BABYLON. 2022, Damien Chazelle

Es probable que muchos aficionados recuerden Hollywood Babilonia, aquel libro de Kenneth Anger que obtuvo grandes ventas desde su primera publicación a mediados del siglo pasado y en sucesivas reediciones. El éxito provocó años después un segundo volumen que prolongaba el sensacionalismo y la crónica amarillenta de los secretos de alcoba y escándalos de las primeras estrellas de cine, un inventario sicalíptico que el autor desgranaba poniendo imaginación donde se acababan los datos y echando mano de abundantes dosis de sal gorda. Nadie duda a estas alturas de los desmanes y excesos practicados con la connivencia de los estudios durante la llamada época dorada, en especial antes de la implantación del código Hays. Sin embargo, faltaba rigor periodístico en el texto de Anger, el cual es evidente que ha sido tenido en cuenta por Damien Chazelle para escribir y dirigir Babylon, no solo por el contenido de lo que cuenta sino también por cómo lo cuenta: dejando a un lado el glamour y la sensibilidad que suelen acompañar a los ejercicios de nostalgia (eso que hoy se define de manera tan cursi como "una carta de amor al cine") en favor de la aspereza y la desmesura, como si el cineasta norteamericano hubiese querido filmar la cara B de La La Land para contrarrestar las acusaciones de sentimentalismo por parte de los críticos de colmillo retorcido.

En Babylon, Chazelle hace una exhibición de fuerza tan enérgica que pone en riesgo la integridad de la película en más de una ocasión. Todo es extremo y está narrado con tanto vigor que las imágenes terminan por devorar el relato, convertido en una sucesión de momentos que se mastican de modo compulsivo a lo largo de tres horas sin apenas tiempo para digerirlos. El director transporta al público en una montaña rusa a través de las peripecias de los pioneros del star system, que ven cómo su modelo de negocio se transforma de la noche a la mañana con la llegada del sonido. En el primer acto de Babylon se relata una de aquellas fiestas salvajes que se celebraban en las mansiones de los magnates de la industria, seguida del rodaje en paralelo de dos películas que involucran a los protagonistas y su despegue inmediato hacia la fama. Todo ello comprimido en una primera hora de pura adrenalina que no permite pestañear, filmada con ritmo de screwball comedy y la destreza del mejor de los musicales. Chazelle se emplea a fondo en este segmento y expone los mayores aciertos de Babylon: la presentación de los personajes, sus conflictos y el paisaje que les rodea.

Luego, el film pretende seguir subiendo sin apenas pausas para la digresión. Las acciones aspiran a ser todas relevantes y, por eso mismo, no termina por serlo ninguna. Hay una sucesión de gags muy largos que no profundizan en el carácter de los personajes ni en su evolución, de manera que cada una de las secuencias funciona más por acumulación que por seguir una lógica interna dentro del conjunto. Esta fórmula de película-río ha sido empleada en otros títulos contemporáneos (Érase una vez en Hollywood, Licorice Pizza) con distintos resultados, ya que Tarantino y Thomas Anderson agudizaban el perfil psicológico de sus creaciones, la coherencia y la fluidez interior de la historia, más allá de lo que describe el guion. Los fragmentos de Babylon están menos cosidos y el desarrollo resulta más artificial, dando la sensación de estar presenciando una miniserie al completo, por la estructura del guion que sigue en orden cronológico unos acontecimientos aislados unidos por una idea de fondo: el ascenso y caída de unos personajes que venden sus almas por alcanzar sus sueños. Una vez más, es el mito de Fausto trasladado a un Hollywood incipiente por donde se pasean distintos arquetipos representativos: las celebridades instaladas en el sistema, los hombres de negocios que mueven los hilos, los aspirantes que buscan su oportunidad de ingresar en el Olimpo... una fauna variopinta, interpretada por un buen número de actores con Brad Pitt, Margot Robbie y Diego Calva a la cabeza. Los tres deslumbran y ajustan sus papeles al tono hiperbólico que predomina en la película, sin abandonar la credibilidad. Además, los dos primeros toman como inspiración a nombres ilustres del pasado: John Gilbert (Pitt) y Clara Bow (Robbie), a quienes se suman otras figuras reconocibles como Marlene Dietrich, el productor Irving Thalberg o la escritora y columnista Elinor Glyn.

