Leonera. 2008, Pablo Trapero

El género carcelario cuenta con una larga tradición en el cine. Pocos escenarios como la prisión pueden escenificar un microcosmos en el que reproducir los males de la sociedad a pequeña escala. Los directores Mervyn LeRoy, Jacques Becker, Don Siegel o Jim Jarmusch entre muchos otros han narrado el drama del encierro desde perspectivas diferentes, siempre tratando de romper la unidad de lugar y afrontando el reto que supone manejar a un buen número de personajes en un espacio limitado. El argentino Pablo Trapero contribuye a engordar la lista con Leonera, una de las películas más concisas y emocionantes dentro de esta particular clasificación.
El quinto largometraje de Trapero escapa del predominio masculino propio del cine de cárceles y traslada la acción a un módulo especial de mujeres. Se trata de una unidad donde las reclusas están embarazadas o comparten el cautiverio con sus hijos. Allí es ingresada Julia tras haber sido acusada del asesinato de su novio, de quien espera un niño. La película retrata la cotidianidad entre rejas de esta joven que se agarra al cariño del pequeño Tomás como un recurso para mantener la cordura en medio del horror. Trapero tiene la habilidad de manipular el material sensible del guión sin caer en el melodrama ni en lo escabroso, tratando con honestidad al público y a los personajes.
Leonera contiene algunas constantes del director (alternancia entre escenas de montaje y planos secuencia), y sabe mantener el tono comedido sin renunciar a la emoción. Sobre esta fina línea hace equilibrios Martina Gusman, actriz cuya interpretación entregada y poderosa sostiene el film. Su mirada alberga incertidumbre, miedo, rabia, entereza... y un amplio abanico de sensaciones que ella vuelve reales. La Julia que encarna es en verdad la figura de cualquier mujer encerrada, por eso su drama llega tan directamente al espectador. Sin alardes ni altisonancias, de forma sencilla pero nunca simple. Gusman borda aquí uno de sus grandes trabajos, y vuelve a demostrar la sintonía que le une con Trapero (Nacido y criado, Carancho, Elefante blanco). El director asume el riesgo de no explicar si Julia es inocente o culpable, una información esencial en la mayoría de films judiciales y carcelarios. Esta decisión no compromete la credibilidad de Leonera ni evita la identificación entre el personaje y el público, es más, se diría que la refuerza.
La película narra la difícil relación de una madre con su hijo en un entorno hostil a los afectos, y todo lo demás es omitido o contado en susurros: los vínculos que unen a Julia con el hombre que declaró contra ella, con las demás internas, con sus abogados... todo está ahí, pero sin entorpecer la trama principal. Pablo Trapero es consecuente también en su forma de rodar. Su estilo es limpio y conciso, con el pulso que le caracteriza. No deja que la planificación se imponga sobre el relato y sabe mantener la tensión durante todo el metraje. Leonera es un ejemplo más del talento de este director que es ya uno de los más destacados de la industria argentina. Un autor con una personalidad reconocible y con muchas cosas que contar. Así sea.

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El cuarto poder. "Deadline USA" 1952, Richard Brooks

