CERRAR LOS OJOS. 2023, Víctor Erice

Se puede decir que, cumplidos los 82 años y tres décadas después del estreno de El sol del membrillo, nadie esperaba una nueva película de Víctor Erice. Pero el cineasta vizcaíno nunca hace lo que se espera de él. Su manera de trabajar es semejante a la de un orfebre que va puliendo cada pieza hasta dejarla en su esencia, sin prisa y con obstinación, a fuerza de depurar las ideas y el lenguaje con que expresarlas. Solo así se explican los periodos tan prolongados que separan sus largometrajes (entre medias hay creaciones más breves como cortometrajes y vídeo instalaciones, además de dedicarse a la literatura y la docencia), sumado a los proyectos abortados por dificultades de financiación... esto ha provocado que sus películas obtengan una condición excepcional, no solo por la calidad con la que están hechas, también por la escasez del conjunto.

Por eso, la llegada a las carteleras de Cerrar los ojos debe ser considerada casi como un milagro profano. El concepto de milagro está incluido en uno de los diálogos del film, cuando el personaje del montador interpretado por Mario Pardo dice: "Yo no creo en los milagros desde que Dreyer dejó de hacer películas". El cine está muy presente en Cerrar los ojos, el cine como espacio de memoria y pensamiento, como dimensión donde el tiempo se bifurca y adopta posibilidades narrativas. Los protagonistas son un director retirado en busca de un actor que fue viejo amigo suyo, interpretados respectivamente por Manolo Solo y José Coronado, una relación interrumpida de forma enigmática que añade al drama un componente de misterio. Las pesquisas son desarrolladas por Erice con un tempo sosegado poco habitual en las pantallas actuales, las secuencias transcurren con ritmo moroso y en ocasiones se suceden mediante fundidos a negro que añaden pausa a las escenas. Son instantes suspendidos que empujan al espectador a valorar los silencios y, sobre todo, las miradas, de ahí el título Cerrar los ojos. La película mantiene una trama hasta cierto punto sencilla, cuya anécdota se explica incluso con insistencia, y una lectura subterránea más compleja, que apela al subconsciente mediante símbolos contenidos en la imagen. Así, por ejemplo, una figura de ajedrez o una lámpara fundida en un trastero adquieren un significado que corresponde desvelar al público, convirtiéndose en partícipe del argumento.

Esta encriptación del mensaje a veces puede ser muy sutil y, a veces, también algo obvia, con modismos ya conocidos de anteriores películas: el uso de fotografías y de músicas para activar la memoria, los diferentes escenarios geográficos como etapas vitales del protagonista, la literatura como discurso interior... son estilemas que ya intervenían en El espíritu de la colmena y El sur, no en vano, Víctor Erice habla de sí mismo y de su posición artística y filosófica en Cerrar los ojos. Más que una ficción, es un tratado íntimo de las ideas y obsesiones de un creador que se sitúa en el terreno del clasicismo, a nivel narrativo y estético. Las referencias a otros autores son constantes: Pío Baroja, Juan Marsé, Edward Hopper, Nicholas Ray, Fritz Lang... y así infinidad de nombres que desfilan por alusiones directas o indirectas, conformando el universo de influencias de Erice. Son alusiones que se mezclan con su propia filmografía, de ahí la inclusión de Ana Torrent en el reparto, de nuevo interpretando a la hija desconectada del padre. Esta confusión premeditada entre el cine y la vida es la sustancia de Cerrar los ojos, el resumen del legado de uno de los cineastas españoles más importantes y singulares.

Lo cual conduce a la pregunta: ¿está el cuarto largometraje de Víctor Erice a la altura de su obra anterior? La respuesta, aunque incómoda, parece evidente: no. Cerrar los ojos es una buena película que resulta irreprochable, pero carece del genio que latía detrás de cada uno de los fotogramas filmados en un pasado que, tal vez, quede ya demasiado lejos. El guion de Erice redunda en situaciones que no ayudan a que el relato avance (las dos visitas al trastero, el encuentro con el personaje interpretado por Soledad Villamil que se intuye como la cuota argentina que debe asumir el régimen de coproducción), lo que hace que el tercer acto se demore en exceso. Además, las llamadas a la abstracción que hace la película se ven interrumpidas por una sobreabundancia de explicaciones que restan sugerencia al film, lo vuelven enunciativo y literario. Esto no supone un problema por sí mismo, salvo que se pretenda ahondar en la naturaleza expresiva del cine, como aspira a hacer Erice en las imágenes fotografiadas por Valentín Álvarez. El cuidado en la luz y los encuadres no se corresponde siempre con la concreción del texto, que tiende a dispersarse y dar vueltas sobre sí mismo, aprovechando la estructura episódica y la incorporación de personajes encarnados por Josep Maria Pou, María León, Petra Martínez o Helena Miquel, entre otros. Así pues, cabe abandonarse a Cerrar los ojos con la conciencia de que Víctor Erice no conserva la fuerza de antaño pero sí la misma voluntad de caminar a contracorriente y por sendas hoy poco transitadas. Aunque solo fuera por ello, merece la pena atender a este último tramo de su recorrido, una trayectoria que vista en perspectiva tiene un valor incalculable y una profundidad imposible de sondear.