Mi amigo el gigante. "The BFG" 2016, Steven Spielberg

Mucho se ha hablado de Steven Spielberg como director y productor, pero poco de su faceta como adaptador de novelas al cine. Y eso que la mitad de su extensa filmografía tiene un origen literario. A grandes rasgos, se podría decir que Spielberg ha adaptado mayoritariamente a autores anglosajones del siglo XX (Crichton, J.G. Ballard, Alice Walker, K. Dick), sin desdeñar los acontecimientos reales (La lista de Schindler, Atrápame si puedesLa terminal, Munich). No hay asomo en su carrera de adaptaciones provenientes del teatro, pero sí de una única incursión en el cómic (Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio). Se puede rechazar, por lo tanto, la existencia de un patrón establecido más que el propósito de satisfacer al gran público con buenas dosis de acción y de drama.
Tras cuarenta y cinco años de trayectoria, Spielberg adapta por primera vez un cuento infantil con el sello del escritor Roald Dahl. Y lo hace siendo fiel al autor británico, pero sobre todo siendo fiel a sí mismo. Mi amigo el gigante es un fabuloso divertimento que inaugura la asociación entre el director y el estudio Disney, dos iconos dentro de la industria de Hollywood. Ninguno cede en su terreno. Spielberg proporciona su oficio de cineasta recio y meticuloso, y Disney la personalidad de un proyecto diseñado para complacer a toda la familia. Un objetivo que se cumple gracias a la espectacularidad de las imágenes y al poder de evocación que desprende la película en todo momento.
Spielberg cuenta con su equipo habitual (John Williams en la música, Janusz Kaminski en la fotografía y Michael Kahn en el montaje) para aportar humanidad a un proyecto en el que la tecnología cumple un papel importante. Buena parte de lo que se ve en la pantalla está generado digitalmente, una circunstancia que el director maneja con inspiración y talento. Las posibilidades cinéticas del relato son potenciadas por el director buscando el espectáculo, pero también la emoción. De esta manera, Mi amigo el gigante consigue zafarse del tedioso escaparate de efectos especiales en el que ha desembocado el género fantástico en los últimos tiempos. La labor del director, la adaptación de Melissa Mathison y la interpretación de los actores tienen gran responsabilidad en ello.
Mathisson pone el acento en los aspectos más llamativos del texto original, intercalando las escenas de acción con los diálogos. Los actores se encargan de ponerles carne, unos de forma natural (Ruby Barnhill, Penelope Wilton) y otros de forma simulada (Mark Rylance, Jemaine Clement). El resultado es compacto y creíble, la mayoría de las veces deslumbrante. Por fortuna, el espesor de las ramas permite ver el contenido del bosque, trasladando a los espectadores más jóvenes (y no tanto) la moraleja del cuento de Dahl.
Otro de los puntos fuertes de la película es el referido al diseño artístico de los escenarios y los personajes. La recreación de ambientes es tan exuberante que apenas deja descansar los ojos del público, con un Londres dickensiano y unos espacios naturales que magnifican las ilustraciones originales de Quentin Blake. La película alcanza sus cotas más altas de comedia durante el tercer acto, en el palacio de la reina de Inglaterra. Para entonces, el relato aminora el ritmo e incluso se recrea en sus propios hallazgos formales.
En suma, Mi amigo el gigante salda una vieja deuda que Steven Spielberg había contraído con Roald Dahl y supone el reencuentro del director norteamericano con el público infantil, demostrando que sigue en plena forma y con capacidad para convertir en cine la literatura de ahora y de siempre.