A principios de los años cincuenta, el guionista Richard Brooks debutó en la dirección envuelto en la aureola de profesional serio y capacitado. Los textos que había escrito para Siodmak, Dmytryk o Huston así lo acreditaban, además de los galones que adquirió como documentalista y combatiente durante la 2ª Guerra Mundial. Lo que nadie podía sospechar es que siendo apenas un novato alcanzaría a dirigir películas de la madurez de El cuarto poder. Dos años de experiencia bastaron para que Brooks realizase uno de los más emotivos homenajes al periodismo jamás filmado.
La historia comienza cuando en la redacción del The Day se conoce la noticia del cierre del periódico Después de tres décadas defendiendo una línea editorial honesta e independiente, el medio va a ser absorbido por un grupo empresarial de la competencia. Sin nada que perder, el director del diario decide emprender una carrera a contrarreloj para desenmascarar a un poderoso criminal al que la justicia todavía no ha podido echar el guante. En menos de noventa minutos de duración, el protagonista tratará de revelar una trama delictiva, salvar el periódico y recuperar el amor de su ex mujer. Todo sale adelante gracias al talento de Brooks como narrador y a su habilidad para conjugar un buen número de personajes y de situaciones con la mayor concisión posible.
El cuarto poder está contada con pulso y un gran dominio del tempo cinematográfico, dejando claro que detrás de la cámara hay alguien que conoce bien el terreno. Además de escritor, Brooks también fue periodista, y algo de esa experiencia se refleja en la película. El perfil de los personajes, el ambiente de la redacción, las costumbres y los clichés del oficio... todo encuentra su lugar en la pantalla de forma natural y coherente. El guión del propio Brooks es una sucesión de diálogos certeros, llenos de inspiración literaria sin perder por ello la fluidez. Claro que para que esto funcione es necesario un elenco capaz de apropiarse del texto. En el reparto figuran los nombres de ilustres veteranos como Ethel Barrymore y Ed Begley, junto a estrellas emergentes como Kim Hunter y actores poco conocidos seleccionados con acierto. Al frente de todos ellos, un Humphrey Bogart en estado de gracia. El intérprete borda una vez más el papel de idealista cínico y desencantado que tan buen resultado le dio en Casablanca, hasta el punto de que en vez de representar al personaje, parece que es el personaje el que representa a Bogart. Ambos se funden en pasmosa sintonía y empujan a El cuarto poder hasta cotas muy altas.
Tanto la puesta en escena como el desarrollo de la acción caminan siempre de la mano, permitiendo que Brooks se luzca en los momentos de máxima tensión dramática. La película contiene secuencias difíciles de olvidar: el funeral ebrio en el bar atestado de periodistas, los alegatos en favor de la libertad de prensa, la puesta en marcha de las rotativas... son instantes que quedan grabados en la memoria del espectador gracias al buen hacer de los actores, al acabado técnico y artístico, y a la labor del director. Richard Brooks volvió a hacer grandes películas, algunas de ellas también relacionadas con el mundo del periodismo (El fuego y la palabra, A sangre fría), pero sin duda El cuarto poder ocupa un lugar fundamental que debe ser reivindicado. Una película emocionante y necesaria, que conserva vigente su voluntad de denuncia.

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El club. 2015, Pablo Larraín

Hacer cine es llegar a un acuerdo entre lo que se quiere contar y cómo contarlo, establecer un diálogo entre el fondo, la forma y su incidencia en la narración. Por eso resulta tan fascinante encontrar películas como El club, que plantean un debate acerca del continente y el contenido.
Comencemos por el contenido: una casa situada en la costa de Chile alberga a un grupo de sacerdotes apartados por sus debilidades carnales. Allí llevan una vida apacible, ocupada en sus rutinas y en el entrenamiento de un galgo de competición. Hasta que un día, reciben la llegada de un cura que vendrá a revivir sus pecados del pasado. El tema es lo suficientemente llamativo como para no necesitar subrayados y tan escabroso como para no requerir ningún morbo adicional. Se trata de un argumento valiente y controvertido, un reto para cualquier autor.
Semejante historia requiere el continente adecuado, algo que Pablo Larraín cuida desde la dirección. El club denota su voluntad de estilo desde la primera escena, a través de unas imágenes con fuerte personalidad. Casi toda la película está filmada con lentes angulares, a contraluz y con la cámara en movimiento, una propuesta que rompe con el intimismo que se le presupone a producciones como ésta. Larraín plantea en su quinto largometraje el retrato de una realidad que suele ocultarse y que él visibiliza en el escenario de una casa con seis personajes. Al contrario de lo que cabría esperar, la película rehuye las influencias teatrales por medio de una planificación dinámica y algo barroca, con composiciones de aliento pictórico y un personalísimo tratamiento de la luz que firma el director de fotografía Sergio Armstrong.
Definidos el fondo y la forma, queda ver cómo afectan al relato. Y aquí hay que partir de una evidencia: nadie en su sano juicio puede estar a favor del abuso de menores. Por lo tanto, parece gratuito el esfuerzo de Larraín por acentuar su desprecio hacia los personajes mediante la distorsión visual y el exceso. Los actores están siempre al borde de la sobre actuación, como si hiciese falta la caricatura para dejar clara la monstruosidad de los personajes. No es necesario. Un tono más templado hubiese favorecido el resultado final de El club, sin hacer por ello menos contundente la denuncia.
A pesar de todo, es innegable que el film se sigue con apasionamiento. El carácter de sus imágenes reforzado por la banda sonora de Carlos Cabezas obliga al espectador a contemplar fascinado cuanto sucede en la pantalla. Además se debe valorar la entrega de los actores y la voluntad de Pablo Larraín por acometer un proyecto arriesgado, que hubiese volado muy alto de haber contado con un poco menos de intensidad y un poco más de mesura. Lo que no evita que El club sea una película a tener en cuenta.
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Janis: Little Girl Blue. 2015, Amy Berg

