EL PECADO DE CLUNY BROWN. "Cluny Brown" 1946, Ernst Lubitsch

Aunque no alcanza el grado de popularidad de otras comedias de Ernst Lubitsch, El pecado de Cluny Brown es un ejemplo perfecto de las virtudes del director en cuanto a narrativa y puesta en escena. Hay enredos sentimentales, diálogos ingeniosos, situaciones inesperadas y un buen número de personajes secundarios que alcanzan en importancia a los protagonistas. Al igual que sucede en otros títulos del autor, Cluny Brown esconde bajo su apariencia amable de comedia sofisticada un mordaz tratado sobre la lucha de sexos y de clases, con interpretaciones ajustadas y una producción cuidada al detalle. En definitiva, puro Lubitsch.
La película tiene asociada, además, una circunstancia que no se puede pasar por alto: se trata del último trabajo terminado por Lubitsch (después vino La dama del armiño, que completó Preminger cuando sobrevino la muerte del director). Por lo tanto, Cluny Brown tiene el honor de cerrar una filmografía brillante en plena madurez, bien es verdad que de manera fortuita, pero no por ello sin significado. En Cluny Brown resplandece el carácter libertario del director y su visión a la vez crítica y optimista de la vida, capaz de transmitir un entusiasmo contagioso.
Nada más comenzar el film, hay una escena de aire teatral en la que dos hombres de personalidades contrapuestas exponen sus respectivos problemas. Uno de ellos es el protagonista, magníficamente encarnado por Charles Boyer, cuya vida se transforma con la irrupción de la fontanera vocacional representada por Jennifer Jones. Una joven que se enfrenta a las desigualdades del entorno social con una mezcla de instinto y voluntad, ya que todos persisten en señalar el carril que debe seguir una chica de su condición. Todos menos su partenaire, claro está. Sin embargo, Cluny Brown es una historia de amor no correspondido, y esto hace que la película sea especial. Ella deja claro que él "no es su tipo", y ahí surge el conflicto que los protagonistas deberán salvar en adelante.
La acción se traslada de la ciudad de Londres a la campiña inglesa, lugares donde todavía se cita a Shakespeare y se invoca el orgullo del imperio británico, a pesar de que la II Guerra Mundial está llamando a las puertas. Una ocasión histórica que Lubitsch aprovecha para disparar su mirada incisiva y caricaturesca sobre todo lo que se mueve: ricos aburridos, idealistas de manual, aristócratas con nostalgia, sirvientes serviles, provincianos con ínfulas... y así hasta completar una fauna que resultaría espeluznante si no fuera tan divertida. No queda títere con cabeza salvo la pareja protagonista, protegida por ejercer la sana libertad de llevar la contraria y querer dar "ardillas a las nueces".
Lubitsch desarrolla cada momento con un prodigioso sentido del ritmo y una planificación fluida y elegante, que pone la misma atención a la evolución de los diálogos y a las acciones de los personajes. Como es habitual, Cluny Brown exhibe una inteligente puesta en escena que reviste las imágenes de ese clasicismo que nunca pasa de moda porque su función principal es respetar la trama. De técnica impecable y gran acabado formal, el film logra que el espectador se sienta inteligente, puesto que el argumento juega con la capacidad de sorpresa y anticipación que permite al público rellenar los huecos abiertos por las famosas elipsis, marca de la casa. La novela original de Margery Sharp luce bien en pantalla gracias al estupendo reparto de actores y al pulso del director, siempre bajo la denominación de ese milagro para el cine que fue el toque Lubitsch.
A continuación, un estupendo ejercicio de montaje realizado por Sandro Lecca en torno a otra de las constantes de Ernst Lubitsch, las puertas. Que lo disfruten:

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O QUE ARDE. 2019, Oliver Laxe

