A Roma con amor. “To Rome with love” 2012, Woody Allen

Resulta doloroso el visionado de “A Roma con amor”. Da la impresión de que un ilustrador de guías turísticas hubiese usurpado la personalidad de Woody Allen, tratando de imitar su estilo de la manera más torpe. En la última parada del periplo europeo del director se encuentran los personajes y las situaciones de siempre, pero peor que nunca: una galería de monigotes cuya única finalidad es rellenar la belleza de los decorados italianos insistiendo en clichés como la ópera, los amores pasionales, el sensacionalismo de los medios, el sexo furtivo…
Allen retoma el reparto coral y la estructura episódica de tantas de sus películas, mediante cuatro historias cruzadas que no consiguen conjugar en ningún momento. Este recurso narrativo, que normalmente sirve para completar una visión de conjunto y para dibujar el paisaje humano de un tiempo y de un lugar, es aquí la excusa para dar continuidad a unas tramas que carecen del peso y la entidad suficiente como para justificar un desarrollo en condiciones. El problema es que las intenciones de Allen quedan difuminadas por lo anecdótico, por la excesiva ligereza de un humor falto de frescura.
A Roma con amor” pretende evocar el espíritu de la comedia clásica italiana, aquella en la que florecieron Monicelli, Risi o Fellini, con la diferencia de que estos directores conocían el terreno y partían del retrato de costumbres, mientras que la recreación de Allen se queda en la estampa y en el fingimiento, como un concurso de poses donde todo parece impostado, artificioso. Algo que para una comedia resulta fatal.
La dirección es plana, los personajes son esquemáticos, el guión es reiterativo… no se encuentra en esta película asomo alguno del ingenio de Allen, tantas veces demostrado durante su larguísima carrera. Parece haberse encargado de la realización de “A Roma con amor” activando el piloto automático y dando prioridad al continente sobre el contenido.   
El propio Allen forma parte del largo elenco de actores en el que pueden encontrarse los rostros de Ellen Page, Roberto Benigni, Penélope Cruz o Jesse Eisenberg, en un papel que hace treinta años hubiese interpretado el mismo director. Aquel alfeñique de gruesas gafas y tez pálida hubiese resultado mucho más convincente a la hora de representar las frustraciones de un tipo fascinado por los encantos de la amiga de su novia. Eisenberg, sin embargo, posee una mirada profunda y bastante mejor aspecto que Allen, lo que anula sus posibilidades de empatía con el espectador. Décadas después, Woody Allen sigue escribiendo para sí mismo. Sus alter egos pueden adoptar los rasgos de John Cusack en "Balas sobre Broadway", Kenneth Branagh en "Celebrity", Larry David en "Si la cosa funciona"... son caras prestadas, bocas que hablan por él y ojos que simulan su mirada. Pero detrás se puede reconocer a Allen, el mismo Woody Allen de siempre que cumple con su compromiso anual de seguir rodando películas mientras haya quien las financie.  En "A Roma con amor" interpreta a un recién jubilado que se resiste a abandonar su vida laboral porque piensa que dejar de trabajar es lo más parecido a la muerte. Declaración de principios o pirueta argumental, sólo cabe esperar que las películas que le restan por dirigir a Woody Allen tengan poco que ver con ésta. Los admiradores de su cine cruzamos los dedos, y mientras tanto recuperamos gloriosos momentos del pasado como este monólogo que grabó para la televisión británica en 1965. Que lo disfruten:



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Moonrise kingdom. 2012, Wes Anderson

