Cine al fin. "Cinema a la fi" 2011, Meritxell Soler y Julián Vázquez

Cine al fin pertenece a la categoría de los documentales de autor que durante los últimos tiempos han prosperado en España, país tradicionalmente poco dado a la experimentación. Una tendencia que de forma aislada pero constante va materializándose en películas como Mapa, La casa Emak Bakia, Paradiso o Ensayo final para utopía, fogonazos que iluminan con su rebelión y su audacia las escasísimas pantallas donde llegan a estrenarse.
Meritxell Soler ejerce no sólo como directora, sino también como guía del viaje que retrata Cine al fin. En compañía de su pareja Julián Vázquez, encargado de llevar la cámara y coautor del film, recorren el sur de Argentina tras la pista de los últimos cines de la tierra: viejas salas abandonadas por el desuso, reconvertidas en supermercados o remodeladas por dueños heroicos. El periplo termina en la provincia de Tierra de Fuego, conocida como "el fin del mundo", lugar donde Soler y Vázquez acuden para encontrar el cine más meridional de América. Lejos queda la pequeña sala donde se inicia la película, en la localidad catalana de La Garriga, pueblo natal de la directora. Allí la propia Soler conversa con el propietario de la sala, todo un superviviente que observa con tristeza el ocaso de un oficio condenado a extinguirse.
Es en esta primera parte donde Cine al fin vuela más alto. Soler y Julián alcanzan el equilibrio perfecto entre lo cotidiano y lo lírico durante el primer tercio del film, pero según transcurre el metraje la balanza se va inclinando hacia el lado de la introspección y el relato se hace cada vez más críptico. El costumbrismo deja paso al realismo poético, una opción aceptable siempre y cuando no implique cortar los vínculos con el espectador y abandonar la frescura. Es por eso que Cine al fin no resulta tan prometedora como su planteamiento hacía prever, entre otras cosas porque diluye su discurso al tiempo que avanza la narración. En el aspecto formal, Cine al fin peca de cierto amateurismo, de una sensación de improvisación que a veces revela ingenio y otras veces desidia. Hay abundantes recursos de montaje (acelerados de imagen, segmentos rodados en 8 mm.) que no siempre resultan justificados, y que parecen obedecer más a imperativos estéticos que de contenido.
Todo lo dicho redunda en una conclusión: Cine al fin no es una gran película, pero por fortuna tampoco lo pretende. En cualquier caso, debe tenerse en cuenta este pequeño documental a la hora de hacer balance de los órdagos a la industria por parte de cineastas radicales como Meritxell Soler y Julián Vázquez. Ambos repetirían la fórmula en un film posterior, Movie, trasladando su propuesta hasta los aledaños de Hollywood. El mundo visto a través de una mirada diferente, reposada y rompedora, pero siempre con voluntad de ver más allá de las convenciones. Bienvenida sea.

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La gata negra. "Walk on the wild side" 1962, Edward Dmytryk