Oliver Laxe dirige su tercer largometraje en Galicia, cuna familiar y lugar propicio para que confluyan la ensoñación y la memoria. Dos conceptos hibridados en la literatura por autores como Wenceslao Fernández Florez o Álvaro Cunqueiro, y que asoman de cuando en cuando en el cine aprovechando la exuberancia del paisaje y las cualidades de la luz. Precisamente, O que arde comienza con una escena llena de misterio, casi una fantasmagoría: en plena noche, una cuadrilla de máquinas avanza a través de un bosque de eucaliptos mientras suena un aria de Händel y los árboles altísimos van cayendo. Uno de los vehículos se detiene ante un tronco seco que permanece en pie, una especie autóctona que ilustra la dicotomía entre tradición y modernidad, entre lo natural y lo provocado. Esta tensión recorre la película por medio de símbolos como el agua, el fuego o la vegetación, elementos que Laxe no emplea para encriptar el relato sino para hacerlo esencial y sublimar los detalles, a la manera en que lo hacen los poetas. Cuando Amador, el protagonista, desbloquea a mitad de película el fluir de un manantial, está tratando de hacer eso mismo con su vida, obstruida tras un periodo en la cárcel. El personaje ha obtenido la libertad y regresa a casa de su madre para reorganizar sus ideas, un retorno que ofrece paralelismos entre la ficción y la trayectoria de Oliver Laxe quien, después de haber localizado sus anteriores películas en el Magreb, filma por primera vez en los paisajes de su niñez. Esta circunstancia carga la mirada del director de intimidad y le confiere algo de periplo personal, de reconocimiento.
O que arde arroja una perspectiva lírica sobre la realidad de una época y una región. Los montes de Lugo son el escenario perfecto para las pasiones soterradas, que se vuelven ceniza al calor de los incendios. Hay otras amenazas como la expansión del turismo y ese pasado que siempre está ahí, en forma de ritos o de culpas aún por purgar. Laxe presenta los diferentes temas con el costumbrismo más cercano, pero también con la profundidad de un cineasta que ejercita su sentido plástico en busca de imágenes expresivas, compuestas con la intención de narrar más cosas de lo que parece a simple vista para apelar al subconsciente del espectador. Así, la soledad de Amador queda patente en muchos encuadres y en el montaje, los cuales le sitúan en los ángulos de la pantalla que denotan aislamiento y refuerzan esa mezcla de extrañeza y enigma que posee la película. Todo de modo sutil, sin subrayados ni artificios evidentes, y con la fotografía de Mauro Herce dotando a la historia de la atmósfera húmeda y gris que define el carácter de los personajes.
Las consideraciones filosóficas que suscita el film están unidas a las físicas, más prosaicas pero igual de importantes. Porque los personajes de O que arde están muchas veces en movimiento, recorriendo los escenarios y realizando distintas acciones. De hecho, la relación entre Amador y Benedicta, su madre, está marcada por los hábitos y los gestos en la mesa, en el campo, en las tareas cotidianas. También hay palabras, breves, y un sentido de la distancia que se materializa en los planos generales. Lo más destacable es la creación de un espacio donde conviven y se confrontan lo individual y lo colectivo, una región sin tiempo concreto ya que, aunque la historia que se narra está ambientada en la actualidad, bien podría haber sucedido hace décadas (es notable la ausencia de dispositivos móviles, y las únicas referencias contemporáneas son los vehículos y un noticiero que alude a un hecho ocurrido tiempo atrás).
Esta es la Galicia que retrata Oliver Laxe a través de una cámara que no toma partido ni juzga a los personajes, función que deposita en el público. Solamente al final, con la irrupción de las llamas, el punto de vista se introduce de lleno en la acción y la naturaleza se vuelve protagonista, incluso en su debacle. Porque uno de los temas principales es la transformación del entorno y la adaptación deseada por unos y despreciada por otros, el desajuste entre lo casual y lo causal. Hay mucho que desentrañar en O que arde, lo que no es necesario para verla pero tal vez sí para disfrutarla en toda su riqueza y complejidad. Se trata de cine adulto, contado como si fuera un cuento sencillo e insólito a la vez, un poema que el espectador exigente recibirá como un regalo.

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LOS MISERABLES. "Les misérables" 2019, Ladj Ly

