EL CONDE. 2023, Pablo Larraín

A lo largo de su trayectoria, Pablo Larraín ha demostrado querencia por los personajes históricos: Pablo Neruda, Jackie Kennedy y Lady Di son algunos de los nombres que pueblan sus películas. También ha reflejado el golpe y la dictadura militar chilena desde diferentes perspectivas, por eso no es de extrañar su reciente acercamiento a la figura de Augusto Pinochet en El conde, coincidiendo con el 50 aniversario del golpe de Estado que derrocó al gobierno del presidente socialista Salvador Allende. Lo original en esta ocasión es el punto de vista adoptado, ya que no se trata de una biografía o de la narración de un episodio concreto, sino de una sátira que mezcla el terror gótico con la comedia negra. Junto a su guionista habitual Guillermo Calderón, Larraín desarrolla la posibilidad de que Pinochet hubiese fingido su muerte para apartarse del mundo y continuar viviendo durante el resto de la eternidad como vampiro. Solo su mujer, su criado y sus hijos conocen la naturaleza oculta del sátrapa, quien sale por las noches a "cazar corazones" para mantener su longevidad, una rutina que se verá trastocada por una joven monja que acude con el encargo de poner al día las cuentas financieras de la familia.

El conde es una fábula perversa que juega a confundir los términos del bien y el mal, un cuento de horror de aires guiñolescos que descansa en gran medida en la interpretación de los actores, algunos de los cuales repite con el director. Jaime Vadell y Gloria Münchmeyer encarnan a Pinochet y Lucía Hiriart, bien acompañados por Alfredo Castro en el papel de criado, Paula Luchsinger como novicia exorcista y el grupo de actores que da vida a los cinco hijos del dictador. Todos ellos saben adaptarse al tono del film y al complicado género a medio camino entre la opereta fantástica y la crítica política y social, con especial mención para Luchsinger, cuya magnética presencia ilumina las sombras que envuelven el conjunto.

Y es que la fotografía de Edward Lachman tiene gran importancia en El conde, hasta el punto de que casi engulle todo lo demás. La belleza de las imágenes en blanco y negro contrasta con las atrocidades que se relatan, induciendo en el espectador la fascinación por lo maligno. Es fácil quedar atrapado por la precisión de los encuadres, la luz invernal y el ingenio de los decorados, elementos que conforman una estética muy expresiva, cuidada al detalle. Larraín elude el realismo y busca una atmósfera particular y artificiosa, casi teatral, por medio de la puesta en escena y la dirección artística. Por eso es preciso querer entrar en la propuesta de El conde, lo contrario puede provocar cierta frialdad y distanciamiento. Para aquellos que manejen unas mínimas claves de la realidad del país no será difícil establecer paralelismos con el presente ni detectar las cargas de profundidad que Pablo Larraín deposita durante el metraje, ya que la película carece de sutilezas. Pinochet es un monstruo y así lo muestra el director sin escatimar en sangre, todos a su alrededor son una caterva de buitres codiciosos, la podredumbre moral de estos individuos queda representada en el entorno donde maquinan sus fechorías... y sin embargo, hay poesía en medio de la degradación, al menos visualmente y en el personaje de la joven que encarna la pureza. Esta dicotomía es la esencia de El conde, lo demás se podría considerar una astracanada muy bien elaborada por un cineasta siempre interesante.

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JUHA. 1999, Aki Kaurismäki

Dentro del jardín estructurado y coherente que es la filmografía de Aki Kaurismäki, también hay flores raras como Juha. La cuarta y última (hasta la fecha) de sus adaptaciones literarias, esta vez tomando como base la novela homónima de Juhani Aho, uno de los escritores finlandeses más reconocidos de finales del siglo XIX y principios del XX. Kaurismäki traslada al presente el melodrama romántico original y lo tiñe de comedia agria, dándole una forma atípica dentro de su obra: la de película muda, al estilo de las que producían los primeros estudios ocho décadas atrás. Juha está filmada en blanco y negro, con intertítulos para los diálogos e interpretaciones exageradas, más cerca de la pantomima que del hieratismo que suele caracterizar a los actores de Kaurismäki, quien aprovecha la libertad que ha gozado durante toda su carrera para satisfacer este capricho personal, de cinéfilo irredento.

