BARDO. 2022, Alejandro González Iñárritu

"Un ejercicio sumamente pretencioso e innecesariamente onírico, solo para ocultar una mediocridad en la escritura. Una sumatoria de escenas carentes de sentido... todo está dicho como en metáfora, pero sin inspiración poética. Un plagio mal encubierto, banal y fortuito. El director tiene tanto ego que se mete en la película, usando las glorias del pasado para hablar de sí mismo". Estas palabras pertenecen a un diálogo de Bardo y coinciden con la mayoría de las críticas que recaen en la película en el momento de su estreno. El director Alejandro González Iñárritu se anticipa ya desde la escritura del guion a los ataques que va a recibir y trata de explicarse por voz del protagonista. No en vano, el personaje principal se puede identificar como su alter ego, al igual que hizo Fellini seis décadas atrás en 8 y medio.

La trama de Bardo sigue los pasos de un reputado documentalista mexicano que vive en Los Ángeles y regresa a su país para explorar su identidad, enfrentarse a sus recuerdos y reflexionar sobre la realidad que le rodea. Un viaje en el que todo se mezcla hasta adoptar la cualidad del ensueño, visto siempre desde la perspectiva furiosa y melancólica del personaje interpretado por Daniel Giménez Cacho, tal vez en el papel definitivo de su ya larga carrera. Iñárritu trata de introducir al público en su cabeza y, como sucede en la vida real, el deambular de la mente es caprichoso y desordenado, lo cual dota a la película de una estructura multiforme sin orden cronológico en la que se solapan diferentes planos temporales y espaciales.

Iñárritu ordena este caos junto a su coguionista, Nicolás Giacobone, mediante bloques de secuencias cuya representación visual permanece acorde a la sensación que se quiere transmitir. Bardo está filmada con lentes de gran angular que tienen un rango de visión muy amplio a la vez que proporcionan cierta distorsión en los bordes de la imagen. No es un capricho estético sino la manera en que percibe las cosas el protagonista, una proyección de su interior llena de estímulos pero tergiversada, a modo de esperpento, puesto que se trata de una farsa. Hay un bebé que se niega a nacer como analogía de un hijo perdido, una conversación con Hernán Cortes para ajustar cuentas de la colonización, peces que se escurren como la memoria de los días pasados... en suma, un catálogo de ingeniosas ocurrencias que pondrá de los nervios a los enemigos de los juegos ópticos. Por fortuna, Iñárritu filtra el relato a través del humor y desactiva pronto las veleidades de trascender que le salen al paso, empleando el absurdo y la exaltación como herramientas de estilo, también en el apartado sonoro.

Para ello, Iñárritu cuenta con una alianza indispensable y es la fotografía de Darius Khondji, con quien trabaja por primera vez. La iluminación y la paleta de colores contribuyen a marcar el tono desquiciado pero bello que mantiene el film, al igual que la música compuesta por Bryce Dessner, de influencia balcánica. De hecho, el cine de Kusturica aparece como una de las influencias reconocibles en Bardo, además de otros autores como Malick o el ya citado Fellini. La coctelera de Iñárritu se agita con fuerza para servir algo que, en boca del protagonista, se describe así: "Yo soy todo eso y nada de eso también". Es verdad que en el guion abundan los aforismos y las frases redondas, otro síntoma de irrealidad que no suele ser del agrado de los defensores del naturalismo a ultranza, del mismo modo que ocurre con la autoficción, un género que se acepta con normalidad en la literatura y en la pintura, pero no en el cine.

Es curiosa esta paradoja. Después de abrirse la herida, Alejandro González Iñárritu se coloca la venda él mismo y trata de explicarse, de nuevo a través de su personaje: "A lo mejor es solo una crónica de incertidumbres, con eso me conformo. No me interesa hablar de mi vida, la memoria carece de verdad, solo tiene convicción emocional. Estoy cansado de decir lo que pienso y no lo que siento". Eso es Bardo, acompañada del subtítulo Falsa crónica de unas cuantas verdades. Puede ser una película kamikaze, afectada e incluso onanista, autocomplaciente. Pero no cabe duda de que arriesga y que proporciona una sensación casi hipnótica, además de contar con dos interpretaciones excepcionales: la de Giménez Cacho y Griselda Siciliani. Resulta emocionante contemplar la fisicidad y el nervio que imprimen en la pantalla con apenas unos gestos y unas palabras. Ellos ponen humanidad al laberinto de conmociones que es Bardo.