El afán
de Michael Haneke por desvelar los aspectos más oscuros de la condición humana se
ha mantenido intacto película tras película, con una constancia terca pero serena.
Su filmografía es la crónica de nuestros horrores cotidianos, un viaje que
explora las raíces del mal (“La cinta blanca”) y sus diversas ramificaciones (“Funny
games”), los desastres presentes (“Código desconocido”) y los venideros (“El
tiempo del lobo”), la alienación (“Caché”), o la destrucción de las
instituciones (“La pianista”).
El cine
de Haneke nunca es amable. Su estilo contenido y distante ha evitado que le
identifiquemos como un cineasta violento, aun cuando la violencia es uno de sus
temas predilectos. Él no provoca las heridas, las detecta y las saca al aire.
Su brutalidad es intelectual, raras veces física, y por eso es efectiva. La
cámara de Haneke hurga en la llaga, hace preguntas, incomoda desde la quietud y
el silencio. Es como esos parásitos que socaban el organismo sin mostrar daños
aparentes: cuando te quieres dar cuenta, estás arruinado por dentro. Haneke es
el perfecto nihilista, el profeta callado de nuestros temores. La depuración de
su estilo alcanza el cénit en “Amor”.
La
historia de un matrimonio de ancianos que asiste impotente al deterioro físico
de uno de ellos, sirve a Haneke para filmar la que, probablemente, sea su
película más terrible, la de mayor grado de crueldad. Los motivos son varios:
se trata de un mal cotidiano, reconocible en muchas familias y que cualquier
espectador puede identificar como suyo. Una dolencia que Haneke retrata desde
la frialdad, con la dedicación de un notario. Su mirada evita todos los
filtros: aquí no hay lágrimas ni rostros crispados ni músicas que subrayen ni
grandes sentencias. No encontramos el golpe de efecto de “Funny games” ni la
estilización visual de “La cinta blanca”, tan solo la crudeza aséptica y
desnuda de unas imágenes implacables, que eluden el recurso melodramático, la
catarsis. Haneke esconde los trucos fáciles (los ataques de la enfermedad, las
crisis) para mostrar el drama sin colorantes ni conservantes. Nunca pierde el
respeto por sus personajes, aun cuando la humillación es uno de los temas
principales. Todo este horror apagado, esta pena en sordina no hace sino
amplificar la tragedia y demoler las barreras de la ficción, obligando al
espectador a plantearse cuestiones como: ¿Hasta dónde se puede llegar por
amor?
La
actitud moral de la película está en consonancia con su forma, ambos aspectos
se definen y se complementan. “Amor” está construida hábilmente sobre el empleo
de la elipsis y del fuera de campo, alterna los planos largos con el montaje,
lo que consigue generar una percepción particular del tiempo y del espacio. En
este sentido, el piso donde viven los dos ancianos funciona como un personaje
más, es el testigo mudo del desastre que encierran sus paredes, y que
solo encuentra consuelo en el vuelo extraviado de una paloma. Esta es una de
las escasas concesiones al simbolismo que se permite el director alemán, que
deposita el peso de la película sobre Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva.
Los veteranos actores alcanzan tal grado de implicación con sus personajes que
resulta difícil sustraerse al influjo de sus presencias, al hechizo de sus
viejas miradas. El trío que forman Trintignant, Riva y Haneke logran que “Amor” sea mucho más que una buena película, una obra trascendente, un ejercicio de honestidad resultado de la madurez creativa, de esa mezcla rara de reflexión e inspiración.