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Anomalisa. 2015, Charlie Kaufman y Duke Johnson

En el año 2008, Charlie Kaufman debutó en la dirección con Synecdoche, New York, una película que prolongaba el universo creativo de su etapa como guionista para Spike Jonze y Michel Gondry. El resultado fue una genialidad con vocación kamikaze, la confesión de sus obsesiones artísticas.
Siete años después, Kaufman vuelve a ponerse tras la cámara en compañía del realizador Duke Johnson, esta vez con un film de animación en stop motion. Pero el cambio de técnica no es la única sorpresa que depara Anomalisa. El cineasta hace un ejercicio de depuración respecto a su obra anterior, barroca y compleja, sin atenuar por ello el discurso. El pesimismo lúcido sigue ahí, impreso en cada fotograma, la diferencia es que ahora se expone con sencillez y de manera directa. Kaufman simplifica su estilo y toma atajos donde antes construía laberintos narrativos. ¿Búsqueda de un público más amplio, concesión a la taquilla? De ninguna manera. Se trata más bien de concretar la retórica y la línea de pensamiento que el director había practicado hasta entonces, plagada de esquinas y de rincones oscuros. Lo que no significa que Anomalisa sea una película simple.
El argumento contiene pocos personajes y escenarios muy localizados, como si fuese una pequeña pieza de cámara. Además, el protagonista posee el perfil clásico dentro del imaginario kaufmaniano: el genio en estado de quiebra emocional, a la búsqueda de sí mismo y de un amor que le redima. Historia de soledades y de derrotas, Anomalisa deja entrever un cargamento sentimental que no requiere más explicaciones que las que exige el relato. En este sentido, se parece más a un cuento que a una novela. Conviene no revelar demasiados detalles de la trama, solo decir que los admiradores de Kaufman volverán a encontrar motivos de regocijo y algunos guiños que el director parece dedicarles ex profeso.
Kaufman pone especial esmero en el tempo narrativo y en dotar de humanidad una técnica de animación hiperrealista que conjuga bien con el espíritu del film. Los decorados, el vestuario, la iluminación... cada elemento está representado con detalle, sin filigranas pero con inspiración. La música de Carter Burwell interviene de forma decisiva en la atmósfera lacónica y tristona que envuelve Anomalisa, una joya capaz de comprimir el carácter peculiar y fascinante de Charlie Kaufman.

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Amy. 2015, Asif Kapadia

Lo malo de las biografías es que siempre se sabe cómo terminan. En el caso de Amy Winehouse, solo podía ser mal. Sus últimos meses de vida fueron un desastre retransmitido en directo que prueba, una vez más, que el éxito profesional no es sinónimo de felicidad. Este contraste sostiene el argumento de Amy, biopic sobre la breve pero intensa trayectoria de la cantante británica.
Era cuestión de tiempo que la historia fuese llevada a la pantalla. Transcurridos cuatro años de la muerte de Amy Winehouse, el proyecto toma forma de documental de la mano de Asif Kapadia. El director cuenta con una basto material proveniente de grabaciones caseras, entrevistas y fragmentos televisivos, para completar un mosaico apasionante y revelador. A pesar de su juventud, Winehouse hizo correr ríos de tinta y generó infinitas imágenes, unas de gloria y otra de derrota. El documental sabe equilibrar ambos términos sin chapotear en el sensacionalismo que critica el argumento, mostrando respeto por el personaje pero sin eludir los aspectos más incómodos de la crónica de una muerte anunciada.
No hay frialdad en el discurso de Kapadia. La película toma partido y señala a los culpables: el padre oportunista, el marido aprovechado, los medios voraces... pirómanos que prendieron fuego sobre un terreno altamente inflamable. Tampoco la protagonista queda exenta de culpa. Sus pecados fueron la vulnerabilidad del sentimiento a flor de piel y la predisposición a todo aquello que podía hacerle daño. Como Janis Joplin o Billie Holiday, Winehouse recorrió el lado salvaje de la vida derrochando compulsiones y talento. La película hace un recorrido pormenorizado por las aventuras y desventuras de la artista de forma lineal, mezclando el reportaje con el artículo de opinión, la exclusiva con el análisis. Es en este mestizaje donde Amy encuentra su propia voz y logra captar el interés de devotos y profanos.
Si el montaje de cualquier película supone un acto de selección y de descarte, en el caso de Amy cobra protagonismo por lo ingente del material y por la adopción de un punto de vista que nunca es equidistante. Por eso puede ser considerado un documental de autor. Kapadia cuenta su versión de la historia, probablemente la más triste y la más honesta con el personaje. Un retrato nada hagiográfico que hace justicia al inmenso talento de una artista que se marchó demasiado pronto, el último juguete roto de la depredadora industria del espectáculo.

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