¿Personajes excéntricos, estética retro, Bill Murray, canciones selectas? Sin duda se trata de Wes Anderson, director que ha sabido definir su estilo a través de unos códigos tan personales como reconocibles. “Moonrise kingdom” es un eslabón más en la cadena de películas que desde los años 90 Anderson viene desarrollando en forma de obra total y compacta, una filmografía de la que el propio director es parte orgánica, acaso su última consecuencia. Anderson no engaña a nadie: es un cineasta honesto que continúa fiel a la retórica que va perfeccionando película tras película, para regocijo de los parroquianos. 
Moonrise kingdom” es la estilización visual del universo de su autor, un conglomerado de referencias del pasado que incluye ilustraciones y cómics antiguos, música añeja, dibujos animados y algunos clásicos del cine europeo. Anderson introduce estos ingredientes en su coctelera particular y los adereza con su imaginario íntimo y su particular sentido del tiempo. Un tiempo diferente, que se dilata y se retuerce hasta convertirse en filigrana, alterando los latidos de sus películas hasta que estas adquieren vida propia y una personalidad definida, de la que el espectador es libre de participar. Porque detrás del esmeradísimo diseño de producción de “Moonrise kingdom” y de su planificación trazada con tiralíneas, se respira un aire de libertad del que pocos directores pueden presumir. Las imágenes de Anderson dejan traslucir alegría y entusiasmo por hacer cine. Son un acicate para el espectador amodorrado en su butaca, un revulsivo contra toda convencionalidad. Esta sensación da sentido a su obra y justifica los excesos formales. Su trabajo con los actores está siempre al límite de lo grotesco, es capaz de alternar lo vulgar con lo sublime, lo burdo con lo sagaz... el diagnóstico es claro: Anderson es un esteta, por convicción y por dedicación. Sus historias parten siempre de un repertorio de imágenes previas, se diría que son la excusa para mantener el aspecto visual de la película. Y se diría mal, porque aunque el guión de “Moonrise kingdom” pueda parecer absurdo en algunos momentos, se trata de una pieza de orfebrería cuyo humor enmascara la melancolía latente en cada uno de los personajes. Una extravagante galería en la que se pueden encontrar rostros conocidos como los de Bruce Willis, Frances McDormand, Edward Norton o Harvey Keitel. 
En definitiva, Wes Anderson destapa el frasco de las esencias para impregnar de romanticismo esta joya valiente y rara, que consigue el milagro de mirar cara a cara al niño que un día fuimos. Al menos mientras dura la proyección. 
A continuación, “Hotel Chevalier”, el cortometraje que Wes Anderson rodó en 2007 como prólogo de “Viaje a Darjeeling”. Una pequeña pieza de cámara con Jason Schwartzman y Natalie Portman, que reúne algunas de las clave narrativas y estilísticas de su autor. Que lo disfruten:

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Beau Geste. 1939, William A. Wellman

Director versátil y narrador incansable, William A. Wellman curtió su carrera en toda clase de géneros hasta auparse en el Olimpo de los clásicos. Películas como “El enemigo público” o “Cielo amarillo” mostraron su talla de productor meticuloso y realizador eficaz, en suma un cineasta capaz de abordar con éxito cualquier proyecto que contase con una historia vigorosa y unos personajes en la encrucijada, dos de sus señas de identidad. Wellman era un director de acción, en el sentido literal del término, actitud que corroboró en un buen número de films entre los que “Beau Geste” ocupa un lugar destacado.
A partir del original literario de Percival Christopher Wren, Wellman desarrolló uno de sus característicos relatos de camaradería y de espacios abiertos, ocasión aprovechada por el director para ejercitar su impecable sentido de la puesta en escena y sus dotes como narrador, intercalando drama y comedia, aventura y emoción en el mismo metraje.
La película arranca con el descubrimiento de un fuerte militar en mitad del desierto, cuyo ejército ha sido asediado hasta la muerte. Wellman esparce en esta primera escena los hilos de los que luego irá tirando en el relato: los personajes que han conocido aquella tragedia y las circunstancias que los llevaron hasta las filas de la legión francesa. El primer acto del film muestra los antecedentes y presenta a los personajes, un plantel en el que Gary Cooper aporta su carisma de estrella y Ray Milland su talento como actor.
En el segundo acto se introduce el elemento bélico, al tiempo que los personajes van evolucionando mediante un doble juego de verdades y mentiras: uno de los tres hermanos protagonistas oculta el paradero de una valiosa joya, que es en realidad la excusa para sostener el argumento del honor y la lealtad, verdadero leit motiv del film.
El asedio al fuerte tiene lugar en el tercer acto, donde gana importancia el drama, con un trágico desenlace que brinda a Wellman momentos tan líricos como la muerte del tercer hermano, encarnado por Robert Preston. Al final se cierra el círculo y la trama regresa al inicio, atando los cabos sueltos y satisfaciendo las expectativas del espectador, que a estas alturas eran bastante altas.
Película de esmerada factura técnica y artística, “Beau Geste” se erige hoy como un monumento al cine de aventuras que Wellman ayudó a dignificar, gracias a la rotundidad de su oficio como narrador y a su ajustadísimo sentido del espectáculo, siempre a favor de la historia. Al igual que Ford, Hawks o Walsh, William A. Wellman supo ser trascendente sin parecerlo, dotando a sus películas de esa rara cualidad que conjuga diversión con solemnidad, ligereza con contenido.

