Dallas Buyers Club. Jean-Marc Vallée, 2013

La enfermedad es uno de los temas más complicados de tratar en el cine. Resulta muy fina la línea que separa el documento del melodrama, y demasiadas veces la intención de reflejar un problema de salud se diluye en el cóctel de lágrimas y de fármacos. Por eso, la relevancia de "Dallas Buyers Club" consiste en esquivar algunas de las trampas propias de este subgénero, sobre todo teniendo en cuenta la estigmatización que padecía el sida en plena década de los ochenta, cuando todavía no se adivinaba el rigor de la guadaña sobre colectivos que no veían peligro en el intercambio de jeringuillas o en la práctica del sexo sin protección.  
En medio de esta vorágine, Ron Woodroof se erige como el perfecto antihéroe: electricista por oficio y buscavidas por vocación, de la noche a la mañana se descubre portador del virus VIH. A partir de ahí comenzará una lucha contra los impedimentos legales que le prohíben arañarle a la vida unos días más, en esta historia que lleva la etiqueta de estar inspirada en hechos reales. Con semejante argumento, habría motivos para temer el más terrible de los dramas. La habilidad de los guionistas y del director es la de no recrearse en el deterioro del protagonista, y construir el relato como un prisma de diferentes caras.
Por un lado está la diagnosis de la enfermedad, un proceso que se presenta en la pantalla con equilibrio y con respeto por los afectados, escamoteando el regocijo a los amantes del morbo y del llanto fácil.
Por otro lado está el trasfondo histórico de una epidemia que empezaba a diezmar a una parte de la población y que pilló con el pie cambiado a las autoridades sanitarias. En este contexto es donde se lucen las labores de producción: vestuario, peluquería, ambientación... todo en pos de un realismo hoy bien asimilado.
Y por último y más importante, subyace el cine de denuncia contra las compañías farmacéuticas, verdadero conglomerado empresarial capaz de anteponer el interés económico a la salud pública.
La suma de estos elementos permite que "Dallas Buyers Club" no se quede en el mero panfleto ni en la hagiografía redentora, gracias a su inteligente mezcla de drama y comedia, de emoción y protesta. La buena mano de Jean-Marc Vallée en la dirección es responsable de que esta amalgama de sensaciones no se pierda entre los fotogramas de la película, y que al final prevalezca una moraleja sin estridencias.
El director canadiense debuta en Hollywood dando un ejemplo de garra y de precisión, logrando que "Dallas Buyers Club" transmita la urgencia que requiere el relato, la impresión de ser cine hecho a tumba abierta. Sin embargo, con poco que se escarbe es fácil percibir el depurado mecanismo de relojería que ocultan sus imágenes. La película está bien planificada, bien montada y, ahora es necesario decirlo, bien interpretada. Porque nos encontramos ante uno de esos casos en los que los actores del film ejercen también como autores, y donde su compromiso con los personajes que interpretan queda patente en cada plano.
Matthew McConaughey se deja literalmente la piel en su encarnación de Woodroof, dotando de humanidad a un personaje con el que es muy difícil identificarse. Él lo consigue, y su proeza va más allá de la llamativa transformación física que bordea lo sádico. Es algo que no está escrito en ningún guión y que reside en la forma de caminar y de moverse, en la manera de hablar y de observar con ojos crispados, lo que denota una compenetración total con el personaje. Para conseguir esto no basta con el talento interpretativo ni con una dirección a la altura, son necesarios también unos compañeros de reparto capaces de devolver las réplicas y de compartir el plano sin flojear: Jared Leto y Jennifer Garner cumplen este cometido sobradamente.
El esfuerzo de algunos de estos nombres ha sido premiado con una multitud de galardones, Óscar incluido, que puede desplazar a un segundo plano las demás virtudes de la película. Es emocionante constatar durante el visionado de "Dallas Buyers Club" que el cine es el resultado de un ejercicio colectivo, y que cuando sus integrantes se comprometen con lo que tienen entre manos, pueden lograr grandes cosas.

