces de establecer un nexo de conexión con el público sentado frente a la pantalla. Esta es la sensación que se desprende de cada uno de los fotogramas de “La vida Adèle”, la de asistir al gran espectáculo de la vida en apenas 180 minutos de proyección.

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Un hombre para la eternidad. "A man for all seasons" 1966, Fred Zinnemann

Primera de las dos películas que Fred Zinnemann rodó en el Reino Unido, "Un hombre para la eternidad" adaptaba la obra homónima de Robert Bolt que tanto éxito había obtenido sobre los escenarios. El esfuerzo de Zinnemann es doble: como productor, recreando cuidadosamente vestuarios y decorados, y como director, haciendo que estos elementos participen de la puesta en escena y dando entidad cinematográfica al libreto original.
La rebelión de Thomas More (conocido por su nombre castellanizado Tomás Moro) por defender sus principios frente al rey Enrique VIII se convierte, en manos de Zinnemann, en un apasionante ejercicio de dirección de actores y en un retrato de las corruptelas practicadas por las élites británicas del siglo XVI.
La película traslada la estructura teatral del texto a la pantalla sin sufrir demasiado en el proceso, consciente de su poso literario y hasta orgullosa de ello: se trata de un reconocimiento a la vieja cultura europea y a los mártires por razones ideológicas, todo bellamente narrado en una sucesión de cuadros de aliento clásico. Habrá quien haga la acusación de ser teatro filmado, y hasta cierto punto, no le faltará razón. El film no oculta que tiene su origen en las tablas, y eso que Zinnemann se preocupa por airear la trama con algunos exteriores de vocación paisajística. "Un hombre para la eternidad" exhibe referencias visuales vinculadas a la pintura en cuanto a composición y a la calidad de las imágenes, de colores matizados e iluminaciones acordes a su recorrido dramático.
Pero si en algo hace verdadero hincapié el director es en el trabajo con los actores, dejando que sean sus rostros los que guíen la película y que sean sus palabras las que construyan la banda sonora. Nombres del cine y del teatro como Robert Shaw, Wendy Hiller, John Hurt, Orson Welles... Mención especial merece Paul Scofield en el papel protagonista, dueño de una presencia magnética y de una interpretación poderosa que se ve, no obstante, traicionada en momentos puntuales por cierto tics adquiridos sobre el escenario. Su encarnación de More establece el canon del personaje y se erige como estandarte de la película.
"Un hombre para la eternidad" reúne, por lo tanto, los clichés más asentados dentro del cine británico de época: una producción esmerada, unas interpretaciones de altura y una dirección respetuosa con el material dramático, siempre a medias entre la lección de historia y el puro entretenimiento. Una película destacable que depara momentos de emoción dirigidos con pulso firme por Fred Zinnemann, cineasta que se encontraba en la última etapa de su carrera y que dejaba, aquí también, la impronta de su talento.
    
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