El asunto es más grave si se piensa que la anterior y cuarta entrega del personaje, hace trece años, fue un absoluto desastre en términos cinematográficos y que Steven Spielberg, responsable de dar fama y prestigio a la trilogía original del Dr. Jones, declinó dirigir la quinta parte tras sucesivos aplazamientos del proyecto y disconformidad con el guion impuesto por el equipo financiero. Dichos antecedentes hacían temer lo peor de una continuación que se estrena con el propósito de poner el broche a la saga, transcurridas cuatro décadas desde el inicio. ¿Qué se puede decir de Indiana Jones y el Dial del Destino? Que sigue paso a paso el manual para contentar a los espectadores que disfrutaron de las películas precedentes, aplicando las consabidas fórmulas para epatar, entretener y emocionar en dosis perfectamente calculadas por los tres guionistas firmantes.
Esto significa que cada pieza del artefacto está diseñada para cumplir su función atendiendo a un patrón narrativo y estético prefijado, un automatismo que amortigua cualquier asomo de humanidad y de sorpresa... de hecho, cuando el imprevisto acontece, no es en beneficio del film y adopta la forma de deus ex machina (como sucede en la secuencia del clímax final). En otras palabras: Indiana Jones y el Dial del Destino parece haber sido creada por una inteligencia artificial que sitúa todos los elementos en su lugar correspondiente, aplicando cálculos ideados con meticulosidad por algoritmos y las demandas del fanservice. Todo es correcto, acaso demasiado. Falta pasión y humor, dos cualidades que engrandecieron las tres primeras películas de Spielberg, además de la genuina naturalidad del personaje en los diálogos y las escenas de acción, que aquí convierten al veterano arqueólogo en poco menos que un superhéroe (ay, esa cabalgada por los subterráneos de Nueva York).
No se trata solo de una cuestión de fe en las capacidades del protagonista (probadas de sobra en el pasado) sino en la falta de organicidad y de sentido físico que acompañaron siempre a Indy y que ahora han sido sustituidas por el CGI. Las imágenes generadas por ordenador tienen tanta importancia que ni la música del legendario John Williams, ni la fotografía del competente Phedon Papamichael, ni siquiera el desfile de actores que acompañan a Harrison Ford (Mads Mikkelsen, Toby Jones, Antonio Banderas y, por encima de todos, Phoebe Waller-Bridge) logran disipar la sensación de producto prefabricado que esconde sus aristas bajo gruesas capas de barniz digital. El director James Mangold cumple su cometido de que todo fluya con velocidad y energía en los ciento cuarenta minutos de duración, incurriendo en cierta desorganización en el montaje de las secuencias más dinámicas (hay persecuciones en todo tipo de vehículos por tierra, mar y aire en las que es difícil situar a los personajes). Como ocurre con los productos procesados, este Dial del Destino se consume con tanta despreocupación y agrado que termina resultando irrelevante, al contrario que las películas de Indiana Jones producidas en los ochenta. Tratar de reproducir aquel cine sin caer en el sucedáneo se antoja una tarea imposible porque los tiempos y las técnicas han cambiado. Pero sobre todo, ha cambiado el público. La nostalgia ya no es lo que era.