Fábula moral que denota el origen germánico de su autor, William Dieterle, uno de aquellos exiliados del nazismo que, al igual que Lang, Wilder y tantos otros, supieron adaptar su herencia europea a la industria de Hollywood.
“El hombre que vendió su alma” es una película que bien podría haber dirigido Frank Capra, pues contiene todas las claves de su cine y se enmarca en el conjunto de producciones surgidas al final de la Gran Depresión y al albor de la 2ª Guerra Mundial, es decir, cine aleccionador, que busca azuzar las conciencias y reforzar el espíritu patriótico del público estadounidense. Es así como debe ser visto el film y en consecuencia como debe ser valorado, en especial en lo tocante a la escena final del juicio y su discurso propagandístico. Una vez asumido el contexto en el que fue rodado “El hombre que vendió su alma”, sólo cabe disfrutar de este divertido cuento magníficamente dirigido, que debe sus influencias al expresionismo alemán que Dieterle llevaba en su bagaje y al huracán que supuso, para tantos cineastas, el estreno aquel mismo año del “Ciudadano Kane” de Welles.
El guión de “El hombre que vendió su alma” es conciso y se centra sólo en las escenas imprescindibles para contar la historia de un pobre granjero que vende su alma al diablo a cambio de siete años de buena suerte, lo que acrecienta el sentido de la concreción tanto en el texto como en las interpretaciones de los actores. Y aquí es donde conviene señalar el verdadero filón de esta película y buena parte de su relevancia, que es la irresistible encarnación del diablo por parte de un Walter Huston socarrón y lleno de energía. Entre el amplio elenco de buenos actores, el trabajo soberbio e inspirado de Huston permite que “El hombre que vendió su alma” sea más que una gran película, un clásico imprescindible.
Impagable la escena final, en la que el diablo elige a la que será su siguiente víctima: