¿DÓNDE ESTÁ MI CUERPO? "J'ai perdu mon corps" 2019, Jérémy Clapin

Jérémy Clapin lleva quince años desarrollando un universo particular donde se mezclan lo excepcional y lo cotidiano, en cortometrajes de animación que han encontrado eco en los festivales. Su trabajo tiene un carácter artesano que emplea métodos digitales de manera sencilla pero muy original, las cuales conjugan a la perfección el lenguaje visual con el puramente narrativo. Dos categorías difíciles de disociar en su cine, puesto que una siempre define a la otra. En el terreno estético, los trabajos de Clapin nunca repiten el mismo estilo ni se acomodan a ninguna fórmula establecida. El director francés adapta los diseños de la animación a cada historia, en un camino que va ganando en realismo sin abandonar la economía de líneas y colores. En cambio, sus ficciones siempre resultan enigmáticas y fabuladoras, cubiertas por una melancolía insobornable.
Todos estos rasgos se aprecian en su primer largometraje y se acrecientan todavía más, hasta alcanzar la sofisticación. ¿Dónde está mi cuerpo? supone la quintaesencia de su director en un ejercicio de libertad que tiene pocas comparaciones, una ensoñación hecha película dotada de aliento lírico y de un profundo romanticismo. El guion, escrito por Clapin y Guillaume Laurant, alterna tres tiempos destinados a encontrarse: el pasado del protagonista (un niño que se queda huérfano), el presente del mismo personaje enamorado de una joven bibliotecaria, y el futuro de su mano cercenada tras un accidente. Cada una de las tres partes da sentido a las demás desde la perspectiva de la memoria, el deseo y la fantasía, respectivamente, generando atmósferas que congregan la intimidad y la acción en el espacio urbano de París. Entre medias hay una serie de elementos que se repiten: los animales e insectos (en especial la mosca), las referencias al Polo Norte, la importancia del sonido... son constantes que remarcan la estructura cíclica del relato.
La técnica de animación empleada por Clapin es de apariencia sobria pero muy eficaz en cuanto a planificación y montaje, lo cual aporta fluidez y refuerza la naturaleza propia del film, que no es otra que el movimiento. Los personajes están en un contante tránsito que parece responder al título en español, ¿Dónde está mi cuerpo?, una pregunta que va más allá de lo físico y está cargada del existencialismo propio de Jérémy Clapin. En sus imágenes se averiguan referencias a Gondry, Lynch, Buñuel y otros autores que, al igual que él, han hecho del cine el vehículo perfecto para expresar sus inquietudes y emociones. Hay que saludar esta película como lo que es: un poema hermoso y terrible sobre la soledad, concepto clave en la obra de Clapin, y de los esfuerzos del ser humano sino por superarla, al menos por asimilarla con cierta dignidad.
Buena prueba de todo esto se puede apreciar en el siguiente cortometraje de Clapin, Palmipedarium. Una genialidad del año 2012 que tiene como protagonista a la figura del inadaptado, tan característica en el cine del director. Que lo disfruten:
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GRACIAS A DIOS. "Grâce à Dieu" 2018, François Ozon