Edward Dmytryk nunca quiso resultar amable. Su cine no pretendía contentar al espectador ni servirle de bálsamo. Al contrario, películas como Encrucijada de odios, Lanza rota o El motín del Caine abrieron heridas mostrando aquello que otros ocultaban: la América incómoda, doliente y agria que poco a poco se desperezaba del sueño del New Deal. Para esquivar la censura todavía vigente del código Hays, cineastas como Dmytryk, Losey o Kazan practicaron el cine de género y disfrazaron sus alegatos con los ropajes del western, el drama y, sobre todo, del noir, recurriendo en muchas ocasiones a la adaptación de novelas de contenido social. Este es el caso de La gata negra.
El director aprovecha el original literario de Nelson Algren para levantar las alfombras de la prosperidad y mostrar lo que se esconde debajo: miseria, precariedad laboral, prostitución, crimen organizado, sexualidad reprimida... todo cabe en esta película que es un mazazo en la conciencia de los biempensantes. Sin embargo, el director no se vale de estos elementos para generar escándalo ni buscar el morbo fácil, sino para reflejar la doble moral y las contradicciones de un país que estaba a punto de embarcarse en la guerra de Vietnam y que se enfrentaba a la crisis de los misiles en Cuba.
La gata negra se parece a cualquiera de los dramas sureños de Tennessee Williams, tal vez un poco más sofisticado. Lo que comienza siendo un retrato de los damnificados de la Gran Depresión, poco a poco va derivando en un drama romántico con ribetes de cine negro hasta desembocar en el thriller fatalista. Cada uno de estos momentos se corresponde con la irrupción de un personaje femenino que adopta los rasgos de Jane Fonda, Anne Baxter, Capucine o Barbara Stanwyck según avanza la narración. Diferentes modelos de mujer, encarnados por diferentes actrices procedentes de distintas escuelas interpretativas. Se detecta un relevo generacional (Stanwyck daba sus últimos coletazos en la gran pantalla, mientras que Fonda se iniciaba), lo que convierte el film en una bisagra que une el clasicismo con la modernidad, la contención con la soltura. Las cuatro mujeres se cruzan en el camino del personaje masculino que representa Laurence Harvey, trotamundos con vocación de náufrago que busca aferrarse a la tabla de salvación de un amor imposible. El romanticismo de la trama encuentra su expresión en los diálogos, con algunos parlamentos de marcado acento poético que no caen nunca en la sensiblería y donde suenan frases contundentes como "Mi religión es una mujer" o "El amor se acerca con pasos silenciosos".
La envoltura estética de La gata negra supone uno de sus máximos atractivos, gracias a la plasticidad de los decorados y a la fotografía en blanco y negro de Joseph MacDonald. Ambos aspectos se ven reforzados por la dirección de Dmytryk, quien mueve la cámara con esa rara mezcla entre la agilidad y la discreción que identifica a los que dominan la puesta en escena. Sin embargo, lo mejor que se puede decir de La gata negra es que no es una película perfecta. A veces incurre en ciertas arritmias, hay detalles de guión algo impostados y una falta de prudencia que roza la temeridad. Pero lejos de quebrar los cimientos del film, estas grietas dejan pasar ráfagas de lirismo y de misterio, demostrando que también las irregularidades pueden embellecer el conjunto. La hermosa partitura de Elmer Bernstein envuelve La gata negra con evocaciones de la ciudad de Nueva Orleans, escenario principal de la historia, intercalando los pasajes sinfónicos con la música de jazz. Un banda sonora que ayuda a transmitir la sensación de triste espejismo y de ensueño que destila esta película bien producida, bien dirigida y bien interpretada, que no obstante mantiene todavía hoy su carácter maldito.
A continuación, la secuencia de créditos que abre el film, obra del genial Saul Bass. Relájense y disfruten:

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Las cruzadas. "The crusades" 1935, Cecil B. DeMille

El nombre de Cecil B. DeMille está inevitablemente asociado a las grandes producciones de carácter épico y al sistema de estudios que él mismo ayudó a crear. Algunas de sus películas más ambiciosas explotaron la fórmula de "Sangre, Sexo y Biblia" ensayada con anterioridad por cineastas como Pastrone o Griffith, una ecuación que DeMille perfeccionó para convocar al público en los cines. Las cruzadas es un buen ejemplo de ello. Detrás del boato y la fastuosidad, nos encontramos con un panegírico a mayor gloria de la fe cristiana y de los valores que representa. Como si la propia cruzada que narra el film se extendiese por las salas en las que fue estrenada a mediados de los años treinta, en plena ola conservadora tras la imposición del código Hays. Los espectadores de entonces y los de ahora saben que cualquier lección se aprende mejor si está bien expuesta. Y DeMille era perfecto para impartir doctrina.
La doble faceta del cineasta como director y productor permite que sus películas sean al mismo tiempo espectáculos grandiosos y narraciones exigentes, sin que exista diferencia entre una cosa y otra. Como es habitual, los decorados empleados por DeMille conservan la teatralidad propia del cine mudo y el sentido pictórico de artistas como John Martin o Gustave Doré, sin caer por ello en la mera ilustración de acontecimientos históricos. En sus films, imagen y contenido forman un mismo corpus. DeMille extrae de la puesta en escena valores narrativos, a través de los emplazamientos de cámara y del movimiento de los actores en el plano. Sobra decir que el esforzado trabajo del equipo técnico y artístico de Las cruzadas tiene su reflejo en la pantalla, un lienzo donde los momentos íntimos y las escenas de grandes masas adquieren el mismo calado.
Los actores responden con creces. Loretta Young y Henry Wilcoxon resuelven con éxito sus personajes de Berenguela de Navarra y Ricardo Corazón de León, dentro un largo elenco que incluye a ilustres secundarios como Alan Hale o Aubrey Smith. Todos encarnan arquetipos que permiten que la trama se siga con interés y rebajan la solemnidad del conjunto empleando abundantes recursos de comedia. DeMille siempre supo rodearse de buenos colaboradores, por eso su labor como director muchas veces se asemeja más a la del maestro de ceremonias de un enorme circo en el que intervienen el drama y el humor, la acción y la emoción, la historia y el entretenimiento...
Es muy común que la aparatosidad del cine de Cecil B. DeMille haga pasar desapercibido su talento como narrador, siempre al servicio del guión y buscando la satisfacción de un público amplio. Por eso más allá del ruido y de los fastos, merece la pena detenerse en películas como Las cruzadas. Aunque requieran cierta predisposición del público para dejar a un lado su propaganda religiosa y su carga moral, son el mejor ejemplo de un cine extinguido que, por suerte o por desgracia, no ha de volver jamás. Una exhibición del esplendor de Hollywood en sus años dorados.

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Tomorrowland: El mundo del mañana. 2015, Brad Bird

El cine familiar es un terreno con márgenes poco definidos en el que caben todas aquellas películas cuyo argumento no ofende ni a la integridad del adulto ni a la inteligencia del niño. Es cine que favorece el encuentro generacional y al que se le presupone una capacidad para propagar valores positivos apelando a la diversión y al entretenimiento. En mayor o en menor medida, los grandes estudios tratan de cumplir su cuota de cine familiar porque conocen la rentabilidad del producto y su perdurabilidad en el tiempo, en comparación con otros modelos más acotados y coyunturales. Si hay una compañía especializada en el cine familiar es sin duda Disney, lo que le ha valido la admiración y la desconfianza de una audiencia global. Para muchos es una garantía de calidad y una marca de la que poder fiarse, para muchos otros supone un ejemplo de imperialismo mercantil y de colonización cultural. En ambos casos queda patente la identificación del nombre de Disney con una forma de hacer cine cuyos límites entre la ficción y la conciencia, la narrativa y la ideología, suelen confundirse.
La película Tomorrowland: El mundo del mañana es el paradigma del perfecto cine familiar. Ciencia ficción, drama, comedia, acción... cada uno de los ingredientes participa del relato con equilibrio e inteligencia, buscando la satisfacción del espectador sin recurrir a obviedades. Para ello nadie mejor que Brad Bird, director de comprobada solvencia que cuenta en su haber con joyas como El gigante de hierro o Los Increíbles. A pesar de lo aparatoso de la producción, Bird consigue imponer su estilo tanto en el guión como en la planificación. Los aficionados reconocerán sin dificultades el humor y el dinamismo heredados del cine de animación que dio prestigio al director de Ratatouille, y que extiende su sombra hasta Tomorrowland. Para ello se rodea de pesos pesados como el montador Walter Murch, el director de fotografía Claudio Miranda y el compositor Michael Giacchino, nombre con el que Bird forma una fructífera asociación desde hace años y que deja en Tomorrowland una prueba de su talento para alternar las piezas vigorosas con las melodías íntimas.
En el apartado artístico, el film se ve favorecido a partes iguales por la veteranía y la juventud de su plantel de actores. Entre los primeros figura un George Clooney tan eficaz como de costumbre, que comparte canas en la pantalla con Hugh Laurie. Los jóvenes están representados por Britt Robertson, intérprete que muestra aquí sus aptitudes cómicas, y por Raffey Cassidy, verdadero prodigio que resuelve y amplía las posibilidades de su personaje.
Se diría que con todos estos elementos, Tomorrowland sólo podía salir bien. La experiencia demuestra que es precisamente en proyectos grandilocuentes como éste donde se estrellan muchos directores. A la complejidad del guión se une una dirección artística de enorme peso en la trama, dos aspectos sobre los que Brad Bird logra imprimir su carácter. En ningún momento deja que la historia se le vaya de las manos y que los efectos especiales, al contrario de lo que suele suceder, terminen por gobernar la película. Los personajes evolucionan de forma coherente y hay un desarrollo dramático que desemboca en la oportuna moraleja acerca de la responsabilidad por mantener el orden mundial y el respeto hacia la naturaleza. Cuestiones loables que introducen en Tomorrowland un mensaje provechoso para niños y mayores. En definitiva, cine familiar de altura que debería ser tomado en cuenta como referente.
A continuación, un resumen de la breve pero intensa carrera de Brad Bird hasta la fecha. A los aciertos ya conocidos se suma la promesa de los grandes momentos que están por llegar, el futuro de un cineasta empeñado en dignificar el cine comercial con ingenio e imaginación:

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Electric Boogaloo: La loca historia de Cannon Films. "Electric Boogaloo: The wild, untold story of Cannon Films" 2014, Mark Hartley