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Los 5000 dedos del Dr. T. “The 5000 fingers of Dr. T” 1953, Roy Rowland

"Los 5000 dedos del Dr. T” estaba llamada a convertirse en un clásico del cine infantil, en un referente dentro del género fantástico. Sin embargo, su extravagancia y su rotundo lirismo la relegaron a la condición de película de culto, y así continúa hasta hoy, pues su salvaje inventiva se ha mantenido intacta a través del tiempo. Hay películas que se recuerdan por sus imágenes, y ésta sin duda es una de ellas.
Al igual que una buena parte de los cuentos escritos en el siglo XX, “Los 5000 dedos del Dr. T” hunde sus raíces en “Alicia en el País de las Maravillas”, trasladando las maneras británicas de Lewis Carroll al escenario de la música y del conflicto generacional. La historia cuenta las ensoñaciones de un niño abrumado por la obligación de practicar ejercicios de piano, una responsabilidad contra la que se enfrentará en el mundo de la imaginación. Y es precisamente en este universo mágico donde la película alcanza cotas de virtuosismo estético, gracias al diseño de los personajes y, en especial, de los decorados. La rabiosa inspiración de sus creadores se ve acrecentada por un carácter artesanal que poco tiene que ver con el cine fantástico de nuestros días, en el que los actores se ven obligados a interactuar con pantallas verdes y las películas se fabrican una vez que están rodadas.
La apuesta de Roy Rowland como director es la de sacar el máximo provecho de cada uno de los ambientes creados para la película, de fuerte influencia pictórica y teatral. Los actores, el guión y las canciones tratan de estar a la altura de los decorados y de aportar contenido a semejante envoltorio. A pesar de eso, aquí no hay complicados giros en la trama ni diálogos demasiado elaborados, se trata más bien de participar en un relato de ensueño, objetivo que se alcanza con creces.
Stanley Kramer deja de lado sus habituales alegatos humanistas y realiza una gran labor en la producción del film, cuyo objetivo principal es el de la fascinación de los espectadores más jóvenes. La película no lo consiguió en su día y el público le dio la espalda, tal vez apabullado por el derroche onírico y por cierta crueldad que subyace en la trama. Es fácil intuir que detrás de la diversión y del escapismo se asoma la vieja dicotomía acerca de la incomprensión entre niños y mayores, el cuestionamiento de la disciplina, la resistencia de los jóvenes por madurar y de los adultos por sentir empatía con los jóvenes. Argumentos tan antiguos como el hombre, aquí aderezados por unos números musicales más bien discretos, (a excepción del llevado a cabo por los instrumentistas prisioneros del Dr. T, una verdadera filigrana).
En definitiva, “Los 5000 dedos del Dr. T” es uno de esos tesoros que merece la pena descubrir, una obra genial e iconoclasta capaz de satisfacer por igual a los cinéfilos exigentes, a los amantes de las rarezas y al público infantil.    
A continuación, uno de mis momentos predilectos: la canción que canta el ascensorista en el descenso hacia las terribles mazmorras del Dr. T. Una melodía con aires de Kurt Weill, deliciosamente perversa:


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Amor. “Amour” 2012, Michael Haneke