Algunos temas son tan dramáticos y escabrosos que corren el riesgo de espantar a la audiencia. Sin embargo, urge señalar su existencia para que sean denunciados, por mucho que puedan incomodar. Se trata de realidades dolorosas como los abusos sexuales a menores dentro de la iglesia, una cuestión que debe escapar del sensacionalismo y los golpes de efecto si pretende obtener el alcance suficiente para ejercer de acicate y revulsivo, algo a lo que aspira François Ozon con Gracias a Dios.
El director francés se basa en incidentes y personajes reales para desarrollar una historia que adopta tres puntos de vista, cada uno correspondiente a una víctima de la pederastia ejercida por un sacerdote de Lyon que abusó de ellos en el pasado. Los protagonistas han crecido y deciden asociarse para que se haga justicia, no solo contra el religioso sino también contra el entorno que le ha amparado a lo largo de los años. Este es el aspecto más original del film: la división en segmentos con distintas narrativas que se concatenan logrando la fluidez y la coherencia.
La primera parte es más intimista y adopta un diálogo epistolar, en el que predominan las voces en of y las secuencias de montaje. El personaje de Alexandre, interpretado por Melvil Poupaud, es el detonante de la acción y quien representa a la crítica interna, en su posición de creyente practicante que tradicionalmente se relaciona con el clero (la familia blanca y bien posicionada fiel a los dogmas). El perfil político viene encarnado en la segunda parte de mano de François, un activista a su pesar que cuenta con los rasgos del actor Denis Menochet y que ha sufrido, además, el silencio cómplice de sus familiares. La tercera parte tiene como figura central a Emmanuel, a quien da vida Swann Arlaud, un inadaptado que encuentra el cauce en su vida al conocer a los dos personajes anteriores y que personifica el vértice intelectual del triángulo, el pensamiento damnificado por el horror del verdugo con sotana.
Las tres partes de Gracias a Dios no son independientes entre sí, sino que se cruzan e intervienen unas en otras, completando la unidad del conjunto que sirve a Ozon para esgrimir un discurso poliédrico y que invita a reflexionar a diferentes estratos de la sociedad. El hecho de que se omitan las imágenes del delito (hay flashbacks que en lugar de mostrar, sugieren), hace que el propio espectador fabrique los recuerdos de los personajes a partir de lo que se verbaliza en los diálogos, lo cual le inmiscuye en el relato. Una decisión que resuelve con elegancia los aspectos más abruptos del film, y que legitima a Ozon para participar en el debate desde el presente. Hay otros títulos como Spotlight o El club que tratan de purgar viejas culpas y ajustar cuentas con el pasado, algo todavía pendiente en numerosos países de tradición católica. François Ozon extiende la acusación a la Iglesia encubridora que mira para otro lado, lo que sitúa la historia en la actualidad, y lo hace cuidando las formas y rodeándose de buenos técnicos y artistas.
La película está filmada con brío pero sin excesos, ajustando los encuadres a las intenciones que se persiguen en cada momento y la fotografía a las necesidades de la ficción. El reparto de actores, la música, el montaje... todo está calibrado con precisión, con el objeto de apelar a la conciencia del público desde la frialdad y la mesura que el tema requiere. De hecho, el guion introduce ciertas dosis de humor (como el diálogo en torno a la avioneta) para contrarrestar la amargura que desvela Gracias a Dios, una película que debería proyectarse en los seminarios y en los colegios con el fin de romper, de una vez por todas, la ley del silencio que hasta la fecha ha protegido esta lacra inexcusable.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por los hermanos Evgueni y Sacha Galperine. Relájense y disfruten:

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1917. Sam Mendes, 2019

Después de un periodo contratado para perpetuar la franquicia de James Bond, el director Sam Mendes regresa al cine de envergadura asumiendo un reto solo apto para virtuosos de la imagen. 1917 es una película de género bélico con la particularidad de que aparenta estar filmada en un único plano secuencia, un recurso expresivo que pone la técnica al servicio de la realidad y que involucra al espectador en lo que sucede en la pantalla. Mendes introduce algunas elipsis y varios cortes disimulados entre escena y escena, con la intención de que el público sienta el mismo peligro e inmediatez que los dos jóvenes soldados protagonistas, encargados de traspasar las líneas enemigas para cumplir una misión suicida. La acción se sitúa en tierras francesas durante la Primera Guerra Mundial, y describe el avance de la pareja de oficiales británicos a lo largo de varios kilómetros en los que arriesgarán sus vidas. Mendes consigue esquivar la apariencia de videojuego mediante una elaboradísima puesta en escena y una planificación milimétrica, en la que el lenguaje visual determina la ficción, influye en su desarrollo y no al contrario, como suele ser habitual en esta clase de films. 1917 es acción pura y sin destilar, llena de dramatismo, que no precisa de un argumento complejo porque su naturaleza es dinámica. Ya lo decía René Clair hace muchas décadas: la estética propia del cine es la del movimiento, algo que Sam Mendes lleva a su quintaesencia en este monumental ejercicio de narrativa cinematográfica.
Pero un estilo visual sofisticado no basta para afectar al público. El guion escrito por Sam Mendes y Krysty Wilson-Cairns alterna con eficacia la tensión y la distensión de las situaciones que se van sucediendo en las dos horas que dura el metraje, dosificando también el suspense, el horror y la épica. Tres conceptos que el compositor Thomas Newman refuerza a través de la música, parte fundamental de una banda sonora en la que los efectos ganan presencia frente a los diálogos. Ver y escuchar 1917 depara una experiencia intensa, a veces sobrecogedora, que señala lo terrible y absurdo del conflicto militar. Para ello, el director se rodea de grandes profesionales, algunos con los que ya ha trabajado antes. Es el caso de Roger Deakins, responsable de una impresionante fotografía en la que los cambios de luz son parte del relato, al igual que la profundidad de campo y el encuadre que ilustran la mirada del personaje principal, interpretado por George MacKay. El actor se entrega a fondo a las exigencias físicas del papel, el cual conjuga la entereza y la vulnerabilidad que permiten al público padecer sus mismas fatigas. Esta identificación comienza desde el primer instante y se mantiene hasta el final, ya que el rostro de MacKay abre la película y termina cerrándola en un plano muy semejante en la forma pero muy distinto en el significado, trazando así un círculo narrativo cuya máxima virtud no es reflejar el acontecimiento histórico, sino el cúmulo de miserias cotidianas que suponen una guerra. No en vano, Mendes dedica 1917 a su abuelo, combatiente que le contó las historias que dan origen al proyecto cuando el director era niño.
Poco más se puede añadir que no redunde en lo que muestran las imágenes de 1917. Un título que figura ya entre los grandes del cine bélico (antibelicistas por definición) y una prueba de fuerza por parte de Sam Mendes, cineasta que rinde aquí tributo a su oficio magnificando la cámara como un ojo siempre presente que observa, siente y respira al mismo tiempo que los protagonistas y el público.
A continuación, uno de los temas compuestos por Thomas Newman que suenan en el film. La música adecuada para transmitir in crescendo la epopeya que viven los personajes con envoltura y solemnidad. Relájense y disfruten:

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LET IT BE. 1970, Michael Lindsay-Hogg

La trayectoria de los Beatles transcurrió durante una década en la que participaron en cuatro largometrajes de cine, además de numerosas grabaciones de televisión. Sus películas iban del free cinema de A Hard day's night a la animación psicodélica de Yellow submarine, pasando por el delirio pop de Help! En 1970, la banda de Liverpool publica el álbum Let it be acompañado de un documental que recoge las sesiones de grabación, un proyecto impulsado por Paul McCartney en las horas más bajas del grupo, un año antes de disolverse, y que es capturado por las cámaras de Michael Lindsay-Hogg a lo largo de cincuenta y cinco horas de filmación. El director selecciona el material que da forma a una película de ochenta minutos, cuya distribución ha sido muy escasa debida a los reparos de los miembros supervivientes de la banda, quienes han expresado su disconformidad con el resultado que muestra la pantalla. El argumento oficial es que el montaje de Lindsay-Hogg es demasiado parcial y revela las desavenencias y tensiones que se viven en el estudio de grabación, rompiendo el ideal de camaradería y felicidad que identifica a los Beatles. Por lo tanto, sus admiradores han encontrado siempre dificultades para ver Let it be a causa de esa actitud paternalista que impide que los niños asistan a las discusiones de los mayores, no vayan a pensar que ya no se quieren.
En realidad, todo esto es producto de la mitología que despierta la banda. La película no contiene situaciones que no suelan formar parte de cualquier proceso creativo elaborado en equipo, más aún teniendo en cuenta la intensidad del tiempo compartido. La leyenda en torno a los Beatles ha impregnado Let it be de una connotación negativa que magnifica la disparidad entre Paul y George acerca de unos acordes de guitarra, por ejemplo, o la presencia contante en el estudio de Yoko Ono. Es bien sabido que los Beatles pasaban por entonces por momentos muy complicados, con deserciones temporales, falta de comunicación, lucha de egos, drogas... Son aspectos que estaban ahí, pero que apenas asoman en el film. Al contrario, predominan los momentos de cohesión, como la parte de jam session en la que interpretan un repertorio de canciones ajenas. Este segmento del film responde a la intención de recuperar la inmediatez y la naturalidad de los primeros tiempos, una idea verbalizada por McCartney en un par de ocasiones y que se concreta en la famosa actuación final en la azotea de los estudios Apple Corps. La primera mitad del Let it be presenta grabaciones, ensayos y esbozos del que será su siguiente disco, Abbey Road. Las circunstancias invirtieron el orden de publicación de estos dos trabajos e imprimieron en el subconsciente colectivo la sensación de que Let it be es un álbum de carácter casi fúnebre, el epitafio de una carrera genial.
Lo cierto es que ver hoy Let it be supone un placer inmenso para los seguidores de los Beatles y para cualquier aficionado a la música en general. La película está rodada con el estilo fly on the wall, es decir, sin que la acción se vea afectada por la presencia de las cámaras, que permanecen distantes en situación de testigos. Esto no permite alardes cinematográficos pero sí aporta verosimilitud y objetividad, dejando la asunción del punto de vista para la fase de montaje. Una técnica que aspira a la invisibilidad y que Lindsay-Hogg emplea aprovechando que existía cierta complicidad con los Beatles, ya que anteriormente habían trabajado juntos. Pero tras ver el documental es inevitable pensar en cómo sería el resultado de haber contado con otro director y otro montaje, una incógnita que al parecer tendrá pronto respuesta con motivo del 50 aniversario de Let it be. Será interesante comparar ambas películas y descubrir el nuevo material hasta ahora desconocido, algo semejante a la apertura de un tesoro enterrado durante medio siglo.
A continuación, una de las canciones incluidas en el largometraje, en directo para los viandantes de Londres desde la azotea de la calle Savile Row. Saquen el reclinatorio y suban el volumen:

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UN PEQUEÑO ROMANCE "A little romance" 1979, George Roy Hill

En la memoria del aficionado, George Roy Hill siempre ha figurado como el director de Dos hombres y un destino y El golpe. Pero más allá del éxito de estos dos títulos imperecederos, lo cierto es que la carrera del cineasta norteamericano está marcada por la irregularidad y por la búsqueda no siempre acertada de historias que aspiran a un público amplio. Buen ejemplo de ello es Un pequeño romance, película perteneciente a su última etapa y que se rueda en Europa a partir de una novela de Patrick Cauvin.
La acción principal se sitúa en París, ciudad donde se enamoran los jóvenes protagonistas. Él es un cinéfilo que proviene de una familia con apuros económicos, una versión de Antoine Doinel con el pelo rizado. Ella es una rica heredera interpretada por Diane Lane, en su primera aparición en la pantalla. El cuento se completa con la intervención de un viejo alcahuete que luce ademanes de lord y tiene los rasgos de Laurence Olivier, el cual induce a los muchachos a escaparse a Venecia para cumplir con una romántica tradición. Así leído, el argumento puede parecer de lo más edulcorado y sensible. Y en efecto, lo es. Pero Roy Hill no engaña a nadie, porque Un pequeño romance ofrece exactamente lo que promete: una fábula amorosa de carácter amable, diseñada para contentar a todos los espectadores sin escatimar en ternurismo (que no es lo mismo que ternura).
Aunque la fórmula se ha explotado numerosas veces y continúa vigente en películas como Moonrise Kingdom, lo cierto es que Un pequeño romance luce un estilo algo desfasado incluso para la época. Al contrario que Wes Anderson, Roy Hill ejerce como guardián de las tradiciones y se deja empapar por la nostalgia, con un humor muy blanco que desaprovecha algunas posibilidades del guion. Hay momentos divertidos y situaciones bien desarrolladas, pero en conjunto prevalece la sensación de haber llegado tarde. Puede que la misma propuesta del director realizada veinte años atrás hubiera devenido en una gran película, pero en pleno apogeo del nuevo Hollywood y con las carteleras ardiendo ante las irrupciones de Scorsese, Spielberg y Coppola, Un pequeño romance se antoja como un revival demasiado ingenuo en una industria que estaba reinventándose y buscando nuevas vías de expresión. George Roy Hill tampoco tiene reparos en mostrar aquí sus ideas (lanza dardos contra el cine de autor y alabanzas al cine clásico, representado en la figura de Broderick Crawford). Además, el director no demuestra complejos y se rinde homenaje a sí mismo, haciendo que el protagonista sienta fascinación por las películas de su autoría citadas al principio, sumadas a El carnaval de las águilas y a Robert Redford, uno de sus actores predilectos. Más que un caso de autoestima desmedida, parece el posicionamiento por parte de George Roy Hill dentro de un modo de hacer cine en pleno proceso de cambio.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por Georges Delerue. La prueba de que la apasionada cinefilia del chico protagonista es también la del director, amante del cine europeo en general y del francés en particular. Relájense y disfruten:

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KLAUS. 2019, Sergio Pablos

Después de una intensa trayectoria internacional trabajando como animador para algunos de los grandes estudios, Sergio Pablos decide dirigir su primer largometraje a través de su propia productora en España y con la distribución global de Netflix. Este cúmulo de situaciones vienen derivadas de una dedicación atenta y constante, lo cual se trasluce en el resultado de Klaus. Una película que, lejos de ejercer como el típico producto de consumo estacional aprovechando el automatismo de las tradiciones navideñas, nace con vocación de perdurar y de crear un punto de inflexión dentro del cine de animación en España. Y es cierto que lo consigue, por dos motivos principales:
El primero y más evidente es su atractivo estético. Pablos tiene una amplia experiencia en la creación de personajes, un talento que aquí se materializa mediante diseños de gran originalidad, tanto en los escenarios como en los numerosos seres que pueblan la trama. El empleo de técnicas para aplicar volumen a las figuras confiere al aspecto visual de Klaus una cualidad a medio camino entre las dos y las tres dimensiones, conjugando el estilo de la animación clásica con la innovación de las nuevas tecnologías.
El segundo motivo por el que destacar esta película es por su capacidad de renovar un tema tan explotado como es el de Papá Noel, Santa Claus, el Viejito Pascuero, San Nicolás... o como prefieran llamarle. A lo largo de los años se han realizado múltiples aproximaciones al personaje desde diversos ángulos, ya sea en animación como en imagen real. La mayoría de las veces, las propuestas de carácter conservador terminan cayendo en la reiteración y en la cursilería, mientras que las más novedosas acostumbran a emplear a Santa Claus como un accesorio, y no como un personaje con verdadera entidad. Así que el gran acierto de Klaus es el de dar sentido a los tópicos del personaje (el trineo tirado por renos, el traje rojo, el hábito de regalar juguetes...) por medio de actualizaciones que logran ser coherentes con el acervo de Santa Claus. Para dar credibilidad a toda esta ficción, Sergio Pablos y su equipo han creado a Jesper, un cartero cuya incompetencia es castigada con la obligación de repartir el correo en una lejana isla del Círculo Polar Ártico. El guion del film consigue que la leyenda y las invenciones se empasten con naturalidad, sin que nada resulte forzado, con mucho humor pero también con respeto por el material que se tiene entre manos.
Hay otras razones por las que valorar Klaus: la fluidez del ritmo narrativo, la sutileza y la comicidad para inculcar los inevitables mensajes dirigidos al público familiar... todo ello contribuye al acabado que luce el conjunto, del que solo cabe reprochar el pobre doblaje en español. Es apenas el único defecto apreciable en una película erigida ya como referente del cine de animación europeo, y que identifica a Sergio Pablos como un nombre a tener en cuenta en adelante.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Alfonso G. Aguilar. Poco más de tres minutos de dinamismo y vigor sinfónico acordes con el espíritu que mueve el film:

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VARDA POR AGNÈS. "Varda par Agnès" 2019, Agnès Varda

Poco antes de morir, Agnès Varda realiza un testamento en forma de documental en el que lega sus ideas y experiencias en torno al cine y la cultura. La nonagenaria autora hace un breve repaso por algunos de los títulos más significativos de su filmografía, aportando reflexiones que comparte ante un auditorio o frente a la cámara. Películas como Cléo de 5 a 7, La felicidad, Sin techo ni ley, Los espigadores y la espigadora, Rostros y lugares... son comentadas con el desenfado y la cercanía habituales de la directora, sin prescindir por ello del ingenio y la lucidez. Varda por Agnès es un particular autorretrato que sirve también como master class y como homenaje al público que le ha acompañado durante tanto tiempo, aunque el resultado es accesible para todos aquellos espectadores que busquen descubrir su obra.
Además de los detalles concernientes a la profesión, Varda repasa sus inquietudes personales y su matrimonio con Jacques Demy, su posición feminista o sus creaciones artísticas dentro de los ámbitos de la fotografía y la instalación, no en vano, entre las entidades que financian el film se encuentran la Fundación Cartier y el MoMA de Nueva York. Otra parte de la producción se ha llevado a cabo a través de crowdfunding, una práctica que ilustra el carácter popular al que aspira esta película amena y didáctica, que se aleja conscientemente de la gravedad que podría suponer el hecho de que se trate de un último trabajo.
Para completar sus palabras, Varda se hace acompañar de personas que han sido importantes en determinados momentos de su carrera como las actrices Sandrine Bonnaire y Jane Birkin, o la directora de fotografía Nurith Aviv, entre otros. Todos se congregan en torno a Varda para celebrar sus triunfos y también algún fracaso, como el encargo de realizar Las cien y una noches con motivo del centenario del nacimiento del cine. En definitiva, Varda por Agnès es un documental que recoge el espíritu de su creadora con astucia y dinamismo, el canto de cisne de quien ha sido una de las mujeres más relevantes de la cultura europea durante el último siglo.

