Lo interesante de este ejercicio evocativo es que explora la incidencia de la filmación de una película tan especial como aquella (un musical al estilo clásico de Hollywood) en una ciudad concreta como es Rochefort: cómo afecta a los vecinos y comerciantes, la resignificación de los espacios comunes y el legado en la cultura autóctona. Del mismo modo que Varda recupera el testimonio de los profesionales que trabajaron en Las señoritas de Rochefort, también recoge las palabras de los habitantes que participaron en la experiencia sin que exista diferencia entre los nombres conocidos y los comunes. Es un acto democrático coherente con el pensamiento de la autora, un retrato coral elaborado con alegría y frescura. El hecho de que algunos de los protagonistas ya no estén (Demy, Françoise Dorléac) transforma la melancolía en homenaje no solo a los desaparecidos, sino a una manera de hacer cine que ya dejaba de practicarse en 1966 y que se vuelve a convocar en 1993, a través de imágenes y recuerdos.
Como era de esperar, Agnès Varda no se limita a cumplir con el protocolo de la conmemoración y elabora un documental ameno y vitalista, bien escrito y bien montado, que supone una celebración del hecho de filmar en sí mismo. Por eso funciona como complemento perfecto a la película de Jacques Demy y también se puede apreciar como obra autónoma y plena de sentido, que invita a considerar los diferentes modelos de producción que operan en Europa y los Estados Unidos.