En 2017, el director Ladj Ly filma en el barrio donde reside Los miserables, un cortometraje que le otorga notoriedad y cuyo título remite a la novela de Victor Hugo. No se trata de una adaptación, sino de una recreación de los planteamientos morales y los conflictos sociales puestos al día en los suburbios de París que inspiraron al escritor 150 años atrás. Tras la buena recepción de este temprano trabajo, Ly decide desarrollar la idea en un largometraje que se estrena dos años después, con los mismos actores e idénticas intenciones: denunciar la arbitrariedad con la que se aplica la ley y el orden en las zonas más vulnerables de la ciudad, las relaciones de poder y las desigualdades presentes en las distintas comunidades.
La película se inicia con una escena plena de entusiasmo y optimismo: la selección francesa de fútbol gana la Copa Mundial y todos lo celebran en la calle, sin que se muestre ni una sola imagen deportiva. En vez de acceder al estadio, la cámara se queda en la calle, en un bar donde los aficionados observan atentos el partido, antes de lanzarse a ese sucedáneo de revolución que son las algaradas de hinchas gritando eufóricos a lo largo de la Avenida de los Campos Elíseos. Sin embargo, la mayoría de esas personas no encontrarán más motivos de alegría cuando tomen el metro para desplazarse al extrarradio en el que habitan, en grandes bloques de hormigón construidos como colmenas para personas sin recursos. Allí sucederá el resto del metraje, lugar al que llega un nuevo agente de policía recién incorporado a una patrulla encargada de velar por la seguridad de la zona. La mirada del cabo Ruiz coincide con la del público, puesto que el núcleo de la acción reside en el contraste y la estupefacción que siente el personaje frente a la actitud de sus compañeros, dos profesionales curtidos que se mueven como sheriffs en una reserva india.
La máxima virtud de Los miserables es la verosimilitud con la que está narrada, por medio de una cámara a veces en movimiento y a veces estática, según lo requiere el relato, pero que siempre permanece atenta a los detalles. Tanto las interpretaciones de los actores como la fotografía y el diseño de sonido transmiten la naturalidad necesaria para que el espectador se adentre en la historia, sin artificios ni buscando el sensacionalismo de otros films de temática semejante. Al contrario, Ly aplica la contención y maneja el material sensible que tiene entre manos con cuidado y mesura. Se nota que conoce bien de lo que habla, que está familiarizado con esas calles y esas gentes que retrata sin condescendencia ni recurrir a los arquetipos de género. La película es un drama social con el tempo y la energía de un thriller, siempre en constante evolución y con diálogos extraídos de las propias aceras en las que acontecen los hechos. Por eso, el acierto de Los miserables consiste en actualizar las mismas reivindicaciones expresadas por Hugo con el lenguaje del presente y el clima generado por los acontecimientos actuales, como las protestas de los chalecos amarillos. Así, el agente Chris se presenta como la renovación cinematográfica del literario inspector Javert, y la inclusión en la trama de las nuevas tecnologías asociadas a las redes sociales y aparatos como el dron, dotan al conjunto de una inmediatez oportuna, casi urgente.
Hay que agradecer que el director no caiga en el adoctrinamiento ni en la moraleja fácil que, llegado el final, corresponde a Victor Hugo: "No hay malas hierbas ni hombres malos. Solo hay malos cultivadores". Precisamente, el hecho de que Ladj Ly deje el final más que abierto, inconcluso, obliga al espectador a adoptar sus propias resoluciones y a ampliar el foco de lo individual a lo colectivo, del protagonismo de los personajes principales a esa masa que puebla el barrio de Montfermeil la cual, ayer como hoy, es denominada Los miserables.

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SPAIN IN A DAY. 2016, Isabel Coixet

El proyecto Life in a day se inició en 2010 con un alcance global: consistía en que personas de todo el mundo grabasen el mismo día del año un vídeo que subirían a YouTube y que luego podría ser seleccionado para formar parte de un largometraje documental. El título de la película resultante ilustra la voluntad de retratar cómo es la vida en el planeta a través de la experiencia de personas comunes, quienes captaron lo que tenían alrededor y respondieron a las preguntas: ¿Qué amas? ¿A qué le temes? ¿Con qué sueñas? Una idea que ha sido reproducida después en diferentes países como el Reino Unido, Japón e Italia, esta vez tratando de abarcar el ámbito nacional para representar sus propias realidades sociales, económicas, políticas y culturales.
En 2015, Televisión Española se asocia con la productora que inauguró el proyecto (propiedad de Ridley Scott) y con Mediapro para dar luz verde a Spain in a day, la versión oriunda que reproduce el mismo modelo de sus antecesoras. Para ello se contrata a dos profesionales de primer nivel, Isabel Coixet en la dirección y Alberto Iglesias en la composición musical. El día elegido para las grabaciones de los participantes es el 24 de octubre, una fecha tan corriente y tan excepcional como cualquier otra. Son 24 horas en las que la gente nace, cumple años, se casa, viaja, sobrelleva la enfermedad... vive, al fin y al cabo. Todo ello y mucho más a lo largo de los más de 22.600 vídeos recibidos, lo cual exige una ardua labor de elección y montaje. La dificultad de Spain in a day reside en dar forma al ingente material acumulado, en vertebrar un discurso que cumpla con la finalidad del proyecto. La labor de Coixet y de su nutrido grupo de editores es, pues, encomiable, porque el resultado que arroja la película contiene emoción, reflexión, diversión y todo lo necesario para sintetizar, en apenas ochenta minutos de duración, la identidad de un país.
Para evitar el caos y la dispersión en el montaje, la estructura del documental se divide en bloques que siguen la continuidad temporal del día y en los que las personas responden a las cuestiones planteadas. Algunos de los participantes aparecen de forma alterna y otros encuentran su momento determinado, según el desarrollo de su vivencia. Entre medias hay secuencias de transición que sirven como separadores y que poseen una unidad temática: baile, deporte, transportes, celebraciones... lo cual ilustra las prácticas más habituales y completa el mosaico que supone el film.
En suma, Spain in a day es un experimento bien acabado que aúna instantes cuya importancia se adquiere en el conjunto. Esa es la virtud que define un buen collage, la capacidad de que los detalles obtengan trascendencia y, sobre todo, que ganen significado dentro de la totalidad de la película. La propia naturaleza del proyecto hará que Spain in a day se revalorice con el tiempo, a causa de su valor antropológico y de la captura de una época que tiene aquí un magnífico archivo de imágenes y un documento irremplazable.

