MULA. "The Mule" 2018, Clint Eastwood

La última etapa de Clint Eastwood como director es tan abundante en títulos como escasa en relevancia, si se compara con el conjunto de su obra. Por eso conviene detenerse en Mula, una de las pocas películas del veterano cineasta que sobresalen en los últimos años y que cuenta, además, con su participación como actor, un hecho que no se producía desde hacía una década con Gran Torino. Tal vez por ello la implicación personal de Eastwood haya sido mayor, ya que resulta fácil encontrar en Mula elementos en los que identificar su carácter y posición dentro de la industria, hasta el punto de que podría ser considerado un film confesional.
Para reconocer estas claves no hace falta irse muy lejos, solo acudir al argumento: un viejo jardinero especializado en cultivar flores de gran belleza (es decir, un artesano del cine que cuida con mimo sus películas) ve con el tiempo que las exigencias económicas ya no hacen viable su negocio ante la creciente amenaza de internet y la evolución del oficio (lo que se podría denominar Hollywood 3.0.) El hecho de que haya antepuesto siempre su profesión a la familia le deja también aislado en su entorno más cercano, así que acuciado por las deudas, decide comenzar a trabajar como transportista de estupefacientes a lo largo del país bajo las órdenes de una gran organización criminal, que valora su capacidad para no levantar sospechas en la carretera. Eso es lo que el personaje interpretado por Eastwood hará a partir de entonces, cumplir con la misión simple y rutinaria de ir encadenando portes de mula (cada espectador puede mencionar los títulos que le parezcan más indicados), sintiéndose a salvo del control de la ley (las cifras de la taquilla) y de sus propios jefes (las productoras que le financian), una actividad que le reporta tranquilidad y beneficios. El Eastwood de ficción y el de verdad solo deben hacer lo que mejor saben: conducir en el primer caso y hacer películas en el segundo. Todo va como la seda hasta el tercer acto, cuando se produce un cambio en la cúpula criminal y los nuevos mandatarios ya no toleran que su venerable empleado se salga del carril y aproveche la libertad concedida. Se impone la rigidez, algo que no encaja con el proceder del protagonista y entonces llega el enfrentamiento final entre la autonomía y la subordinación, entre la espontaneidad y el sometimiento ciego a las normas. A estas alturas de la trama, el público no necesita más pistas para deducir que Eastwood está empleando Mula como un vehículo para expresar su visión sobre lo que significa trabajar hoy en día en el mundo del espectáculo. En este sentido, el final de la película resulta de lo más revelador.
Puede ser que toda esta teoría no sea más que una manera de justificar una película sin aspectos destacables (si acaso, la fotografía de Yves Bélanger), que transcurre serenamente por la pantalla con una planificación y un ritmo funcionales, y la intervención de unos cuantos actores conocidos como Bradley Cooper, Dianne Wiest, Laurence Fishburne, Michael Peña o Andy García, entre otros. Ninguno de ellos deja para la posteridad personajes memorables, y es que más allá de su carácter simbólico y testimonial, Mula carece en su conjunto de sobresaltos o de puntos álgidos en los apartados técnicos y artísticos. Lo cual no tiene por qué ser malo, pero sí mejorable. El factor que más acusa la falta de brillantez es el de los antagonistas, bastante esquemáticos y definidos por el cliché. Una cosa es que la película adopte la apariencia de un cuento moral que ensalce los valores de la familia y el compromiso, y otra que se caiga en el estereotipo porque los guionistas hayan decidido tirar por la vía rápida a la hora de trasladar a la pantalla los acontecimientos reales en los que se basa el film. Mula funciona como una parábola para todos los públicos, lo que no debería servir para relajar el nivel de exigencia de sus espectadores ni, mucho menos, el de sus autores.
Así con todo, merece la pena tener en cuenta esta pequeña película por lo que representa dentro de la filmografía de Clint Eastwood. Una declaración de principios encubierta y un último reducto de honestidad para quien puede ser considerado un superviviente, no solo por longevidad, sino por capacidad de adaptación a un medio hostil y despiadado como es la industria norteamericana del cine.