El afán de Michael Haneke por desvelar los aspectos más oscuros de la condición humana se ha mantenido intacto película tras película, con una constancia terca pero serena. Su filmografía es la crónica de nuestros horrores cotidianos, un viaje que explora las raíces del mal (“La cinta blanca”) y sus diversas ramificaciones (“Funny games”), los desastres presentes (“Código desconocido”) y los venideros (“El tiempo del lobo”), la alienación (“Caché”), o la destrucción de las instituciones (“La pianista”).
El cine de Haneke nunca es amable. Su estilo contenido y distante ha evitado que le identifiquemos como un cineasta violento, aun cuando la violencia es uno de sus temas predilectos. Él no provoca las heridas, las detecta y las saca al aire. Su brutalidad es intelectual, raras veces física, y por eso es efectiva. La cámara de Haneke hurga en la llaga, hace preguntas, incomoda desde la quietud y el silencio. Es como esos parásitos que socaban el organismo sin mostrar daños aparentes: cuando te quieres dar cuenta, estás arruinado por dentro. Haneke es el perfecto nihilista, el profeta callado de nuestros temores. La depuración de su estilo alcanza el cénit en “Amor”. 
La historia de un matrimonio de ancianos que asiste impotente al deterioro físico de uno de ellos, sirve a Haneke para filmar la que, probablemente, sea su película más terrible, la de mayor grado de crueldad. Los motivos son varios: se trata de un mal cotidiano, reconocible en muchas familias y que cualquier espectador puede identificar como suyo. Una dolencia que Haneke retrata desde la frialdad, con la dedicación de un notario. Su mirada evita todos los filtros: aquí no hay lágrimas ni rostros crispados ni músicas que subrayen ni grandes sentencias. No encontramos el golpe de efecto de “Funny games” ni la estilización visual de “La cinta blanca”, tan solo la crudeza aséptica y desnuda de unas imágenes implacables, que eluden el recurso melodramático, la catarsis. Haneke esconde los trucos fáciles (los ataques de la enfermedad, las crisis) para mostrar el drama sin colorantes ni conservantes. Nunca pierde el respeto por sus personajes, aun cuando la humillación es uno de los temas principales. Todo este horror apagado, esta pena en sordina no hace sino amplificar la tragedia y demoler las barreras de la ficción, obligando al espectador a plantearse cuestiones como: ¿Hasta dónde se puede llegar por amor?
La actitud moral de la película está en consonancia con su forma, ambos aspectos se definen y se complementan. “Amor” está construida hábilmente sobre el empleo de la elipsis y del fuera de campo, alterna los planos largos con el montaje, lo que consigue generar una percepción particular del tiempo y del espacio. En este sentido, el piso donde viven los dos ancianos funciona como un personaje más, es el testigo mudo del desastre que encierran sus paredes, y que solo encuentra consuelo en el vuelo extraviado de una paloma. Esta es una de las escasas concesiones al simbolismo que se permite el director alemán, que deposita el peso de la película sobre Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Los veteranos actores alcanzan tal grado de implicación con sus personajes que resulta difícil sustraerse al influjo de sus presencias, al hechizo de sus viejas miradas. El trío que forman Trintignant, Riva y Haneke logran que “Amor” sea mucho más que una buena película, una obra trascendente, un ejercicio de honestidad resultado de la madurez creativa, de esa mezcla rara de reflexión e inspiración.

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El alucinante mundo de Norman. “ParaNorman” 2012, Chris Butler y Sam Fell

Resulta reconfortante comprobar cómo el desarrollo de las nuevas tecnologías (el 3D, los efectos por ordenador) no sólo no acaba con las antiguas fórmulas, sino que ayuda a revitalizarlas. Es el caso del stopmotion en la animación. “El alucinante mundo de Norman” es el penúltimo ejemplo de un cine que mira atrás tanto en la forma como en el contenido. Los directores Chris Butler y Sam Fell plantean un ejercicio de nostalgia ochentera, cargado de guiños a un público adulto que podrá compartir con sus hijos noventa minutos de humor y emociones sin sentir rubor alguno.
La película exhibe una firme voluntad de divertimento que huye de la trascendencia y la solemnidad que aquejan a una buena parte del cine juvenil actual. La inevitable moraleja aparece bastante contenida, y entre sus elaboradísimas imágenes se cuela la crítica a una clase media estadounidense que resuelve sus miedos a escopetazos y rechaza todo lo diferente. Lo revelador es que no hay gran diferencia entre los zombis que aterrorizan las calles y los vecinos que tratan de defenderlas.  
El alucinante mundo de Norman” encuentra en el diseño de los personajes y los decorados su principal seña de identidad, con un aspecto visual que conjuga perfección técnica con inspiración y frescura. Las referencias son múltiples y variopintas: desde James Whale hasta Spielberg, pasando por George A. Romero, John Carpenter o los ineludibles Tim Burton y Henry Selick, unos congregados bajo coartadas estéticas y otros argumentales.
En definitiva, se trata de un gozoso alegato en favor de la animación clásica, aquella que nunca deja de ser moderna, demostrando que hay vida en las pantallas más allá de Disney, Pixar o Dreamworks.


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