LA BROMA. "Žert" 1969, Jaromil Jireš

Segundo largometraje dirigido por Jaromil Jireš, perteneciente al movimiento de la Nueva Ola Checoslovaca que él mismo ayudó a consolidar en la década de los sesenta. Vista hoy, La broma mantiene intactas sus virtudes tanto históricas como artísticas, ya que logra conjugar el retrato sociopolítico de la época con las formas del cine de vanguardia, todo ello con un fuerte componente personal por parte de Jireš. Al igual que tantos creadores e intelectuales de su país, él también padeció la censura del régimen comunista, una represión que ya se denuncia en la novela homónima de Milan Kundera que sirve como base para la película y que se había publicado apenas un par de años antes. El propio escritor participa en el guion junto a Jireš, en un grito colectivo de hartazgo que trasciende la experiencia individual y que emplea el humor negro y el distanciamiento para fortalecer la crítica.

La broma adopta una estructura fragmentada que mezcla tiempos y espacios en un mismo escenario fílmico, que es la mente del protagonista. Un científico que regresa a su ciudad natal para vengarse de la persona que le expulsó de la universidad y del partido a causa de un comentario jocoso escrito en una postal. En su devenir por los lugares del recuerdo se mezclan pasado y presente, lo cual obliga al director a buscar soluciones ingeniosas de montaje que establecen paralelismos visuales y argumentales, un diálogo entre imágenes y narración en el que también interviene la voz en off del personaje principal. Esto agudiza la atención del espectador y le hace partícipe de la trama, completando la información que se va desplegando en la pantalla poco a poco. El desvelamiento de las situaciones evoluciona a la vez que los personajes, bien interpretados por un grupo de actores que saben moverse y hablar con la destreza de los actores que provienen del teatro, con Josef Somr y Jana Dítětová a la cabeza. Las sensaciones que transmite el primero van del desprecio a la empatía, un tránsito hecho posible por su fisicidad y amplitud de registros, capaces de potenciar la humanidad sobre el discurso.

Jaromil Jireš incluye en La broma material documental que convive bien con la naturalidad de la fotografía en blanco y negro y los escenarios auténticos donde sucede la acción. La vida se cuela en el cine y lo transforma en testimonio de la realidad, aportando nuevas dimensiones al relato que permiten que la película sea percibida como un arma ideológica, hasta el punto de que estuvo prohibida en Checoslovaquia durante dos décadas. Para el presente y para el futuro, La broma es un pedazo de historia no tan lejana que nos advierte sobre los totalitarismos y los dogmas en contra de la libertad de expresión. La respuesta de Jireš se concentra en la mirada final del protagonista a cámara, un gesto de rabia que vale más que muchos mítines y panfletos.

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CALAMARI UNION. 1985, Aki Kaurismäki

La primera etapa de la filmografía de Aki Kaurismäki está integrada por trabajos en colaboración con su hermano Mika, hasta que debuta en solitario en la dirección adaptando la novela Crimen y castigo de Dostoyevski. Son años de experimentación y aprendizaje en los que juega con diferentes géneros, a la vez que va conformando un estilo que evolucionará con el tiempo. A mediados de la década de los ochenta se hace cargo de Calamari Union, el primero de sus títulos en el que parte de un texto original y en el que toma el camino opuesto al de cualquier convencionalismo.

Se trata de un ejercicio de comedia absurda filmado en blanco y negro en las calles de Helsinki, una sucesión de estampas surrealistas protagonizadas por un grupo de desarraigados llamados Frank que tratan de desplazarse de la parte baja de la ciudad a la alta, mucho más acomodada y habitable. A lo largo de varios días y noches, las situaciones irán ocurriendo sin más lógica que el azar y las ganas de sorprender del director, empleando el humor negro y las referencias al cine clásico (en especial al noir). Es fácil adivinar una sátira al sistema capitalista detrás de los desvaríos que marcan la acción, del mismo modo que hacían los autores de las vanguardias europeas a principios del siglo pasado.

En este periodo seminal de su carrera, Kaurismäki emplea una planificación rica en ángulos y movimientos de cámara que se parece muy poco al minimalismo y la depuración del lenguaje que terminarán siendo sus sellos de marca. En Calamari Union hay una necesidad de buscar encuadres y dinámicas de gran expresividad, que acompañan a los personajes y definen sus intenciones. Esta cuidada elaboración de las imágenes (con una fotografía muy contrastada en las escenas nocturnas, obra del inevitable Timo Salminen) mantiene una tensión con el aparente caos del relato, en una dicotomía que es el máximo atractivo del film. Hay otras polarizaciones que mezclan sin complejos la alta cultura y la cultura popular, con referencias literarias en los diálogos a Baudelaire, Michaux y Prévert, que conviven con la música rock y blues a veces interpretada en directo. No en vano, la mayoría de los actores provienen de bandas finlandesas a las que Kaurismäki ya había retratado en El gesto de Saimaa, un documental realizado tiempo atrás.

Por todos estos motivos, Calamari Union debe considerarse como una curiosidad dentro de la trayectoria de un autor esencial del cine nórdico, una exhibición de libertad creativa que sirve como preámbulo al primero de sus grandes títulos, Sombras en el paraíso, que Aki Kaurismäki estrenará un año después.

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INDIANA JONES Y EL DIAL DEL DESTINO. "Indiana Jones and the Dial of Destiny" 2023, James Mangold

Una de las características que define el cine de la presente época es el revisionismo y la recuperación de algunos iconos populares que formaron parte de la infancia y juventud de quienes hoy rondan los cincuenta años. Así, diferentes reinterpretaciones de títulos como Top Gun, Cazafantasmas, Cristal Oscuro o Karate Kid han vuelto con desigual fortuna a las pantallas grandes y pequeñas para avivar la nostalgia de una generación que busca reconocerse en sus referencias del pasado. Este sentimiento activa una maquinaria dispuesta a sacar rédito de la ilusión (absurda y falaz) de volver a sentirse joven, incluso a cuenta de desempolvar a héroes de aventuras hoy octogenarios como Indiana Jones.

El asunto es más grave si se piensa que la anterior y cuarta entrega del personaje, hace trece años, fue un absoluto desastre en términos cinematográficos y que Steven Spielberg, responsable de dar fama y prestigio a la trilogía original del Dr. Jones, declinó dirigir la quinta parte tras sucesivos aplazamientos del proyecto y disconformidad con el guion impuesto por el equipo financiero. Dichos antecedentes hacían temer lo peor de una continuación que se estrena con el propósito de poner el broche a la saga, transcurridas cuatro décadas desde el inicio. ¿Qué se puede decir de Indiana Jones y el Dial del Destino? Que sigue paso a paso el manual para contentar a los espectadores que disfrutaron de las películas precedentes, aplicando las consabidas fórmulas para epatar, entretener y emocionar en dosis perfectamente calculadas por los tres guionistas firmantes.

Esto significa que cada pieza del artefacto está diseñada para cumplir su función atendiendo a un patrón narrativo y estético prefijado, un automatismo que amortigua cualquier asomo de humanidad y de sorpresa... de hecho, cuando el imprevisto acontece, no es en beneficio del film y adopta la forma de deus ex machina (como sucede en la secuencia del clímax final). En otras palabras: Indiana Jones y el Dial del Destino parece haber sido creada por una inteligencia artificial que sitúa todos los elementos en su lugar correspondiente, aplicando cálculos ideados con meticulosidad por algoritmos y las demandas del fanservice. Todo es correcto, acaso demasiado. Falta pasión y humor, dos cualidades que engrandecieron las tres primeras películas de Spielberg, además de la genuina naturalidad del personaje en los diálogos y las escenas de acción, que aquí convierten al veterano arqueólogo en poco menos que un superhéroe (ay, esa cabalgada por los subterráneos de Nueva York).

No se trata solo de una cuestión de fe en las capacidades del protagonista (probadas de sobra en el pasado) sino en la falta de organicidad y de sentido físico que acompañaron siempre a Indy y que ahora han sido sustituidas por el CGI. Las imágenes generadas por ordenador tienen tanta importancia que ni la música del legendario John Williams, ni la fotografía del competente Phedon Papamichael, ni siquiera el desfile de actores que acompañan a Harrison Ford (Mads Mikkelsen, Toby Jones, Antonio Banderas y, por encima de todos, Phoebe Waller-Bridge) logran disipar la sensación de producto prefabricado que esconde sus aristas bajo gruesas capas de barniz digital. El director James Mangold cumple su cometido de que todo fluya con velocidad y energía en los ciento cuarenta minutos de duración, incurriendo en cierta desorganización en el montaje de las secuencias más dinámicas (hay persecuciones en todo tipo de vehículos por tierra, mar y aire en las que es difícil situar a los personajes). Como ocurre con los productos procesados, este Dial del Destino se consume con tanta despreocupación y agrado que termina resultando irrelevante, al contrario que las películas de Indiana Jones producidas en los ochenta. Tratar de reproducir aquel cine sin caer en el sucedáneo se antoja una tarea imposible porque los tiempos y las técnicas han cambiado. Pero sobre todo, ha cambiado el público. La nostalgia ya no es lo que era.

