El hombre de al lado. 2009, Mariano Cohn y Gastón Duprat

Las normas clásicas de la narración advierten de que así como cualquier ficción debe contar con un protagonista, del mismo modo debe haber un antagonista, un elemento que dificulte la consecución de los objetivos de la historia. Sin embargo, hay películas que tratan de romper estos márgenes y de difuminar los clichés entre buenos y malos, entre el héroe y su némesis. “El hombre de al lado” es uno de estos films, un curioso estudio antropológico que juega con elementos de drama y de comedia para transmitir al espectador el desasosiego que propone su punto de partida: la relación entre dos vecinos de condición y carácter contrapuestos, a raíz de la apertura en una pared del hueco para construir una ventana. Este agujero en el sentido real del término también funciona a nivel simbólico, y por él se cuelan las frustraciones y los anhelos, la envidia, la desazón y el esperpento que para siempre unirá a estos dos extremos opuestos.
Los directores y guionistas Mariano Cohn y Gastón Duprat manejan con precisión los hilos del relato, situando la cámara en el lugar más adecuado para que el público tome partido implicándose en cuanto sucede en la pantalla, no de una manera invasiva sino con una calculada equidistancia, atenta al desarrollo de los personajes magníficamente interpretados por Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz. Ellos llevan el peso de la trama y esconden en sus pliegues y sus aristas lo mejor de “El hombre de al lado”, dando credibilidad a unos personajes que escapan del tópico por medio de actitudes tan extrañas como reconocibles. El trabajo de ambos encaja perfectamente con el decorado que los envuelve, no por casualidad la mayor parte del film está rodado en la Casa de Curutchet que Le Corbusier construyó en la ciudad de La Plata. Algo del estilo limpio y rectilíneo del arquitecto suizo hay en “El hombre de al lado”, pues el guión va trazando una serie de líneas que buscan sus propios ángulos hasta la conclusión de la historia, en un conjunto depurado y armónico, austero y profundamente humanista.
En definitiva, se trata de una producción argentina construida sobre la dicotomía entre el orden y el caos, que explota las relaciones de poder y lo maleable de las personas bajo determinadas circunstancias.
A continuación, una de las más brillantes escenas del film. Corrosión pura en un entorno de diseño:


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Take shelter. 2011, Jeff Nichols

El maridaje entre el cine y la psicología ha dado abundantes y diversos frutos a lo largo de la historia: trastornos de personalidad, alteraciones de conducta y psicopatías varias han nutrido dramas, películas de suspense, de terror… desde “El gabinete del doctor Caligari” hasta “Memento”, pasando por “Psicosis”, “Lilith” y una larga lista de que tiene en “Take shelter” uno de sus últimos ejemplos.
En esta ocasión, el fantasma que sobrevuela a su protagonista es el de la esquizofrenia, enfermedad heredada de la madre, que comienza a manifestarse mediante visiones violentas y amenazadoras. El acierto del director y guionista Jeff Nichols es el de haber dado con el tono adecuado para que la película no caiga en efectismos innecesarios ni en pirotecnias dramáticas, tan afines al género. Al contrario, “Take shelter” es un film austero tanto en el presupuesto como en el argumento. El espectador asiste al progresivo convencimiento del protagonista de que algo no funciona bien en su cabeza, traducido en un desasosiego que enrarece la pantalla, un ruido de fondo extraño que advierte que lo peor está por llegar.
“Take shelter” funciona también como el retrato de esa América de los suburbios con dificultades para llegar a fin de mes y cuyas inquietudes se resuelven en torno a una cerveza después del trabajo. En ese aspecto, Nichols elabora una eficaz estampa costumbrista que da credibilidad a la historia, algo a lo que sin duda contribuyen las exigentes y magníficas interpretaciones de Michael Shannon y Jessica Chastain, dando vida al matrimonio protagonista. Ellos encarnan con convicción el lado más humano de una enfermedad a menudo estereotipada en el cine, y que aquí se refleja con una mesura no exenta de ambigüedades. Porque Nichols se reserva en la manga un as que trastoca toda la película justo en la última escena, tras un engañoso final que no desvelaré para no ganarme nuevos enemigos. La sensación al salir del cine es de sorpresa, de haber presenciado un ingenioso truco que desmonta todo lo visto anteriormente reportando una satisfacción malsana, pero satisfacción al fin y al cabo.

