Al igual que hiciera con la dictadura franquista en El laberinto del fauno, del Toro vuelve a retratar el totalitarismo incorporando el régimen de Mussolini a Pinocho. No se trata de una aportación caprichosa porque, de este modo, se añade una dimensión más profunda a la naturaleza artificial del personaje, que pasa de ser una marioneta de juguete a un peón al servicio del ejército y la ideología reaccionaria. Su rebelión individual permite que Pinocho adquiera conciencia y complete así su transformación de objeto a persona, dentro de la simplicidad que requiere un producto destinado al público familiar. La ruptura de las normas impuestas no es la única transgresión que ofrece Pinocho, también hay un cuestionamiento muy interesante acerca del uso que hace la iglesia católica de Dios y del rebaño de fieles que le sustenta.
Pero, sin duda, lo más llamativo del film reside en las imágenes. Tanto las evoluciones de la historia como los personajes y el tono dramático vienen dados por influjo estético, cada aspecto de Pinocho está supeditado a su representación visual. Por eso el diseño artístico es tan importante en el conjunto. Del Toro es un director que suele hipervitaminar su cine con multitud de estímulos y de información en la pantalla, hasta el punto de que cuesta captar todo lo sucede en el encuadre en un primer vistazo. Algo que se potencia en este su primer largometraje de animación (ya contaba con trabajos previos como productor) junto a Mark Gustafson, una referencia en la técnica del stop motion. A decir verdad, el acabado visual es tan perfecto que ni siquiera parece stop motion, ya que los procesos digitales posteriores han eliminado cualquier rastro de la artesanía que posee esta manera de animar las figuras en maquetas construidas a escala. La excelencia de las herramientas modernas se suma a una sobreplanificación del lenguaje cinematográfico, con un montaje en el que se abusa de los movimientos de cámara y una acumulación injustificada de planos que emborracha los ojos del espectador sin que la trama se vea beneficiada por ello. Se trata de una práctica muy extendida en el cine mayoritario, que provoca la aceptación inmediata del público y en la que del Toro suele incurrir de forma vehemente. Es tal vez lo único que se le puede achacar a su Pinocho: el afán por deslumbrar en cada escena mediante un ritmo trepidante y una retórica de la imagen exacerbada.
En todo lo demás, Pinocho resulta brillante. Es emotiva y divertida cuando tiene que serlo, posee un repertorio de músicas muy hermosas compuestas por Alexandre Desplat que contiene canciones, hay una gran labor de iluminación y un derroche de creatividad en el diseño de arte... en suma, es una película que se disfruta en cada momento y que actualiza el discurso planteado por Collodi a los nuevos tiempos sin que parezca oportunista o forzado. Ojalá Guillermo del Toro vuelva a recorrer los caminos de la animación con el mismo acierto que en Pinocho.