Al igual que sucedía con muchas películas de aquel temprano periodo, Juha tiene un aire cándido que aquí se imposta para provocar humor. El director explota los clichés del género tanto en las imágenes como en el argumento: el guion narra la historia de un matrimonio convencional que se rompe por la aparición de un tercer personaje que encarna la pasión y la aventura, hasta que se descubren sus verdaderos propósitos. Una fábula de emociones intensas contadas con énfasis, como corresponde al canon que Kaurismäki logra recrear con exquisito cuidado. Los planos generales de inspiración pictórica, los primeros planos que potencian los sentimientos, la disposición de los personajes en el espacio para ilustrar las relaciones que les unen o les separan... una retórica heredada del pasado y cuyo artificio se redobla en la fotografía preciosista de Timo Salminen, que no desaprovecha el caramelo que le ofrece el director.

Y es que Juha es una película gozosa, que transmite la alegría del juego entre amigos. Kaurismäki vuelve a convocar a su plantel habitual en el que se encuentran Kati Outinen, Sakari Kuosmanen y André Wilms, muy bien arropados por la partitura musical de otro viejo conocido, el compositor Anssi Tikanmäki. La banda sonora de Juha dota de carácter al conjunto y conduce las situaciones con gran fluidez, mezclando el folclore con sonidos sinfónicos y modernos. A continuación pueden escuchar uno de los temas que suenan en el film, un ejemplo del clasicismo que Aki Kaurismäki revive con una mezcla de homenaje y premeditada ingenuidad. Que lo disfruten:

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THE VAST OF NIGHT. 2018, Andrew Patterson

Siempre es una buena noticia la llegada de nombres nuevos al panorama cinematográfico y la actualización de profesionales dentro de la industria. Más aún cuando los recién incorporados lo hacen contra viento y marea, rechazando las imposiciones de los estudios, las fórmulas preestablecidas y los modelos hegemónicos de producción... y también cuando consiguen esquivar las ambiciones y las veleidades propias de los autores primerizos. Andrew Patterson pertenece a esta estirpe de directores que logran superar la indiferencia de las distribuidoras y, tras sufrir el rechazo múltiple de los festivales, al final son capaces de estrenar su opera prima despertando el entusiasmo de los críticos y aficionados. No es para menos, porque The vast of night es uno de los debuts más deslumbrantes de los últimos tiempos, una película nacida en la más absoluta independencia y que ha terminado cosechando los esfuerzos invertidos en su elaboración.

Además de dirigir, Patterson produce, monta y escribe la película, esto último en compañía de Craig W. Sanger. Semejante control del proceso tiene como resultado un film compacto y sin fisuras, consciente de sus aspiraciones y de lo que pretende contar en todo momento. Con un presupuesto muy ajustado y la entrega de los equipos técnico y artístico, Patterson cumple el sueño de resucitar el formato del serial de misterio y ciencia ficción característico de la televisión de los años cincuenta y sesenta, al estilo de The Twilight Zone o The Outer Limits. Así, la película comienza con la cabecera de un viejo programa titulado The vast of night, que se desarrolla siguiendo la estructura clásica de los tres actos, bien diferenciados a lo largo del metraje mediante interludios que recrean la calidad catódica. Las demás imágenes del film son bien distintas, con un tratamiento estético muy cuidado tanto en la ambientación de época (vestuario, peluquería, decorados) como en lo formal. La fotografía nocturna de Miguel I. Littin-Menz saca el máximo partido de los contrastes de luces y sombras, y otorga a la oscuridad un sentido dramático que, lejos de ocultar, sugiere. La traducción del título en español (La vasta noche) incide en esta idea y envuelve a los dos personajes principales, un locutor de radio y una operadora telefónica, en una atmósfera de intriga y tensión que evoluciona casi en tiempo real, durante noventa minutos. De ahí el empleo de planos secuencia, para inducir el extrañamiento del público y hacer que experimente las mismas sensaciones que los protagonistas.

Son tomas largas muy elaboradas y de gran complejidad, algunas de ellas por interpretación (como la de Fay comunicándose por cable con varias personas tras escuchar las señales sonoras de origen desconocido) y otras por su acrobacia visual (el avance de la cámara a través de diversos emplazamientos interiores y exteriores del pueblo, lo cual incluye atravesar un partido de baloncesto). Estos planos secuencia se intercalan con segmentos fraccionados en el montaje que muestran acciones rápidas y en detalle (la manipulación de la centralita, las carreras a pie o en coche) para potenciar el nervio del conjunto, con un dominio del lenguaje cinematográfico impropio de un debutante. Patterson hace un ejercicio de dinamismo sin arbitrariedades, porque todas sus decisiones de puesta en escena obedecen a un propósito narrativo y favorecen que el relato no se detenga, incluso cuando parece que puede haber una pausa (la visita a la casa de la anciana, por ejemplo). The vast of night es una exhibición de cine que se ve y también se oye, ya que el sonido es igualmente importante. Basta comprobar el oficio de los protagonistas y su incidencia en la trama, si bien es verdad que todas las virtudes señaladas hasta aquí no serían nada sin las interpretaciones de Sierra McCormick y Jake Horowitz. Dos actores en estado de gracia que dotan de humanidad lo que se podría haber quedado en una ostentación de virtuosismo, poniendo credibilidad y cercanía a esta aventura de tintes sobrenaturales.