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20.000 ESPECIES DE ABEJAS. 2023, Estibaliz Urresola Solaguren

Después de una década realizando cortometrajes y documentales con un claro interés humanista, Estibaliz Urresola Solaguren aprovecha todo ese bagaje adquirido para asumir su primera obra larga, localizada en el País Vasco, su tierra natal. 20.000 especies de abejas pertenece a la categoría del drama de iniciación a la vida (lo que ahora se describe bajo el anglicismo coming-of-age) en el entorno rural, siguiendo una larga tradición dentro del cine español a la que han contribuido Erice, Trueba, Armendáriz, Cuerda o Carla Simón, entre muchos otros. Urresola incorpora a este género las confusiones de la identidad de género en la etapa infantil, una cuestión oportuna y no oportunista en el debate social del presente. Todo un reto que la directora y guionista resuelve aplicando la contención y el respeto por sus protagonistas, además del conocimiento del territorio y de su idiosincrasia.

La película está lo suficientemente pegada a la realidad como para hermanarse con el documental en algunos aspectos (la cámara en mano, la iluminación natural) y con el cine de ficción en otros (la construcción narrativa, el perfil de los personajes), en ambos casos producto de una gran elaboración. Urresola lleva a cabo un esmerado trabajo de depuración tanto en el relato como en la puesta en escena, sintetizando cada elemento hasta dejarlo en su esencia. Así, aunque la trama está poblada de circunstancias individuales y compartidas, el foco nunca se aparta del personaje principal. Esto evita que el espectador se distraiga con las ramificaciones que van creciendo a lo largo del film y, además, que participe y rellene los huecos abiertos por la elipsis y los fuera de campo, dos recursos que Urresola maneja con destreza. La directora no solo cuenta el tránsito hacia el reconocimiento de su género por parte de la niña protagonista, sino que también expone las diferencias con las que el entorno asiste a su evolución: padres, abuelas, tías, hermanos... todos ellos representan a una colectividad con virtudes y defectos identificables.

Es por ello que el plantel de la película resulta variado y ecléctico, con actores nóveles y otros experimentados en torno a la jovencísima Sofía Otero. Su mirada limpia se conjuga a la perfección con la de su madre, interpretada por Patricia López Arnaiz en uno de los papeles más exigentes de su carrera. En ambas gravitan los polos de esta película atenta a los detalles y en la que importa por igual lo que aparece en pantalla y lo que se omite, el texto y el subtexto contenido en las imágenes. Urresola emplea numerosos símbolos ya desde el mismo título, unos más evidentes que otros, hasta el punto de bordear en ocasiones el mensaje didáctico y la reflexión forzada (esto se aprecia en algunos diálogos, como las preguntas que formula la niña a sus mayores). La directora se preocupa de que sus intenciones queden claras dentro de un ambiente general de ocultación, situando a la película en un terreno intermedio que hace que el visionado sea muy estimulante y culmine en un final difícil de olvidar, cuando todas las piezas encajan.

Por estos y otros motivos, 20.000 especies de abejas se sigue con interés, casi fascinación, gracias a labor de los intérpretes y al estilo que emplea la directora para desplegar la historia, a la vez conciso y sugerente. Prueba de lo primero es la música únicamente diegética que suena en el film, y prueba de lo segundo es la fotografía apagada y norteña de Gina Ferrer, que aporta personalidad al conjunto. En suma, se trata de una de las películas más redondas y bellas del cine español reciente, la puesta de largo de Estibaliz Urresola Solaguren, cineasta a la que habrá que seguir de cerca.

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CINES DE VÍDEO. 2020, Wari O. Gálvez Rivas

El interés de Wari O. Gálvez Rivas por la historia de los cines de su país deriva en dos volúmenes de libros que preservan la memoria de las antiguas salas que existieron en Perú, además de un documental que lleva por título Cines de vídeo. En conjunto, se trata de un estudio pormenorizado que no se ocupa solo de los establecimientos de exhibición, sino que también se fija en las personas que trabajaron en ellos: propietarios, proyeccionistas, acomodadores, ilustradores de carteles... muchos aún viven y atesoran el testimonio de una época en la que el cine era el máximo entretenimiento popular.