La nostalgia de los años ochenta llega también al documental. El director australiano Mark Hartley continúa escudriñando los horizontes del cine de explotación en su época más fértil, cuando la independencia comenzaba a definir un estilo y la censura había desaparecido de las pantallas. Tras dos incursiones en las filmografías más casposas rodadas en su país de origen y en Filipinas (los documentales Not Quite Hollywood y Machete Maidens Unleashed!), Hartley se adentra en unos de los templos sagrados del cine basura: el estudio Cannon Films.
Electric Boogaloo: la loca historia de Cannon Films ofrece lo que promete, una jugosa colección de anécdotas contadas por quienes tuvieron la oportunidad de trabajar en la compañía. Guionistas, actores, directores… es una lástima que falten los dos protagonistas principales, Menahem Golan y Yoram Globus. Como es habitual, los fundadores de Cannon pusieron en marcha un proyecto paralelo con el ánimo de sacar tajada, el documental The Go-Go Boys, dedicado a ensalzar las virtudes de la casa. Electric Boogaloo pretende lo contrario, hacer leña del árbol caído y mofarse de la pareja de primos empresarios. Para ello cuenta con los testimonios de artistas resentidos como Richard Chamberlain, Bo Derek o Dolph Lundgren, agraviados por figurar en los créditos de películas espantosas que, todo hay que decirlo, en su día les reportaron fama y dinero. El hecho de que Hartley no haya conseguido convocar a las verdaderas estrellas del estudio, Chuck Norris, Sylvester Stallone o Jean-Claude Van Damme, pone en duda el argumento que defiende la película, basado en el ataque a un modelo empresarial irresponsable capaz de maquillar las cuentas para mantener su sistema productivo. Aunque la expresión "sistema productivo" adquiere aquí muchos matices.
Es verdad que Cannon facturó más de trescientos títulos en apenas tres décadas de trayectoria, comenzando en Israel, país de procedencia de Golan y Globus, donde se especializaron en material de relleno para las sesiones dobles. Después llegó el salto a Hollywood, escenario en el que Cannon siempre supuso una extravagancia de nuevos ricos carentes de ingenio y sofisticación. Allí conocieron el éxito y el posterior ocaso, y entre medias, un sinfín de grandes producciones con presupuestos ajustados y toneladas de vulgaridad que atraía como moscas al público de los extrarradios. Por no mencionar la eclosión del vídeo doméstico, hábitat natural de la mayoría de los títulos de Cannon. Como se dice en Electric Boogaloo: "si algo salía bien era por casualidad". Estas excepciones venían firmadas por Cassavetes (Corrientes de amor) o Konchalovsky (El tren del infierno). El resto pertenece a la categoría de películas para olvidar: Yo soy la justicia, Desaparecido en combate, Cobra, el brazo fuerte de la ley, Superman IV, Masters del Universo... y un largo etcétera que podría abastecer a varias galerías de los horrores.
Por todo esto, el visionado de Electric Boogaloo resulta de lo más estimulante. El ingente material con el que cuenta Hartley salpica la trama de apuntes cómicos, curiosidades e información que arroja luz sobre una época muy determinada de la industria del entretenimiento. Sin embargo, la decisión de prescindir de un narrador en off o de un conductor del relato obliga a introducir muchas voces en el documental, tal vez demasiadas. La sobreabundancia de participantes termina por provocar cierta sensación cacofónica, y la constatación de que en lugar de sumar, el exceso de opiniones en pantalla puede restar contundencia y hacer que el relato gire sobre sí mismo. El guión incide en el detalle más que en la visión de conjunto, y antepone el espectáculo al rigor que se le presupone a un documental tan elaborado como éste. Así, Electric Boogaloo necesitará ser completado por el reverso de la moneda (The Go-Go Boys) para una valoración contrastada acerca de Cannon Films.
A la labor de Mark Hartley como director y guionista se le puede achacar una indulgencia un tanto forzada en el desenlace. Resulta paradójico que después de haberse ensañado durante todo el metraje con Golan y Globus, al final decida enmendarlos bajo la excusa de que, en realidad, eran amantes del cine que intentaron realizar sus sueños huyendo de la ortodoxia. O como también se oye decir en el film: "el estilo Cannon consistía en hacer algo grandioso de muy mal gusto". En suma, Electric Boogaloo depara cien minutos de entretenimiento en bruto que hará sonreír a todos aquellos que rondan la cuarentena para confirmar que, efectivamente, cualquier tiempo pasado no siempre fue mejor.

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