O QUE ARDE. 2019, Oliver Laxe

Oliver Laxe dirige su tercer largometraje en Galicia, cuna familiar y lugar propicio para que confluyan la ensoñación y la memoria. Dos conceptos hibridados en la literatura por autores como Wenceslao Fernández Florez o Álvaro Cunqueiro, y que asoman de cuando en cuando en el cine aprovechando la exuberancia del paisaje y las cualidades de la luz. Precisamente, O que arde comienza con una escena llena de misterio, casi una fantasmagoría: en plena noche, una cuadrilla de máquinas avanza a través de un bosque de eucaliptos mientras suena un aria de Händel y los árboles altísimos van cayendo. Uno de los vehículos se detiene ante un tronco seco que permanece en pie, una especie autóctona que ilustra la dicotomía entre tradición y modernidad, entre lo natural y lo provocado. Esta tensión recorre la película por medio de símbolos como el agua, el fuego o la vegetación, elementos que Laxe no emplea para encriptar el relato sino para hacerlo esencial y sublimar los detalles, a la manera en que lo hacen los poetas. Cuando Amador, el protagonista, desbloquea a mitad de película el fluir de un manantial, está tratando de hacer eso mismo con su vida, obstruida tras un periodo en la cárcel. El personaje ha obtenido la libertad y regresa a casa de su madre para reorganizar sus ideas, un retorno que ofrece paralelismos entre la ficción y la trayectoria de Oliver Laxe quien, después de haber localizado sus anteriores películas en el Magreb, filma por primera vez en los paisajes de su niñez. Esta circunstancia carga la mirada del director de intimidad y le confiere algo de periplo personal, de reconocimiento.
O que arde arroja una perspectiva lírica sobre la realidad de una época y una región. Los montes de Lugo son el escenario perfecto para las pasiones soterradas, que se vuelven ceniza al calor de los incendios. Hay otras amenazas como la expansión del turismo y ese pasado que siempre está ahí, en forma de ritos o de culpas aún por purgar. Laxe presenta los diferentes temas con el costumbrismo más cercano, pero también con la profundidad de un cineasta que ejercita su sentido plástico en busca de imágenes expresivas, compuestas con la intención de narrar más cosas de lo que parece a simple vista para apelar al subconsciente del espectador. Así, la soledad de Amador queda patente en muchos encuadres y en el montaje, los cuales le sitúan en los ángulos de la pantalla que denotan aislamiento y refuerzan esa mezcla de extrañeza y enigma que posee la película. Todo de modo sutil, sin subrayados ni artificios evidentes, y con la fotografía de Mauro Herce dotando a la historia de la atmósfera húmeda y gris que define el carácter de los personajes.
Las consideraciones filosóficas que suscita el film están unidas a las físicas, más prosaicas pero igual de importantes. Porque los personajes de O que arde están muchas veces en movimiento, recorriendo los escenarios y realizando distintas acciones. De hecho, la relación entre Amador y Benedicta, su madre, está marcada por los hábitos y los gestos en la mesa, en el campo, en las tareas cotidianas. También hay palabras, breves, y un sentido de la distancia que se materializa en los planos generales. Lo más destacable es la creación de un espacio donde conviven y se confrontan lo individual y lo colectivo, una región sin tiempo concreto ya que, aunque la historia que se narra está ambientada en la actualidad, bien podría haber sucedido hace décadas (es notable la ausencia de dispositivos móviles, y las únicas referencias contemporáneas son los vehículos y un noticiero que alude a un hecho ocurrido tiempo atrás).
Esta es la Galicia que retrata Oliver Laxe a través de una cámara que no toma partido ni juzga a los personajes, función que deposita en el público. Solamente al final, con la irrupción de las llamas, el punto de vista se introduce de lleno en la acción y la naturaleza se vuelve protagonista, incluso en su debacle. Porque uno de los temas principales es la transformación del entorno y la adaptación deseada por unos y despreciada por otros, el desajuste entre lo casual y lo causal. Hay mucho que desentrañar en O que arde, lo que no es necesario para verla pero tal vez sí para disfrutarla en toda su riqueza y complejidad. Se trata de cine adulto, contado como si fuera un cuento sencillo e insólito a la vez, un poema que el espectador exigente recibirá como un regalo.