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LARGO VIAJE HACIA LA NOCHE. "Di qiu zui hou de ye wan" 2018, Bi Gan

Una de las características clásicas de la crítica cinematográfica consiste en evaluar de manera estanca la narración y la forma de una película, el continente del contenido. Un recurso heredado de la crítica teatral y literaria del siglo XIX que, al principio, ayudó a los periodistas a asentar sus argumentos, pero que el tiempo va poniendo en entredicho porque el cine posee un lenguaje propio diferente al de otras disciplinas, además de una evolución compleja a lo largo de sus 125 años de vida. Hay títulos que parecen nacidos para cuestionar esta práctica, como Largo viaje hacia la noche.
El segundo largometraje de Bi Gan cuestiona esos supuestos límites que separan las imágenes de la ficción, convirtiendo la pantalla en un espacio donde se proyecta el pensamiento observador del público. No es un artificio retórico, sino una propuesta que aúna las miradas del director y del espectador para erigirse en el elemento principal del relato, hasta el punto de que los intrincados vericuetos del guion adoptan un papel secundario ante la propia experiencia del cine. Es algo parecido a lo que sucede con cierto tipo de poesía, que no busca ser descifrada a pesar de acumular símbolos y subtextos. Lo que pretende Largo viaje hacia la noche es generar un estado mental, una sensación que tiene que ver con la actitud de los personajes, la atmósfera, las decisiones estéticas... en resumen: con todos esos elementos que tradicionalmente envuelven la historia, pero que aquí son la historia.
Para lograr esta impresión, Bi Gan practica un estilo ausente de naturalidad, manierista y barroco, basado en explotar las posibilidades expresivas de la puesta en escena. La cámara asume entidad y compone los planos con refinamiento, otorgando gran importancia a los colores de la fotografía y a la profundidad de campo. Son encuadres casi siempre en movimiento, que se vertebran con fluidez en el montaje y que proporcionan un efecto alucinado, semejante a la hipnosis. De este modo se invita a participar al espectador, una invitación convertida en apelación en la segunda mitad del film, cuando el protagonista encarnado por Huang Jue se sienta en la butaca de un cine para ver la película Largo viaje hacia la noche. Es el metacine reforzado por la técnica, ya que lo que sigue a continuación es un plano secuencia de 50 minutos con elementos en 3D, filmado por tierra y por aire bajo la consigna del más difícil todavía. Una proeza que sitúa a Bi Gan entre los plusmarquistas del plano largo no por capricho, puesto que el sentido de este bloque aparentemente sin sentido es introducir el relato en el terreno de la ensoñación y la memoria, sin que exista diferencia entre ambos. No en vano, la película gira en torno a la frase que se pronuncia en uno de los diálogos: "Los sueños son recuerdos olvidados". Los personajes aportan otras claves que ayudan a descifrar las alegorías (el reloj como representación de la eternidad, la bengala como representación de lo transitorio), en un enigma constante que nunca llega a desvelarse del todo. En este sentido, el trabajo de Bi Gan se asemeja al de otros autores como David Lynch o Apichatpong Weerasethakul.
No conviene ahondar demasiado en los misterios de la película para no romper el hechizo desplegado en cada fotograma por Bi Gan, director chino llamado a agitar las aguas del panorama internacional como en su día hicieron Zhang Yimou o Wong Kar-wai. Largo viaje hacia la noche es un arrebato de cine puro, tan consciente de sí mismo que es fácil sentirse atrapado o repelido por sus elaboradísimas imágenes. Tal vez exijan predisposición, pero aquellos interesados en participar en su juego obtendrán a cambio una fascinación que no se encuentra fácilmente en las carteleras.