La vida de Janis Joplin ha sido narrada con tal profusión de detalles que es difícil encontrar información nueva y puntos de vista diferentes a los ya conocidos. El valor del documental Janis: Little Girl Blue es precisamente el de arrojar algo más de luz sobre una de las biografías más desgarradoras y apasionantes de la música popular del siglo XX.
La realizadora Amy Berg cuenta para ello con los testimonios de antiguos colaboradores, familiares y amantes. Un desfile de rostros ordenado para construir un discurso en común, el relato de una tigresa que nunca dejó de ser una pequeña chica triste. Esta es al menos la idea principal que defiende la película, identificar a Joplin como un personaje lleno de aristas y contradicciones.
Berg maneja un nutrido archivo de imágenes de la época, algunas de ellas hasta ahora desconocidas. Conciertos, entrevistas, grabaciones amateurs, programas de televisión... se intercalan en la pantalla como piezas de un mosaico que se va completando a medida que avanza el metraje. El aspecto más novedoso es la lectura de las cartas que Joplin remitió a su familia en la voz de Cat Power. Por lo demás, la película no depara grandes sorpresas. El tono predominante es lo bastante correcto como para no entrar en experimentaciones ni ejercicios audaces. Da la sensación de que Berg haya querido acceder a un público amplio, evitando hurgar en el fango o enturbiar la ya de por sí intensa vida de la cantante. No es que el film ofrezca una visión edulcorada, pero tal vez algo más de riesgo hubiese añadido contundencia al resultado final.
Janis: Little Girl Blue es hasta la fecha el documental definitivo sobre la artista. Un trabajo hecho desde el respeto y la admiración, que interesará tanto a los melómanos como a los que se quieren asomar al abismo de una personalidad siempre al filo de sus posibilidades. Amy Berg esboza también el paisaje de los años sesenta, la eclosión del rock, la experiencia con las drogas, los derechos sociales... una década fascinante que tuvo en Janis Joplin a una de sus más carismáticas figuras. En definitiva, el retrato necesario de una estrella que brilló con fulgor y que se apagó demasiado pronto.


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El sureño. "The southerner" 1945, Jean Renoir

Tercera de las cinco películas que Jean Renoir realizó durante su exilio en los Estados Unidos en la década de los cuarenta. Basada en una novela de George Sessions Perry, el El sureño retoma la vertiente realista del director y el naturalismo poético de películas como Toni, Boudou salvado de las aguas o Una partida de campo, cambiando la campiña francesa por los cultivos de algodón norteamericanos.
El guión narra las dificultades de la familia Tucker por ascender de peones en una plantación a propietarios de su propia tierra de labranza. La dureza del oficio, las inclemencias del tiempo y la rivalidad con el vecino quedan bien reflejadas en el film, sin cargar las tintas en el melodrama e introduciendo comedia siempre que es necesario para aligerar el conjunto. Renoir aplica su habitual mirada de humanista preocupado por la dignidad de sus personajes y por el costumbrismo de las situaciones, permitiéndose a veces algunos destellos de autor (la presentación de la "nueva" casa, filmada en plano subjetivo y con la voz en off de los protagonistas).
El reparto de El sureño está seleccionado con acierto. Zachary Scott, Betty Field y los demás intérpretes cumplen con sus personajes sin necesidad de recurrir a la pose ni a los estereotipos del género. La excepción es el papel de la abuela, el más caricaturesco y también el más accesorio. Renoir maneja sabiamente los resortes narrativos para que la trama avance con fluidez y queden claras las intenciones del relato: concienciar sin doctrinas, emocionar sin excesos. La fotografía de su compatriota Lucien Andriot aprovecha las posibilidades expresivas del blanco y negro, mediante tonos contrastados en los que luces y sombras refuerzan el carácter realista del film.
Se trata de una película directa, tanto en el fondo como en la forma, que no se entretiene en subtramas ni en artificios estéticos. El sureño ilustra algunas de las constantes de Jean Renoir (la participación del espectador en la construcción narrativa, la mezcla de tragedia y humor, la dimensión humana y política), que demuestran cómo el cineasta supo adaptarse al nuevo entorno sin perder su esencia. Una capacidad solo al alcance de artistas con la personalidad del maestro francés.