A pesar de sus debilidades, Babylon se ve con agrado gracias al pulso que imprime Chazelle desde la planificación y Tom Cross en el montaje. Ambos son viejos colaboradores, al igual que el director de fotografía Linus Sandgren, que realiza un despliegue de colores imaginativo y envolvente. El compositor Justin Hurwitz completa el grupo de socios habituales de Chazelle, y es tal vez quien mejor define con su música el espíritu del film. Si bien recupera algunos de los aciertos que sonaban en La La Land (en cuanto a armonías y arreglos enraizados en el jazz), lo cierto es que la batuta de Hurwitz conduce la película a velocidad de vértigo y contiene al menos tres leitmotivs memorables, que mantienen su sello de autor. La música dialoga a la perfección con las imágenes de un Chazelle más parecido que nunca a Scorsese (esos acercamientos rápidos del encuadre hasta cerrar en primer plano) con movimientos de cámara de gran complejidad para seguir acciones en escenarios con múltiples elementos. El lenguaje visual del director se muestra barroco y nervioso, intercalando la genialidad de algunas secuencias como la del rodaje en exteriores, con algunas tosquedades como la escena final en la puerta del estudio de cine. Sin duda, algo de economía narrativa hubiera dado mayor consistencia al conjunto para evitar caer en la reiteración en la que incurre Babylon a partir de su segunda mitad, la cual incluye algunos episodios prescindibles dentro de la trama (el de la serpiente en el desierto, por ejemplo). 

Un poco de contención por parte de Damien Chazelle hubiese dotado a Babylon de la brillantez que roza en determinados instantes, pero su vocación indisimulada de gran película hace que se le vaya de las manos y conduce al ensimismamiento del propio film, hipnotizado por su aparatosidad algo forzada. Después de atravesar múltiples retos y de ponerse la zancadilla a sí misma, Babylon trata de enmendarse y de enderezar sus incorrecciones con un final que busca la reconciliación sentimental con el público, y que recuerda a Cinema Paradiso. Aquí es donde Chazelle se sale de la película y habla de tú a tú con el espectador, en un clímax que coquetea con la experimentación pero que no puede evitar ser algo obvio y discursivo. Llegados a este punto, el director parece decir: “Prestad atención, lo de antes era broma pero ahora voy en serio. A pesar de todas las miserias expuestas, yo amo el cine”. El objetivo es que al salir de la sala, la emoción sustituya al disfrute desacomplejado de lo que se ha visto antes y que Babylon deje un recuerdo perdurable en el cinéfilo. Lástima que, tal vez, sea ya demasiado tarde. El furor de la sátira acaba por aplastar cualquier veleidad artística y subsiste un placer canalla y desbordado, pero algo insustancial.

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RAMONA. 2022, Andrea Bagney

Andrea Bagney consigue sacar adelante su primer largometraje desde la más absoluta independencia, con mucha más voluntad que medios. Y soluciones ingeniosas: a través de una empresa de hostelería se constituye Tortilla Films para dar soporte a la producción de Ramona, una película que sigue la estela del subgénero mumblecore y en especial de uno de sus títulos más celebrados, Frances Ha. Al igual que en esta, Bagney elige como protagonista a una mujer que ronda la treintena, en plena crisis de madurez y cuyas posibilidades profesionales y afectivas se tambalean ante la falta de perspectivas de futuro, un retrato contemporáneo de buena parte de la población que debe lidiar con la precariedad. Lo mejor de Ramona es que la crónica del presente se hace sin épica ni acritud, desde lo cotidiano y con afán naturalista, pues la ausencia de ambiciones hace que el conjunto resulte cercano.

La directora también escribe el guion, dividido en capítulos que se corresponden con diferentes momentos de la relación de Ramona con su novio y con un cineasta que acaba de conocer y con el que se embarca en un proyecto incierto. Los tres personajes están interpretados por Lourdes Hernández (más conocida por su sobrenombre musical, Russian Red, quien también debuta en el formato largo), Francesco Carril y Bruno Lastra. Actores que proporcionan la medida exacta de frescura que precisan sus personajes y que hacen suyos los abundantes diálogos, ya que la película está conducida por conversaciones constantes que marcan el comportamiento y la evolución del trío principal. No hay muchos más personajes porque la elocuencia de la palabra compensa el minimalismo de los demás elementos: pocos escenarios, pocas situaciones e incluso poca duración, apenas ochenta minutos en los que transcurre la historia sin prisa pero sin pausa, buscando un ritmo cercano al de la vida contada con sencillez.

Ramona no exhibe alardes de planificación y adolece de un sonido demasiado pobre ya que, en general, predomina una sensación de inmediatez y de austeridad que a lo largo de la narración se convierte en estilo. En ocasiones, recuerda a aquellas primeras películas de Colomo y Trueba que lo mismo miraban a Woody Allen como a la nouvelle vague o a los clásicos de la comedia norteamericana, algo de todo ello se encuentra en Ramona, así como de homenaje al cine. No en vano comienza y termina en el Doré de Madrid, una sala que se suma a los paisajes céntricos de la ciudad en calidad no solo de trasfondo urbano, sino también emocional.

Bagney filma las imágenes en 16 mm, lo cual ya es una toma de posición frente al hecho cinematográfico basada en la búsqueda de lo artesano y de cierta poética asociada al soporte, según ha declarado la propia autora. Pol Orpinell se encarga de la fotografía en blanco y negro que, eventualmente, se interrumpe por el color, y es que Ramona propone un metalenguaje de cine dentro del cine en el que la ficción aparece en color y la realidad en blanco y negro. Un recurso que no es nuevo, pero que la directora emplea con inteligencia y sensibilidad. Estos dos atributos se van consolidando a lo largo de la narración, ya que el episodio que abre la película es torpe y no parece augurar nada bueno... por fortuna, Ramona crece a ojos del espectador gracias al desparpajo de Andrea Bagney y al magnetismo que desprende Lourdes Hernández. Ella imprime su personalidad a Ramona y sostiene el film sobre su pequeña complexión y su mirada franca, sin ambages.

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IT'S SUCH A BEAUTIFUL DAY. 2012, Don Hertzfeldt

Entre los años 2006 y 2011, Don Hertzfeldt realiza tres partes de una misma historia que va estrenando consecutivamente y que reúne en 2012 con el título de la última de ellas, It's such a beautiful day. Son tres segmentos de duración similar y con la unidad de estilo característica del autor californiano, basada en una animación muy simple, de diseños minimalistas e inspiración naif que llamó la atención en multitud de festivales a principios de siglo. La estética de líneas geométricas dibujadas a mano con métodos tradicionales y animadas de modo rudimentario, contrastaba con los guiones también creados por Hertzfeldt, de humor negrísimo y afán provocador.

It's such a beautiful day es menos agresiva que sus precedentes y demuestra la madurez del director, quien aminora los gags visuales en favor de la palabra. La propia voz de Hertzfeldt sirve como hilo conductor del relato, una verborrea ácida que persigue siempre la honestidad y que explica los pensamientos de Bill, el protagonista común de los tres episodios, el cual hereda el nombre de un cortometraje muy celebrado que Hertzfeldt hizo en 1998: Billy's balloon. Al contrario que en esta breve pieza muda, el largometraje emana un torrente de ideas que se atropellan unas a otras y que guían al espectador por lo que sucede en la trama: el deterioro de las capacidades cognitivas de Bill, que comienza teniendo manías como las de cualquier humano hasta terminar perdido en los laberintos de su mente, todo ello expresado con elocuencia verbal e imágenes hipnóticas. En contraposición, los momentos sin voz son de un lirismo revelador (el viaje en autobús bajo la lluvia) o una herramienta para la comedia absurda (la secuencia del soplador de hojas).

It's such a beautiful day es una película sobre la percepción. La del público y la del personaje principal, que se comparten mediante un hallazgo consistente en dividir la pantalla en fragmentos que interactúan entre ellos a modo de montaje interno dentro del mismo plano, o de montaje externo yuxtaponiendo acciones. Hertzfeldt mezcla texturas y técnicas de animación (dibujo tradicional, collage, material de archivo) para transmitir la dispersión que sufre Bill, también a través de alteraciones en la imagen que no estaban previstas en un principio. Por uno de esos milagros que ocurren raras veces en el cine, lo que pudo haber sido un desastre de producción (la avería en la vieja máquina que utiliza Hertzfeldt para animar las figuras) se convierte en un recurso narrativo (la distorsión de las imágenes) que materializa los desvaríos del protagonista y dota al film de una fuerza y una crudeza inusitadas.

Resulta emocionante ver lo lejos que consigue llegar el director con los mínimos elementos, tanto expresivos como de elaboración, a través de su pequeño estudio, Bitter Films. It's such a beautiful day es una obra de arte inteligente, reflexiva y cómica, dotada de una sensibilidad poética que requiere la participación activa del sonido. Don Hertzfeldt demuestra gran habilidad para seleccionar las músicas que deben sonar en cada momento (casi todas piezas clásicas) y sean parte del lenguaje cinematográfico de este prodigio inagotable de imaginación y talento que es It's such a beautiful day. Un buen ejemplo de las posibilidades de la animación para adultos cuando cuenta con ambiciones literarias y filosóficas.