Gálvez recoge las palabras de dichos profesionales a los que el documental mira desde el presente. Las salas visitadas por el pequeño equipo técnico hace tiempo que cerraron y hoy albergan iglesias evangélicas, espacios comerciales o están en ruinas, en muchos casos conservando todavía las huellas de su extinta actividad. La narración salta de un emplazamiento a otro construyendo un relato polifónico que sitúa a cada protagonista frente al edificio donde trabajó en el pasado, en una relación de proporciones que denota la formación del director como arquitecto. La cámara capta desde la distancia la totalidad de las fachadas y reduce a la persona a un tamaño que no permite distinguir sus rasgos, lo cual dificulta el reconocimiento y la empatía. Si bien el discurso es legible, la imagen de quien habla es intervenida constantemente por el tráfico y los peatones, una decisión arriesgada que termina transmitiendo cierta monotonía. Según ha explicado el propio Gálvez, este recurso visual pretende remitir a los pioneros, cuando se filmaban planos generales y estáticos en los que la vida sucedía frente a la cámara. La diferencia es que los hermanos Lumière carecían de sonido que condujese el relato y la imagen se explicaba por sí misma, mientras que Gálvez emplea el verbo como hilo conductor priorizándolo sobre la estética (con algunas torpezas en el montaje y añadidos de postproducción que afean el resultado, como la pantalla del móvil que se va quebrando).

En Cines de vídeo, la condición investigadora de Wari O. Gálvez Rivas se impone a la de cineasta, aquí todavía incipiente. Se trata de su primer largometraje y en él vuelca su capacidad de documentación, con un punto de vista algo frío que logra esquivar el sentimentalismo y la nostalgia que suelen aquejar a esta clase de proyectos. Por eso supone un film esencial para los curiosos del tema, que encontrarán aquí material para la reflexión y al análisis, sin omitir por ello el carácter humano de un mundo que parece condenado a desaparecer: el de la exhibición pública de películas.

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70 MINUTOS PARA HUIR. "Miracle Mile" 1988, Steve De Jarnatt

Dentro de una carrera mayormente televisiva, Steve De Jarnatt logró realizar dos largometrajes que hoy son considerados referencias del cine de culto de los años ochenta. El primero es Cherry 2000, un ejemplo actualizado de trash movie cuyo estreno, previsto en 1986, se fue demorando en muchos países hasta terminar en las estanterías de los videoclubs. Poco después, el director consiguió sacar adelante 70 minutos para huir, imaginativa traducción del título original Miracle Mile, que alude al barrio de Los Ángeles donde sucede buena parte la acción. En esta ocasión, De Jarnatt lleva a cabo un trabajo más personal que él mismo escribe y produce de manera independiente, con un presupuesto muy ajustado, actores que entonces eran poco conocidos y una arriesgada mezcla de géneros.

Miracle Mile comienza como una comedia romántica entre dos personajes interpretados por Anthony Edwards y Mare Winningham, quienes se conocen en el museo paleontológico de la ciudad. Un escenario no elegido por azar: ambos descubrirán esa misma noche que el fin del mundo está cerca, justo cuando han acordado su primera cita, a causa de un previsible ataque nuclear por parte de la URSS. Así, el romance da paso al thriller enérgico hasta derivar en el drama, que concluye en el mismo escenario donde comienza la película. El círculo narrativo se cierra en torno a setenta minutos que transcurren casi en tiempo real, con un ritmo frenético que acumula situaciones por las que circulan una amplia diversidad de criaturas nocturnas, al estilo de lo que había hecho Scorsese pocos años atrás en After hours. Es evidente que De Jarnatt no posee el talento ni los medios del director neoyorquino, pero en Miracle Mile sabe sacar provecho de la escasez con inventiva y argucias en la planificación relacionadas con la elipsis y el fuera de campo.

La película posee el encanto de la serie B, siguiendo la consigna de menos es más. Por ejemplo, la fotografía de Theo Van de Sande recurre a luces coloridas y directas para generar tensión, además del montaje en planos cortos de determinadas escenas espectaculares para disimular la precariedad financiera. Son viejos trucos que emplea Steve De Jarnatt para hacer ver al espectador lo que en realidad no aparece en pantalla, ayudado por un eficaz equipo técnico y unos intérpretes entregados. Y es que Miracle Mile carece de grandes pretensiones, más allá de hacer pasar un buen rato con una historia tan inconsistente como falta de prejuicios. Una pequeña sorpresa a descubrir, cuya mayor virtud es no tomarse demasiado en serio a sí misma, a pesar de la gravedad del argumento.

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