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Her. 2013, Spike Jonze

A veces es necesario recurrir a los tópicos, abrir el botiquín de las frases socorridas para entender mejor ciertas películas. Por ejemplo: las mejores ideas son las ideas sencillas, ningún efecto especial es comparable a la filmación de la intimidad. De algún modo, parece que Spike Jonze lleva toda su carrera persiguiendo estos objetivos. Su cine plantea, a modo de acertijo, cuáles son las posibilidades del ser humano, dónde están los límites de su conciencia. Graves interrogantes que adoptan en sus películas la forma del cuento.
"Cómo ser John Malkovich" y "Adaptation" transformaron la butaca en un diván por obra y gracia de Charlie Kaufman, guionista sobre el que Jonze asentó su temprano estilo narrativo. "Donde viven los monstruos" magnificaba el universo de Maurice Sendak tratando de buscar nuevos cauces de expresión, no siempre acertados, para insistir en los mismos temas: la recuperación de la inocencia perdida, el amor como ideal inalcanzable, el anhelo de libertad. Varios cortometrajes después, en los que Jonze radicaliza sus propuestas sin la presión de los grandes estudios y con la inquietud de la experimentación, llega "Her", sin duda la depuración de un estilo que ha engrasado la maquinaria y limado sus aristas.
Se trata del primero de sus textos escrito en solitario para el cine y sin la base literaria de ninguna novela, lo que podría hacer pensar que esta película es más personal o que adopta un carácter testimonial respecto a su obra anterior. Probablemente sea suponer demasiado, máxime teniendo en cuenta lo rico y prolijo del imaginario de Spike Jonze. Aún así es fácil ver en "Her" algo especial, muy emotivo. Como si fuese una película herida que busca sobreponerse a sus propios planteamientos.
A grandes rasgos, "Her" cuenta con una premisa tan valiente como original: en un futuro impreciso, un hombre con los sentimientos en el desguace traba relación con un sistema operativo programado para recrear comportamientos y actitudes semejantes a los de una persona real. Lo que en un principio está diseñado para ejercer como la perfecta secretaria virtual irá derivando, poco a poco, en una situación de insospechadas consecuencias, capaz de cuestionar las relaciones humanas en general y las de pareja en particular.
Durante el primer tercio de la película, "Her" se viste con los ropajes de una comedia romántica, tal vez la más extraña posible. Pronto, la melancolía congénita del director irá dando paso a la reflexión acerca de los modelos de comportamiento a los que nos aboca una sociedad cada vez más tecnificada, y en la que los contactos entre las personas se producen con una pantalla de por medio. Es aquí donde el film se muestra revelador, casi profético. Ojalá el panorama que desvelan sus imágenes no llegue a concretarse nunca, sin embargo, parece tan cercano que da miedo. La capacidad de Jonze para enmarcar la historia dentro de un contexto fantástico refuerza su carácter de fábula, de cuento moral. "Her" no esconde sus cartas al público y va directa al grano: es un relato de amor. Atípico, pero de amor al fin y al cabo.
El hecho de que como espectadores estemos dispuestos a participar en el fascinante juego que propone Jonze se debe, en buena parte, al trabajo del actor protagonista. Joaquin Phoenix  da vida al escritor de cartas de amor incapacitado para mantener una relación sentimental, un personaje complejo y muy exigente cuyo reto es superado con pasmosa naturalidad por el intérprete. Phoenix consigue que nos identifiquemos con la marginalidad de su criatura, llenando la pantalla de humanidad y emoción sin llegar a ser cursi ni trascendental.
"Her" corre una serie de riesgos que son sorteados con fortuna, en especial en lo tocante al argumento y al tempo que el director se toma para narrarlo. El guión desarrolla lo que podría haber sido la ingeniosa ocurrencia de un cortometraje, hasta elevarla a la categoría de drama humano. Y lo mejor es que la dota de un humor muy particular, a medio camino entre la ironía y la lucidez. Esta palabra define bien la película: hay lucidez en los diálogos y en las situaciones, hay lucidez en el tratamiento visual de la historia, en sus imágenes luminosas y en el artificio de ese futuro diseñado para la infelicidad. Jonze no se da prisa en que la acción avance, abre huecos en la narración para que cada espectador vuelque su propia experiencia y haga suya la película, haciendo participar a la mirada.
Este juego recíproco que se establece a ambos lados de la pantalla resulta enriquecedor y muy estimulante, elevando a "Her" de su condición de película de culto y llevándola, sin que apenas se note, hasta terrenos donde el espectáculo se confunde con la intimidad, y la risa con el desconsuelo.
A continuación, uno de los hitos del film: "The moon song" interpretada por la ronroneante Scarlett Johansson y Joaquin Phoenix. Una declaración de amor con pocos acordes y un ukelele, compuesta para la ocasión por Karen O y el propio Spike Jonze. Que la disfruten:

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El pueblo de los malditos. "Village of the damned" 1960, Wolf Rilla

Hay películas que ejercen su influencia de forma callada y lenta, sin apenas hacerse notar. No llegan precedidas de grandes campañas de promoción ni acumulan premios, ni tampoco suelen aparecer en las listas que confeccionan los críticos con afán clasificador. Forman parte de un semillero de joyas escondidas entre las que El pueblo de los malditos ocupa un lugar de referencia. Y no solo porque su huella perdure en directores como Shyamalan, Spielberg o Carpenter (que dirigió un remake en los años noventa), sino porque conserva a través de los años su poder de fascinación, más allá de modas, tendencias y adaptaciones declaradas o encubiertas. Un claro exponente de lo que se denomina "cine de culto".
Wolf Rilla empleó como vehículo para su creatividad e ingenio la novela de John Wyndham en la que se basa el film, una historia que mezcla la ciencia ficción con el terror psicológico y la subversión del drama de costumbres. Midwich es El pueblo de los malditos al que alude el título, una pequeña población de la campiña inglesa donde acontecen dos fenómenos inexplicables: por un lado, el desmayo repentino que sufren todos los vecinos sin motivo aparente. Por otro lado, el descubrimiento al despertar de que las mujeres fértiles han quedado embarazadas. Nueve meses después, un conjunto de recién nacidos con el cabello rubio y la mirada extraña, de aptitudes superdesarrolladas, vendrán a alterar la vida de la tranquila comunidad.
El director alemán tiene la habilidad de no desvelar estos aspectos de la trama de manera evidente, recurriendo a golpes de afecto o a lugares comunes. La narración transcurre con el ritmo necesario para crear incertidumbre y tensión, en los escasos ochenta minutos de metraje. Para ello, Rilla prescinde de lo superficial y se concentra en los elementos que hacen avanzar el argumento, siempre un paso por delante de lo que conoce el espectador. Esta capacidad de síntesis permite brillar a Rilla en la planificación y en la puesta en escena, lo que convierte el espíritu original de la serie B en auténtica clase A. El director es imaginativo en los movimientos de cámara, eficaz en el encuadre y ágil en el montaje, confiriendo a la película un aire de modernidad que alejan a El pueblo de los malditos de la precariedad que suelen padecer este tipo de producciones.
También cabe destacar el acertado elenco del film, integrado por actores británicos, niños debutantes muy bien elegidos y una vieja gloria de Hollywood como George Sanders. Todos están perfectamente ajustados a sus personajes y son capaces de dotar de credibilidad a esta película que logra hacer de sus riesgos virtudes. En suma, se trata de una pequeña gran obra cuya sugestión se mantiene intacta y que depara algunos de los momentos más brillantes dentro del género. A continuación, un ilustrativo vídeo que recapitula algunas imágenes esenciales del cine de ciencia ficción, entre las que no puede faltar El pueblo de los malditos. Que lo disfruten:

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La canción del mar. "Song of the sea" 2014, Tomm Moore