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MULA. "The Mule" 2018, Clint Eastwood

La última etapa de Clint Eastwood como director es tan abundante en títulos como escasa en relevancia, si se compara con el conjunto de su obra. Por eso conviene detenerse en Mula, una de las pocas películas del veterano cineasta que sobresalen en los últimos años y que cuenta, además, con su participación como actor, un hecho que no se producía desde hacía una década con Gran Torino. Tal vez por ello la implicación personal de Eastwood haya sido mayor, ya que resulta fácil encontrar en Mula elementos en los que identificar su carácter y posición dentro de la industria, hasta el punto de que podría ser considerado un film confesional.
Para reconocer estas claves no hace falta irse muy lejos, solo acudir al argumento: un viejo jardinero especializado en cultivar flores de gran belleza (es decir, un artesano del cine que cuida con mimo sus películas) ve con el tiempo que las exigencias económicas ya no hacen viable su negocio ante la creciente amenaza de internet y la evolución del oficio (lo que se podría denominar Hollywood 3.0.) El hecho de que haya antepuesto siempre su profesión a la familia le deja también aislado en su entorno más cercano, así que acuciado por las deudas, decide comenzar a trabajar como transportista de estupefacientes a lo largo del país bajo las órdenes de una gran organización criminal, que valora su capacidad para no levantar sospechas en la carretera. Eso es lo que el personaje interpretado por Eastwood hará a partir de entonces, cumplir con la misión simple y rutinaria de ir encadenando portes de mula (cada espectador puede mencionar los títulos que le parezcan más indicados), sintiéndose a salvo del control de la ley (las cifras de la taquilla) y de sus propios jefes (las productoras que le financian), una actividad que le reporta tranquilidad y beneficios. El Eastwood de ficción y el de verdad solo deben hacer lo que mejor saben: conducir en el primer caso y hacer películas en el segundo. Todo va como la seda hasta el tercer acto, cuando se produce un cambio en la cúpula criminal y los nuevos mandatarios ya no toleran que su venerable empleado se salga del carril y aproveche la libertad concedida. Se impone la rigidez, algo que no encaja con el proceder del protagonista y entonces llega el enfrentamiento final entre la autonomía y la subordinación, entre la espontaneidad y el sometimiento ciego a las normas. A estas alturas de la trama, el público no necesita más pistas para deducir que Eastwood está empleando Mula como un vehículo para expresar su visión sobre lo que significa trabajar hoy en día en el mundo del espectáculo. En este sentido, el final de la película resulta de lo más revelador.
Puede ser que toda esta teoría no sea más que una manera de justificar una película sin aspectos destacables (si acaso, la fotografía de Yves Bélanger), que transcurre serenamente por la pantalla con una planificación y un ritmo funcionales, y la intervención de unos cuantos actores conocidos como Bradley Cooper, Dianne Wiest, Laurence Fishburne, Michael Peña o Andy García, entre otros. Ninguno de ellos deja para la posteridad personajes memorables, y es que más allá de su carácter simbólico y testimonial, Mula carece en su conjunto de sobresaltos o de puntos álgidos en los apartados técnicos y artísticos. Lo cual no tiene por qué ser malo, pero sí mejorable. El factor que más acusa la falta de brillantez es el de los antagonistas, bastante esquemáticos y definidos por el cliché. Una cosa es que la película adopte la apariencia de un cuento moral que ensalce los valores de la familia y el compromiso, y otra que se caiga en el estereotipo porque los guionistas hayan decidido tirar por la vía rápida a la hora de trasladar a la pantalla los acontecimientos reales en los que se basa el film. Mula funciona como una parábola para todos los públicos, lo que no debería servir para relajar el nivel de exigencia de sus espectadores ni, mucho menos, el de sus autores.
Así con todo, merece la pena tener en cuenta esta pequeña película por lo que representa dentro de la filmografía de Clint Eastwood. Una declaración de principios encubierta y un último reducto de honestidad para quien puede ser considerado un superviviente, no solo por longevidad, sino por capacidad de adaptación a un medio hostil y despiadado como es la industria norteamericana del cine.

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