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MIENTRAS DURE LA GUERRA. 2019, Alejandro Amenábar

La trayectoria de Alejandro Amenábar contiene diversos ejemplos que ilustran las complejidades del oficio de cineasta: desde su inmediata coronación como niño prodigio y el idilio con la taquilla y los premios, hasta la posterior crisis creativa y el intento de desarrollar una carrera internacional, todo ello con éxitos tan contundentes como fracasos. Tras el resultado decepcionante de Regresión, Amenábar da un nuevo giro de timón y vuelve a filmar en su idioma natal después de quince años, relatando por primera vez un capítulo significativo de la historia de España. El escritor Miguel de Unamuno es la figura central de Mientras dure la guerra, que no es una biografía sino el relato de su toma de conciencia durante los días trágicos del ascenso de Franco al liderazgo del bando nacional.
La mayor parte de la acción sucede en Salamanca, en 1936. Los golpistas ganan posiciones frente al gobierno de la República y preparan la toma de Madrid, mientras instalan su cuartel de mando en la ciudad castellanoleonesa. Allí, el prestigioso literato ve cómo las personas de su alrededor son agraviadas y él mismo tendrá que tomar partido y replantearse sus convicciones ante el advenimiento de la barbarie, representada en la figura del generalísimo y de la corte de personajes que le rodean: Millán-Astray, los generales Mola y Cabanellas, Nicolás Franco... Mientras dure la guerra mantiene el afán por narrar unos acontecimientos reales bajo los estrictos códigos de la ficción, apelando a las emociones y los sentimientos. Como es habitual, Amenábar emplea un lenguaje visual que acude a referencias clásicas y contemporáneas provenientes de Hollywood, en especial al estilo de directores como Spielberg. La riqueza de la planificación, el dinamismo de la cámara y el montaje, la expresividad de la fotografía y el sonido, todos los elementos recrean el espíritu de un cine que tiende siempre al espectáculo. Aquí no hay engaños. Que los historiadores se relajen y que nadie busque una intención documental, porque lo que pretende Amenábar es construir un relato de buenos y malos a partir de hechos verídicos, una actitud que depara aciertos y desaciertos.
Las virtudes de la película se resumen en la capacidad de trasladar al gran público un episodio de hondo calado político y social, que a menudo se restringe al interés de los estudiosos y los aficionados. Mientras dure la guerra aspira a llegar al mayor número posible de espectadores, y para ello incurre en obviedades como un maniqueísmo de tintes caricaturescos (deliberado, pero que en ocasiones subraya demasiado) y en una simplificación de los planteamientos narrativos. Basta contemplar la escena alegórica del despertar de Unamuno, en la cual se cruzan los tiempos pasado y presente, una metáfora un tanto banal del despertar de su consciencia. Es la cara y la cruz de un film de técnica elaborada, que deposita en su extenso reparto muchos de los mejores momentos. En torno al protagonista encarnado por Karra Elejalde se congregan Eduard Fernández, Santi Prego, Tito Valverde, Patricia López Arnaiz, Luis Bermejo, Carlos Serrano-Clark... y muchos otros nombres que completan el paisaje humano de la película. Todos cumplen a la perfección con su cometido, teniendo en cuenta que lo que se busca en ellos es una representación estereotipada, y no un retrato fidedigno. La habilidad de Amenábar consiste en que esta decisión no suponga un defecto, teniendo en cuenta el material sensible que tiene entre manos.
La casualidad quiso que Mientras dure la guerra se estrenase a pocos días de que los restos del dictador fueran desahuciados de su mausoleo honorario, cuarenta y cinco años después del entierro, un suceso que coincide con el resurgir de la extrema derecha en el panorama político español y la polarización ideológica de los partidos aspirantes a gobernar. El séptimo largometraje de Alejandro Amenábar tiene el don de la oportunidad y, por lo tanto, no puede ser visto solo como una distracción con trasfondo histórico, sino como un recordatorio urgente del país del cual venimos y al que no debiéramos nunca regresar. El célebre discurso de Unamuno continúa vigente, así como el aviso de que la mediocridad y la incultura siguen siendo una amenaza todavía hoy. Es una lástima que las nobles intenciones del director no se traduzcan en la gran película que Mientras dure la guerra podía haber sido, si la voluntad de entretener no se hubiese impuesto a la de generar una reflexión colectiva.

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