En resumen, hay motivos de sobra para tener en cuenta The vast of night. Una de las sorpresas más gratas de la pasada década y la puesta de largo de Andrew Patterson, un director que demuestra algo tan difícil como es saber conjugar las claves del género con el cine de autor. Bienvenido sea.

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CUANDO PASAN LAS CIGÜEÑAS. "Letyat zhuravli" 1957, Mikhail Kalatozov

Después de tres décadas realizando documentales y películas de ficción de carácter propagandístico, Mikhail Kalatozov obtiene el reconocimiento internacional con Cuando pasan las cigüeñas, un drama bélico ambientado en la 2ª Guerra Mundial que también expresa alabanzas a los ideales soviéticos, pero de manera más humana y realista. Un realismo que tiene que ver con la credibilidad de la historia y el comportamiento de los personajes, ya que la retórica empleada por Kalatozov es de una enorme sofisticación. El director exhibe su virtuosismo con la cámara en colaboración con Sergei Urusevsky, responsable de la fotografía, sin duda la pareja creativa más exuberante de Rusia en aquella época. El dinamismo de las imágenes, la iluminación en blanco y negro, la profundidad y la composición milimétrica de los encuadres... es difícil contemplar esta película sin sobrecogerse por el arrebato cinematográfico contenido en cada plano. Kalatozov compone una sinfonía visual que, vista hoy, continúa apabullando por su capacidad de conjugar sentimiento y estética.

El dramaturgo Viktor Rozov convierte en guion su propia obra de teatro, un alegato pacifista que refleja los estragos del conflicto en la población. El centro del relato está ocupado por el amor interrumpido de dos jóvenes, interpretados con convicción por Aleksey Batalov y Tatyana Samojlova, quien logra cargar con buena parte del peso emocional, a pesar de que se trata de su primer papel protagonista. El director pone atención a las reacciones humanas y al desplazamiento de los cuerpos en el espacio, mediante el movimiento interno y externo del plano. Ya desde el inicio, la pareja de enamorados mantiene una actividad imparable: corren en la calle, juguetean al cubrir las ventanas, se buscan en la multitud... cuando al fin se separan, la fuerza de atracción que existe entre ellos no se detiene y continúan trasladándose en la distancia, obligando a los personajes de alrededor a gravitar en su misma órbita. Hay varias escenas paradigmáticas, como la ascención circular de las escaleras, un prodigio técnico cuya importancia narrativa va creciendo hasta dar forma al conjunto: el vuelo de las aves que abre y cierra la película define la curva temporal que recorre Veronika, el personaje encarnado por Samojlova.

El rechazo de la quietud practicado por Kalatozv atraviesa el film y sume al espectador en una especie de hipnosis, con secuencias de gran intensidad que rozan lo operístico (la pugna nocturna entre Mark y Veronika), lo experimental (la carrera de Veronika y su encuentro con el niño) y otras que congregan a un buen número de figurantes, lo que da cuenta del nivel de la producción por parte de Mosfilm. Hay épica pero también hay intimidad en Cuando pasan las cigüeñas, la cima en la trayectoria de Mikhail Kalatozov y uno de los títulos más memorables de la cinematografía soviética en su primer siglo de vida.

A continuación pueden ver la película completa, en buena calidad y subtitulada, cortesía del canal oficial de YouTube de Mosfilm. Que la disfruten:

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KAILI BLUES. "Lu bian ye can" 2015, Bi Gan

En un momento de Kaili Blues, el protagonista se dice a sí mismo: "Es como si fuera un sueño". El tema de los sueños es recurrente a lo largo de la película, hay personajes que verbalizan sus ensoñaciones y que intervienen en ellas, o al menos eso parece... porque el público nunca termina de saber del todo si lo que acontece en la pantalla es producto de la vigilia, la imaginación o el recuerdo. Lo cual es arriesgado, tratándose del primer largometraje de su director y guionista, Bi Gan. Un cineasta y poeta de apenas 25 años que trata de provocar estímulos sensoriales más que contar una historia de manera convencional, jugando a fragmentar la trama y a diseminar símbolos en forma de objetos cotidianos. Así, los relojes o los viejos aparatos de radio cassette adquieren significados que corresponde descifrar al espectador, sin que nada resulte evidente.

