El conde es una fábula perversa que juega a confundir los términos del bien y el mal, un cuento de horror de aires guiñolescos que descansa en gran medida en la interpretación de los actores, algunos de los cuales repite con el director. Jaime Vadell y Gloria Münchmeyer encarnan a Pinochet y Lucía Hiriart, bien acompañados por Alfredo Castro en el papel de criado, Paula Luchsinger como novicia exorcista y el grupo de actores que da vida a los cinco hijos del dictador. Todos ellos saben adaptarse al tono del film y al complicado género a medio camino entre la opereta fantástica y la crítica política y social, con especial mención para Luchsinger, cuya magnética presencia ilumina las sombras que envuelven el conjunto.
Y es que la fotografía de Edward Lachman tiene gran importancia en El conde, hasta el punto de que casi engulle todo lo demás. La belleza de las imágenes en blanco y negro contrasta con las atrocidades que se relatan, induciendo en el espectador la fascinación por lo maligno. Es fácil quedar atrapado por la precisión de los encuadres, la luz invernal y el ingenio de los decorados, elementos que conforman una estética muy expresiva, cuidada al detalle. Larraín elude el realismo y busca una atmósfera particular y artificiosa, casi teatral, por medio de la puesta en escena y la dirección artística. Por eso es preciso querer entrar en la propuesta de El conde, lo contrario puede provocar cierta frialdad y distanciamiento. Para aquellos que manejen unas mínimas claves de la realidad del país no será difícil establecer paralelismos con el presente ni detectar las cargas de profundidad que Pablo Larraín deposita durante el metraje, ya que la película carece de sutilezas. Pinochet es un monstruo y así lo muestra el director sin escatimar en sangre, todos a su alrededor son una caterva de buitres codiciosos, la podredumbre moral de estos individuos queda representada en el entorno donde maquinan sus fechorías... y sin embargo, hay poesía en medio de la degradación, al menos visualmente y en el personaje de la joven que encarna la pureza. Esta dicotomía es la esencia de El conde, lo demás se podría considerar una astracanada muy bien elaborada por un cineasta siempre interesante.