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El viaje del director de recursos humanos. “Shlichuto shel hamemune al mashabei enosh” 2010, Eran Riklis

Fiel a su voluntad de construir parábolas, el cineasta israelí Eran Riklis vuelve a tomar un hecho aislado para dibujar el paisaje de una tierra y de sus gentes desde una perspectiva crítica que no elude, sin embargo, el humor ni la condescendencia. Partiendo de un hecho tan triste como es la muerte en atentado terrorista de una joven extrajera que trata de ganarse la vida en el servicio de limpieza de una gran panadería, Riklis elabora un retrato de conjunto en el que personajes de diferentes características deben acompañar el cuerpo de la mujer hasta su pueblo natal para darle sepultura.
El tono agridulce del relato se ve salpicado por escenas donde convive el naturalismo crudo de unos tiempos difíciles con el esperpento de situaciones que, de tan trágicas, resultan absurdas. Individuos heridos por las circunstancias con un director de recursos humanos al frente que, en el colmo de la paradoja, se ve incapacitado para las relaciones sociales.
La película es a la vez una historia de superación y una road movie atípica en la que los elementos políticos aparecen como causa y como reacción de los desastres que se ven en la pantalla. El recorrido desde Jerusalén hasta un pequeño pueblo de Rumanía traza el mapa del desencanto que se convierte, y aquí está la grandeza del film, en un viaje iniciático, en la búsqueda por parte de cada uno de los personajes de una razón que les haga, sino mejores personas, por lo menos tolerables. Para ello Riklis esquiva las moralinas y los mensajes fáciles a los que se suelen prestar este tipo de argumentos, haciendo de “El viaje del director de recursos humanos” una película bien realizada, bien interpretada y, sobre todo, bienintencionada, sin que este término implique simplismo o menoscabo. En definitiva, un entretenimiento cargado de valores que, lejos de molestar, agudizan la trama deparando al espectador cien minutos de divertimento y reflexión, dos méritos difíciles de reunir en el cine de nuestros días y que demuestra la vocación humanista del director y guionista Eran Riklis.

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El hombre que vendió su alma. “The devil & Daniel Webster” 1941, William Dieterle

Fábula moral que denota el origen germánico de su autor, William Dieterle, uno de aquellos exiliados del nazismo que, al igual que Lang, Wilder y tantos otros, supieron adaptar su herencia europea a la industria de Hollywood.
“El hombre que vendió su alma” es una película que bien podría haber dirigido Frank Capra, pues contiene todas las claves de su cine y se enmarca en el conjunto de producciones surgidas al final de la Gran Depresión y al albor de la 2ª Guerra Mundial, es decir, cine aleccionador, que busca azuzar las conciencias y reforzar el espíritu patriótico del público estadounidense. Es así como debe ser visto el film y en consecuencia como debe ser valorado, en especial en lo tocante a la escena final del juicio y su discurso propagandístico. Una vez asumido el contexto en el que fue rodado “El hombre que vendió su alma”, sólo cabe disfrutar de este divertido cuento magníficamente dirigido, que debe sus influencias al expresionismo alemán que Dieterle llevaba en su bagaje y al huracán que supuso, para tantos cineastas, el estreno aquel mismo año del “Ciudadano Kane” de Welles.
El guión de “El hombre que vendió su alma” es conciso y se centra sólo en las escenas imprescindibles para contar la historia de un pobre granjero que vende su alma al diablo a cambio de siete años de buena suerte, lo que acrecienta el sentido de la concreción tanto en el texto como en las interpretaciones de los actores. Y aquí es donde conviene señalar el verdadero filón de esta película y buena parte de su relevancia, que es la irresistible encarnación del diablo por parte de un Walter Huston socarrón y lleno de energía. Entre el amplio elenco de buenos actores, el trabajo soberbio e inspirado de Huston permite que “El hombre que vendió su alma” sea más que una gran película, un clásico imprescindible.
Impagable la escena final, en la que el diablo elige a la que será su siguiente víctima:

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