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BARDO. 2022, Alejandro González Iñárritu

"Un ejercicio sumamente pretencioso e innecesariamente onírico, solo para ocultar una mediocridad en la escritura. Una sumatoria de escenas carentes de sentido... todo está dicho como en metáfora, pero sin inspiración poética. Un plagio mal encubierto, banal y fortuito. El director tiene tanto ego que se mete en la película, usando las glorias del pasado para hablar de sí mismo". Estas palabras pertenecen a un diálogo de Bardo y coinciden con la mayoría de las críticas que recaen en la película en el momento de su estreno. El director Alejandro González Iñárritu se anticipa ya desde la escritura del guion a los ataques que va a recibir y trata de explicarse por voz del protagonista. No en vano, el personaje principal se puede identificar como su alter ego, al igual que hizo Fellini seis décadas atrás en 8 y medio.

La trama de Bardo sigue los pasos de un reputado documentalista mexicano que vive en Los Ángeles y regresa a su país para explorar su identidad, enfrentarse a sus recuerdos y reflexionar sobre la realidad que le rodea. Un viaje en el que todo se mezcla hasta adoptar la cualidad del ensueño, visto siempre desde la perspectiva furiosa y melancólica del personaje interpretado por Daniel Giménez Cacho, tal vez en el papel definitivo de su ya larga carrera. Iñárritu trata de introducir al público en su cabeza y, como sucede en la vida real, el deambular de la mente es caprichoso y desordenado, lo cual dota a la película de una estructura multiforme sin orden cronológico en la que se solapan diferentes planos temporales y espaciales.

Iñárritu ordena este caos junto a su coguionista, Nicolás Giacobone, mediante bloques de secuencias cuya representación visual permanece acorde a la sensación que se quiere transmitir. Bardo está filmada con lentes de gran angular que tienen un rango de visión muy amplio a la vez que proporcionan cierta distorsión en los bordes de la imagen. No es un capricho estético sino la manera en que percibe las cosas el protagonista, una proyección de su interior llena de estímulos pero tergiversada, a modo de esperpento, puesto que se trata de una farsa. Hay un bebé que se niega a nacer como analogía de un hijo perdido, una conversación con Hernán Cortes para ajustar cuentas de la colonización, peces que se escurren como la memoria de los días pasados... en suma, un catálogo de ingeniosas ocurrencias que pondrá de los nervios a los enemigos de los juegos ópticos. Por fortuna, Iñárritu filtra el relato a través del humor y desactiva pronto las veleidades de trascender que le salen al paso, empleando el absurdo y la exaltación como herramientas de estilo, también en el apartado sonoro.

Para ello, Iñárritu cuenta con una alianza indispensable y es la fotografía de Darius Khondji, con quien trabaja por primera vez. La iluminación y la paleta de colores contribuyen a marcar el tono desquiciado pero bello que mantiene el film, al igual que la música compuesta por Bryce Dessner, de influencia balcánica. De hecho, el cine de Kusturica aparece como una de las influencias reconocibles en Bardo, además de otros autores como Malick o el ya citado Fellini. La coctelera de Iñárritu se agita con fuerza para servir algo que, en boca del protagonista, se describe así: "Yo soy todo eso y nada de eso también". Es verdad que en el guion abundan los aforismos y las frases redondas, otro síntoma de irrealidad que no suele ser del agrado de los defensores del naturalismo a ultranza, del mismo modo que ocurre con la autoficción, un género que se acepta con normalidad en la literatura y en la pintura, pero no en el cine.

Es curiosa esta paradoja. Después de abrirse la herida, Alejandro González Iñárritu se coloca la venda él mismo y trata de explicarse, de nuevo a través de su personaje: "A lo mejor es solo una crónica de incertidumbres, con eso me conformo. No me interesa hablar de mi vida, la memoria carece de verdad, solo tiene convicción emocional. Estoy cansado de decir lo que pienso y no lo que siento". Eso es Bardo, acompañada del subtítulo Falsa crónica de unas cuantas verdades. Puede ser una película kamikaze, afectada e incluso onanista, autocomplaciente. Pero no cabe duda de que arriesga y que proporciona una sensación casi hipnótica, además de contar con dos interpretaciones excepcionales: la de Giménez Cacho y Griselda Siciliani. Resulta emocionante contemplar la fisicidad y el nervio que imprimen en la pantalla con apenas unos gestos y unas palabras. Ellos ponen humanidad al laberinto de conmociones que es Bardo.

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