La gran belleza. "La grande bellezza" 2013, Paolo Sorrentino

Transcurridos más de cincuenta años desde "La dolce vita", Paolo Sorrentino rememora los ecos de la película de Fellini convirtiendo al joven paparazzi en un escritor maduro y desencantado. En esencia, lo demás sigue igual: el mismo vacío existencial, la misma crítica a la iglesia y a la clase alta, el mismo hedonismo frustrante. Hay algo nuevo bajo el sol romano: "La gran belleza" incorpora el elemento de la edad del protagonista, lo que refuerza el aliento de melancolía.
Sorrentino despliega todo su arsenal estético para emborrachar al espectador con una cascada de imágenes inquietas y en continuo movimiento. Un ejemplo: Jep Gambardella regresa de una fiesta pantagruélica a primera hora de la mañana, se detiene para beber en una fuente y una jovencísima novicia se distrae observando sus pasos. También hay un hombre que tira de su perrito, una mujer hablando por teléfono... en resumen, un minuto de costumbrismo mañanero desarrollado en una veintena de planos, nada menos. La apuesta de esta película es la del exceso, por medio de una retórica en la que prima el adorno y el juego floral. Hay gratuidad en la forma de "La gran belleza", en el estilo que Sorrentino ha elegido para contar una historia que tampoco sigue patrones estrictos de guión.
A través de una sucesión de escenas pobladas de personajes episódicos que aparecen y desaparecen intermitentemente, Sorrentino elabora un fresco de la Roma más acomodada optando por la caricatura y el trazo grueso: poetas que no hablan, escritores que no escriben, mujeres y hombres incapacitados para el amor, condes de alquiler, chamanes cirujanos, religiosos mediáticos... una fauna que pretende abarcar demasiados perfiles distintos, como distintos son los dardos que Sorrentino quiere lanzar en su película. "La gran belleza" es acumulativa y amorfa, guiñolesca, muy ambiciosa.
A diferencia de "La dolce vita", "Roma" u "8 y medio", por citar claros referentes fellinianos, el film de Sorrentino gira constantemente sobre sí mismo cayendo en reiteraciones y en lugares comunes. Como un perro que trata de morderse la cola, el guión de "La gran belleza" persigue su objetivo y tarda en encontrarlo. Cuando al final el protagonista encarnado por Toni Servillo consigue cerrar el círculo, es demasiado tarde. Para entonces la moraleja se ha diluido, ha perdido fuerza. El director quiere contar muchas cosas en la misma película, lo que le obliga al simplismo. Ahí es donde naufraga "La gran belleza", en su obviedad crónica y en sus ganas de contentar a un público culto que reconozca los múltiples guiños cinéfilos y literarios.
Desde luego hay elementos destacables en esta película, destellos de ingenio que son sepultados por la verborrea visual de un director que ha querido hablar de la nada recurriendo al todo. La prueba de que es muy delgada la línea que separa el discurso de la perorata, la grandeza de la grandilocuencia.

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De óxido y hueso. "De rouille et d'os" 2012, Jacques Audiard

Jacques Audiard se sumerge en las sombras de la novela de Craig Davidson "De óxido y hueso", para extraer de sus profundidades un drama áspero e intenso, que tiene en la contención su máxima virtud. El cineasta francés logra domesticar los excesos de una trama siempre al borde de la catarsis, recurriendo a la prudencia para provocar emoción. Porque esta es una historia de emociones contenidas que están a punto de desbordarse en cada escena.
La película retrata a dos almas atormentadas que se encuentran en plena inflexión, dos personajes aparentemente opuestos que aprenderán a necesitarse a lo largo del relato. Marion Cotillard y Matthias Schoenaerts ponen cara al desarraigo que muestra el film, más cercano al ejercicio psicológico que al exhibicionismo sentimental.
Audiard acierta en el tono despojado de énfasis y en las imágenes crudas. Aunque no por ello se eluden los recursos simbólicos ni cierto lirismo formal, recibidos por el público como un balón de oxígeno en medio de tanta desazón. El empleo puntual de la luz y de las sombras, el intercambio de los puntos de vista, la banda sonora de Alexandre Desplat... son elementos que se suman a la retórica de la violencia física y mental, expuesta con mesura por el director. Y es precisamente en este extrañamiento, en esta capacidad para la turbación donde Audiard hace volar a la película. Por eso resulta desconcertante la complacencia con la concluye el guión. No se trata de despreciar los finales felices, sino de dotarlos de coherencia. Tal vez un desenlace menos precipitado hubiese redondeado el conjunto de una película valiente y hermosa, capaz de incomodar al espectador con su honestidad.   
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