Primera de las dos películas que Fred Zinnemann rodó en el Reino Unido, "Un hombre para la eternidad" adaptaba la obra homónima de Robert Bolt que tanto éxito había obtenido sobre los escenarios. El esfuerzo de Zinnemann es doble: como productor, recreando cuidadosamente vestuarios y decorados, y como director, haciendo que estos elementos participen de la puesta en escena y dando entidad cinematográfica al libreto original.
La rebelión de Thomas More (conocido por su nombre castellanizado Tomás Moro) por defender sus principios frente al rey Enrique VIII se convierte, en manos de Zinnemann, en un apasionante ejercicio de dirección de actores y en un retrato de las corruptelas practicadas por las élites británicas del siglo XVI.
La película traslada la estructura teatral del texto a la pantalla sin sufrir demasiado en el proceso, consciente de su poso literario y hasta orgullosa de ello: se trata de un reconocimiento a la vieja cultura europea y a los mártires por razones ideológicas, todo bellamente narrado en una sucesión de cuadros de aliento clásico. Habrá quien haga la acusación de ser teatro filmado, y hasta cierto punto, no le faltará razón. El film no oculta que tiene su origen en las tablas, y eso que Zinnemann se preocupa por airear la trama con algunos exteriores de vocación paisajística. "Un hombre para la eternidad" exhibe referencias visuales vinculadas a la pintura en cuanto a composición y a la calidad de las imágenes, de colores matizados e iluminaciones acordes a su recorrido dramático.
Pero si en algo hace verdadero hincapié el director es en el trabajo con los actores, dejando que sean sus rostros los que guíen la película y que sean sus palabras las que construyan la banda sonora. Nombres del cine y del teatro como Robert Shaw, Wendy Hiller, John Hurt, Orson Welles... Mención especial merece Paul Scofield en el papel protagonista, dueño de una presencia magnética y de una interpretación poderosa que se ve, no obstante, traicionada en momentos puntuales por cierto tics adquiridos sobre el escenario. Su encarnación de More establece el canon del personaje y se erige como estandarte de la película.
"Un hombre para la eternidad" reúne, por lo tanto, los clichés más asentados dentro del cine británico de época: una producción esmerada, unas interpretaciones de altura y una dirección respetuosa con el material dramático, siempre a medias entre la lección de historia y el puro entretenimiento. Una película destacable que depara momentos de emoción dirigidos con pulso firme por Fred Zinnemann, cineasta que se encontraba en la última etapa de su carrera y que dejaba, aquí también, la impronta de su talento.
La rebelión de Thomas More (conocido por su nombre castellanizado Tomás Moro) por defender sus principios frente al rey Enrique VIII se convierte, en manos de Zinnemann, en un apasionante ejercicio de dirección de actores y en un retrato de las corruptelas practicadas por las élites británicas del siglo XVI.
La película traslada la estructura teatral del texto a la pantalla sin sufrir demasiado en el proceso, consciente de su poso literario y hasta orgullosa de ello: se trata de un reconocimiento a la vieja cultura europea y a los mártires por razones ideológicas, todo bellamente narrado en una sucesión de cuadros de aliento clásico. Habrá quien haga la acusación de ser teatro filmado, y hasta cierto punto, no le faltará razón. El film no oculta que tiene su origen en las tablas, y eso que Zinnemann se preocupa por airear la trama con algunos exteriores de vocación paisajística. "Un hombre para la eternidad" exhibe referencias visuales vinculadas a la pintura en cuanto a composición y a la calidad de las imágenes, de colores matizados e iluminaciones acordes a su recorrido dramático.
Pero si en algo hace verdadero hincapié el director es en el trabajo con los actores, dejando que sean sus rostros los que guíen la película y que sean sus palabras las que construyan la banda sonora. Nombres del cine y del teatro como Robert Shaw, Wendy Hiller, John Hurt, Orson Welles... Mención especial merece Paul Scofield en el papel protagonista, dueño de una presencia magnética y de una interpretación poderosa que se ve, no obstante, traicionada en momentos puntuales por cierto tics adquiridos sobre el escenario. Su encarnación de More establece el canon del personaje y se erige como estandarte de la película.
"Un hombre para la eternidad" reúne, por lo tanto, los clichés más asentados dentro del cine británico de época: una producción esmerada, unas interpretaciones de altura y una dirección respetuosa con el material dramático, siempre a medias entre la lección de historia y el puro entretenimiento. Una película destacable que depara momentos de emoción dirigidos con pulso firme por Fred Zinnemann, cineasta que se encontraba en la última etapa de su carrera y que dejaba, aquí también, la impronta de su talento.