Se trata de un ejercicio de comedia absurda filmado en blanco y negro en las calles de Helsinki, una sucesión de estampas surrealistas protagonizadas por un grupo de desarraigados llamados Frank que tratan de desplazarse de la parte baja de la ciudad a la alta, mucho más acomodada y habitable. A lo largo de varios días y noches, las situaciones irán ocurriendo sin más lógica que el azar y las ganas de sorprender del director, empleando el humor negro y las referencias al cine clásico (en especial al noir). Es fácil adivinar una sátira al sistema capitalista detrás de los desvaríos que marcan la acción, del mismo modo que hacían los autores de las vanguardias europeas a principios del siglo pasado.
En este periodo seminal de su carrera, Kaurismäki emplea una planificación rica en ángulos y movimientos de cámara que se parece muy poco al minimalismo y la depuración del lenguaje que terminarán siendo sus sellos de marca. En Calamari Union hay una necesidad de buscar encuadres y dinámicas de gran expresividad, que acompañan a los personajes y definen sus intenciones. Esta cuidada elaboración de las imágenes (con una fotografía muy contrastada en las escenas nocturnas, obra del inevitable Timo Salminen) mantiene una tensión con el aparente caos del relato, en una dicotomía que es el máximo atractivo del film. Hay otras polarizaciones que mezclan sin complejos la alta cultura y la cultura popular, con referencias literarias en los diálogos a Baudelaire, Michaux y Prévert, que conviven con la música rock y blues a veces interpretada en directo. No en vano, la mayoría de los actores provienen de bandas finlandesas a las que Kaurismäki ya había retratado en El gesto de Saimaa, un documental realizado tiempo atrás.
Por todos estos motivos, Calamari Union debe considerarse como una curiosidad dentro de la trayectoria de un autor esencial del cine nórdico, una exhibición de libertad creativa que sirve como preámbulo al primero de sus grandes títulos, Sombras en el paraíso, que Aki Kaurismäki estrenará un año después.