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La academia de las musas. 2015, José Luis Guerín

El amor es un invento de los poetas. Sobre esta máxima se construye La academia de las musas, film ensayo con el que José Luis Guerín prosigue su labor de explorador audiovisual. Una vez más, el cineasta barcelonés vuelve a alterar los límites entre la realidad y el simulacro, el documental y la ficción. Este es el único hilo que conecta sus películas, pues Guerín sigue fiel al estilo de no tener ningún estilo predeterminado, y de ir recorriendo un camino cuya meta es no repetir ningún paso. La academia de las musas es puro Guerín, aunque no se parece a sus trabajos anteriores. El verbo es más fluido, las referencias literarias son más evidentes, aunque la libertad sea siempre la misma.
La película comienza con la clase que el profesor de filología Raffaele Pinto imparte acerca del amor y las musas a través de La divina comedia de Dante. A partir de esta primera escena, en la que el público adopta la misma posición que los alumnos, se inicia un experimento educativo en transformación. Poco a poco, la actitud de las mujeres que asisten a la clase va cambiando, al igual que la percepción del espectador. Del entendimiento se pasa a la valoración, y después, al resultado. Por eso no hay una única forma de ver esta película, cada cual puede interpretarla a partir de lo que le haya sugerido su discurso. Eso mismo hacen los personajes del film: lo que para unos es una lección brillante para otros es charlatanería, lo que es cerebral y críptico se puede convertir en creativo e innovador según la opinión del interlocutor. Porque todos, también el público, son interlocutores para Guerín. La academia de las musas requiere la participación intelectual de cuantos están en la sala de cine, aunque también hay espacio para las sensaciones y la poesía.
Pero que nadie se asuste. No es necesario ser una lumbrera para disfrutar de la película, de hecho, incluso Guerín se atreve a incorporar su propia crítica. La mujer del profesor le espeta a su marido en un diálogo: "Tú tratas de pontificar". Una alumna le achaca en otra escena: "Todo esto pertenece al pasado, es un ideal que no tiene que ver con la realidad de ahora". Argumentos que cualquier crítico podría arrojar sobre el film, y esa es la verdadera ruptura: plantear la incertidumbre y la búsqueda frente a la certeza y la seguridad, tal y como hace el protagonista del film. Acaso este personaje podría ser un trasunto del propio Guerín en el oficio de "sembrador de dudas".
Al igual que sucede con el argumento, La academia de las musas tampoco posee una retórica visual completamente acabada. Es más un esbozo, un cuaderno de notas que el espectador debe completar durante el visionado. Por eso ha sido grabada por Guerín con una pequeña cámara digital y con la única compañía de un técnico de sonido, sin recurrir a actores profesionales, decorados ni iluminación artificial. A menudo la imagen está desenfocada, y muchos de los diálogos aparecen tras el cristal de una ventana o un coche. Como afirma el profesor italiano de la película, "entre el sujeto que ama (la cámara) y el objeto amado (el personaje) siempre hay elementos interpuestos que dificultan la relación". Guerín emplea el vidrio, en el que se reflejan elementos de la naturaleza y viandantes que pasan. Este collage en movimiento insiste en la mezcla de lo real y su representación, de cómo incide uno sobre el otro y viceversa.
Mucho se puede escribir y teorizar sobre La academia de las musas, y probablemente ningún argumento sería del todo cierto. En este misterio es donde reside la fascinación que ejerce la película, en su capacidad para plantear cuestiones que todos conocemos pero que nadie comprende bien. El protagonista denomina a esto "una bonita idea". También se puede definir así el ejercicio de libertad y de pensamiento que propone el film.