A grandes rasgos, Kaili Blues cuenta los intentos de un médico rural por solucionar antiguos problemas familiares: hacerse cargo de su sobrino, desatendido por un hermano con quien también mantiene cuentas pendientes en torno a la madre. Un encuentro con el pasado que le lleva a trasladarse desde el municipio que da título al film hasta una isla donde los estados de conciencia se ven alterados.

Es, por lo tanto, cine que requiere predisposición y entrega. A cambio, Kaili Blues ofrece una experiencia alucinada de inmersión en un mundo en el que todo es a la vez reconocible y extraño. Son territorios oníricos situados en escenarios reales al sureste de China, poblaciones en medio de las montañas donde la presencia constante de la naturaleza y el agua favorece la analogía de que un tren sea más que un tren, por ejemplo, y un pueblo sea más que un pueblo. A ojos de Bi Gan, ambos pueden ser el vehículo que permita desplazarse al protagonista hacia una dimensión mental trastocada, que afecta por igual al argumento y a la puesta en escena.

El director emplea planos largos en movimiento para seguir las acciones de los personajes y marcar su situación dentro de la imagen. La relación de las figuras con el entorno es fundamental en el cine de Bi Gan, de ahí la importancia de la cámara dotada de una identidad propia que observa, acompaña y traduce pensamientos mediante códigos visuales que tienen que ver con el espacio (la gruta que atraviesa en ocasiones el protagonista) o con el tiempo (la proyección de unas manecillas sobre la superficie de los vagones en marcha). El director lanza propuestas más o menos accesibles que no son solo recursos estéticos sino que son el núcleo de la película, su razón de ser.

Al igual que hará en su siguiente trabajo, Largo viaje hacia la noche, Bi Gan divide la narración en dos bloques bien diferenciados: el primero mantiene un lenguaje fragmentado en el que se intuye el argumento a través del ambiente, y el segundo (en la isla) es de un único plano secuencia de unos cuarenta minutos de duración en el que las distancias que recorre el protagonista son, además de físicas, temporales e inciden en el subconsciente. Por todos estos motivos, Kaili Blues supone un estimulante ejercicio de libertad creativa y uno de los debuts más sorprendentes del reciente cine oriental, la puesta de largo de Bi Gan como autor dedicado a hacer evolucionar el medio.

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LES DEMOISELLES ONT EU 25 ANS. 1993, Agnès Varda

Con motivo del 25 aniversario del estreno de Las señoritas de Rochefort, Agnès Varda realiza un documental en el que rememora el rodaje de la película dirigida por quien fue su marido durante casi tres décadas, Jacques Demy. No se trata, por lo tanto, de un making of al uso, sino de fijar la postal familiar de un momento preciso y una reflexión sobre la capacidad que tiene el cine de crear imaginarios colectivos. Les demoiselles ont eu 25 ans emplea imágenes de archivo filmadas por la propia Varda, fragmentos de la película original y material nuevo que reúne a algunos de quienes intervinieron en ella: los intérpretes Catherine Deneuve y Jacques Perrin, o el compositor Michel Legrand entre otros.

Lo interesante de este ejercicio evocativo es que explora la incidencia de la filmación de una película tan especial como aquella (un musical al estilo clásico de Hollywood) en una ciudad concreta como es Rochefort: cómo afecta a los vecinos y comerciantes, la resignificación de los espacios comunes y el legado en la cultura autóctona. Del mismo modo que Varda recupera el testimonio de los profesionales que trabajaron en Las señoritas de Rochefort, también recoge las palabras de los habitantes que participaron en la experiencia sin que exista diferencia entre los nombres conocidos y los comunes. Es un acto democrático coherente con el pensamiento de la autora, un retrato coral elaborado con alegría y frescura. El hecho de que algunos de los protagonistas ya no estén (Demy, Françoise Dorléac) transforma la melancolía en homenaje no solo a los desaparecidos, sino a una manera de hacer cine que ya dejaba de practicarse en 1966 y que se vuelve a convocar en 1993, a través de imágenes y recuerdos.