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Larga es la noche. "Odd man out" 1947, Carol Reed

Carol Reed será siempre recordado como el director de El tercer hombre, una de las cumbres del cine británico. Sin embargo, su carrera contiene otros hallazgos de igual calibre que le definen como un autor meticuloso e imaginativo, dotado de un gran talento visual. Uno de ellos es Larga es la noche.
El escritor F.L. Green adapta su propia novela en un guión que no da tregua al espectador, concentrando toda la acción en menos de veinticuatro horas de infarto. La historia tiene como trasfondo el conflicto armado en Irlanda del Norte, sin centrarse en cuestiones políticas. Así lo advierte un enunciado al inicio del film, dejando claro que se trata de un relato de sentimientos. Un comando del IRA lleva a cabo un asalto que tiene inesperadas consecuencias: el cabecilla resulta herido y trata de regresar junto a los suyos en medio de una ciudad movilizada para encontrarle. La noche a la que alude el título en español será el escenario por el que transite una variopinta galería de personajes, a cada cual más excéntrico, cruzando sus destinos con el desdichado protagonista al que da vida James Mason.
El actor inglés realiza un verdadero tour de force dramático, de complejidad física y emocional. La mirada de Mason congrega una multitud de sensaciones que van del desconcierto al espanto, del dolor a la entereza, sin necesidad de recurrir al diálogo. Lo mejor que se puede decir de sus compañeros de reparto es que consiguen estar a la altura de semejante exhibición interpretativa. Actores de carácter como Robert Newton y un largo plantel de nombres irlandeses y británicos encarnan a una fauna que reúne borrachos, aprendices de terroristas, párrocos, artistas y toda clase de supervivientes nocturnos.
Todo este paisaje humano necesita un escenario adecuado, algo que Reed logra mediante la representación expresionista de una ciudad lluviosa y en sombras que podría ser Belfast. La desesperación del protagonista encuentra su perfecto envoltorio en las calles abigarradas y llenas de recovecos, donde la incertidumbre toma forma. El director captura con su cámara el ambiente idóneo para que cualquier cosa pueda suceder y termine sucediendo, siempre bajo la amenaza de la fatalidad. Larga es la noche es una película de estética muy cuidada que deposita gran parte de su identidad en la fotografía en blanco y negro de Robert Krasker. Otro tanto puede afirmarse de la banda sonora de William Alwyn, un prodigio sinfónico que consigue transmitir emoción, sensibilidad y tragedia atendiendo al transcurso de la narración.
El genio de Carol Reed se deja ver tanto en las escenas sencillas como en los juegos ópticos, de gran inventiva visual (los delirios de Mason frente al alcohol derramado o los cuadros en movimiento), anticipando algunos de los hallazgos de El tercer hombre (como las persecuciones en penumbra o las angulaciones de cámara para reflejar inestabilidad). En suma, Larga es la noche supone un vigoroso ejercicio de cine que no da tregua al espectador, hipnotizado por el dominio de la puesta en escena de Reed y por el perfecto ensamblaje entre los equipos artístico y técnico. Una película importante que plantea temas importantes, y que vuelve a demostrar que James Mason fue uno de los más destacados actores de la época. De todas las épocas.
A continuación, la obertura que William Alwyn compuso para Larga es la noche. Se trata de una grabación hecha años después con motivo de la restauración del film, siguiendo las partituras originales. No se pudo contar con las antiguas grabaciones de Alwyn puesto que habían quedado destruidas en un incendio. Una vez más, la técnica puesta al servicio del arte. Que lo disfruten:

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