Como era de esperar, Agnès Varda no se limita a cumplir con el protocolo de la conmemoración y elabora un documental ameno y vitalista, bien escrito y bien montado, que supone una celebración del hecho de filmar en sí mismo. Por eso funciona como complemento perfecto a la película de Jacques Demy y también se puede apreciar como obra autónoma y plena de sentido, que invita a considerar los diferentes modelos de producción que operan en Europa y los Estados Unidos.

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LAS CHICAS ESTÁN BIEN. 2023, Itsaso Arana

En su debut como directora, Itsaso Arana se rodea de personas de confianza que le permiten sentirse segura para poder indagar. Porque Las chicas están bien es, entre otras cosas, un juego narrativo entre afines, un ejercicio de libertad creativa en un entorno natural que abre espacios para la reflexión y las emociones. La familia que conforman los integrantes de Los Ilusos Films se traslada hasta una pequeña localidad de León y llevan a la práctica un experimento cinematográfico consistente en crear una película a partir de las personalidades de las actrices que intervienen en ella. Hay un guion establecido, escrito por la propia Arana, con una idea base: cada una interpreta una versión de sí misma en torno a los preparativos de una obra de teatro ambientada en el siglo XVII. Es el cuento de una princesa y sus hermanas que se relacionan en un mundo sin hombres, ausentes en el frente de batalla. Tampoco en el presente hay hombres salvo uno, que aparece al final con aspecto de príncipe desgarbado y fuera de lugar. ¿Se trata de cine feminista? Evidentemente, tal vez uno de los ejemplos más lúcidos y gozosos filmados en los últimos tiempos. Pero también se puede prescindir de los adjetivos y hablar de cine sin más y sin menos, cine en estado genuino, cine en esencia.

Las chicas están bien mantiene una estructura sencilla, dividida en capítulos que se corresponden con diferentes momentos que pasan juntas las protagonistas. Desde la llegada a la casa campestre donde van a compartir unos días de verano para ensayar, hasta la partida. Allí les reciben una niña y su abuela, lo cual completa el abanico de edades propuesto por Arana para universalizar la historia. Por supuesto, hay un componente generacional y una voluntad testimonial por fijar los pensamientos, los deseos y las decepciones de un grupo de mujeres en el que cualquiera puede reconocerse. Todo desde la cercanía y con un lenguaje asequible en lo visual y en lo literario, con evocaciones a Rohmer, Varda y otros cineastas que alimentan el universo referencial de la directora.

La banda sonora de la película mezcla, por ejemplo, músicas de Bach y Christina Rosenvinge, una muestra de la heterogeneidad del conjunto que no deja de ser compacto y al mismo tiempo ligero. Es como si Arana convocase a las musas del arte para dejarse inspirar por ellas, todas dotadas de frescura y con los rostros de Bárbara Lennie, Irene Escolar, Helena Ezquerro e Itziar Manero, aparte de la propia Itsaso Arana. La camaradería que se establece traspasa la pantalla y mece al público entre diálogos elocuentes, gestos, miradas y sus correspondientes reacciones. Es fácil percibir que las cinco actrices disfrutan del trabajo colectivo, se hacen crecer las unas a las otras y brillan en las escenas en las que aparecen solas, escasas pero de gran calado dramático. Los equívocos intencionados entre realidad y ficción hacen que el argumento se siga con interés, e incluso en determinados tramos con pasión (el monólogo mirando a cámara de Lennie o el de Manero grabando un audio para su madre). Son instantes que rompen con el ambiente estival e incorporan una gravedad imprevista en el metraje, provocando estímulos que permanecen después de haber abandonado la sala.

Tanto la planificación como el montaje evitan cualquier recurso que no contribuya a desarrollar la trama, lo que no significa que el estilo empleado por Arana resulte aséptico. Al contrario: hay movimientos de cámara efectuados con destreza (durante la conversación nocturna en el exterior de la casa) o fundidos encadenados de imágenes que añaden una particular percepción del tiempo (en la escena en que los personajes ensayan en la cama). Todo ello sin caer en la gratuidad o el exceso, porque una de las cualidades de Las chicas están bien reside en la contención y en el uso de las herramientas adecuadas en el momento preciso. En suma, cabe recibir la opera prima de Itsaso Arana con la celebración que se reserva a los grandes hallazgos, una sorpresa en la que se adivina la influencia del productor Jonás Trueba y que queda definida en una de las conversaciones, cuando el personaje de Lennie lee las palabras de Arana: "Las películas son cartas al futuro." Desde luego, esta lo es.

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