La hegemonía en las carteleras de los grandes estudios de animación (Disney, Pixar, Dreamworks) apenas deja hueco para las demás producciones, máxime si vienen de Europa. Por eso la difusión internacional de La canción del mar no solo es una buena noticia, sino casi un milagro. La película irlandesa se merece esto y mucho más.
Realizada por Tomm Moore a través de su estudio Cartoon Saloon, La canción del mar incide en las leyendas irlandesas que el director ya abordó en su primer largometraje, El secreto del libro de Kells. La habilidad de Moore consiste en globalizar todo ese acervo y en aproximar la mitología de su tierra al imaginario colectivo, como hiciera Miyazaki con la tradición japonesa.
El argumento de la película es un despliegue de imaginación y sensibilidad, una fábula capaz de emocionar a espectadores de todas las edades. Como suele suceder en los cuentos clásicos, el drama familiar encuentra una vía de escape a través de la fantasía. Moore convierte este posicionamiento ético (los sueños como territorio de libertad emancipadora) en un ejercicio estético de enorme belleza. Las imágenes de La canción del mar seducen por sus composiciones geométricas y su tratamiento del color, recuperando para la pantalla lo mejor de la animación artesanal.
Pocas cosas se pueden decir de esta película sin desvelar su magia. Con La canción del mar, Tomm Moore se erige en autor de referencia dentro del panorama europeo, gracias a su capacidad para ilustrar lo tradicional de forma novedosa y fresca. En suma, se trata de un emocionante relato y un prodigio visual que acaricia los ojos del espectador, convirtiendo la película en una gozosa experiencia difícil de olvidar.

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La novia. 2015, Paula Ortiz

Trasladar al cine el universo hondo y poético de Federico García Lorca no es tarea fácil. De hecho, son muy pocas las adaptaciones que se han hecho hasta el momento de su obra: La casa de Bernarda Alba y Bodas de sangre son las más destacables. Dos buenos ejemplos de lo que puede dar de sí la lectura fílmica del poeta granadino. Por un lado, el clasicismo fiel de Mario Camus, y por otro, la adaptación musical de Carlos Saura. La directora Paula Ortiz retoma este último texto para construir una película con vocación de trascendencia y afán de sorprender. Tal vez demasiado.
Para entender La novia es oportuno recurrir a un símil gastronómico: los cocineros saben que con buenos ingredientes no hay que mezclar demasiado, que la abundancia de sabores termina sabiendo a nada. Pues bien, Ortiz ejerce de chef y confecciona con La novia un plato que incluye además del material literario, referencias teatrales, pictóricas, musicales, publicitarias y del videoarte. Como si Lorca necesitase revestimientos para ganar empaque o acceder a públicos más amplios. Así, el resultado queda indefinido, algo amorfo. Cada una de las escenas va por libre y no se aprecia una ligazón natural entre ellas, en parte porque la directora pretende crear en cada secuencia una obra de arte.
El equipo técnico y artístico realiza un gran esfuerzo para hacer de La novia más que una película, una experiencia que afecte a los sentidos. Ortiz cuida con detalle el aspecto visual y cada uno de los elementos que contribuyen a la imagen (la fotografía, la decoración, el montaje, la puesta en escena...) hasta el punto de que a veces el refinamiento cae en la vulgaridad, en el anuncio de perfume. Falta humanidad y frescura, el aliento vivo y salvaje del verso lorquiano, que no basta solo con recitarlo. Hay que masticarlo y mancharse con él, cubrirlo con sudor y no con maquillaje. Algunos momentos aislados consiguen romper esta sensación, destellos dentro de un conjunto en el que impera la pose y el artificio.
Es evidente que Paula Ortiz no ha pretendido hacer un film realista, opción tan válida como cualquier otra. La novia exhibe su voluntad de estilo desde el primer plano hasta el último, una actitud en la que participan los actores mediante gestos severos y miradas crispadas, con un sacrificio en la interpretación del que apenas sale indemne Inma Cuesta. La protagonista se deja la piel en su personaje, dotando con fogonazos de vida a esta película perfectamente disecada. Porque una cosa es el exceso, siempre legítimo, y otra es la afectación. Una lástima, ya que La novia partía de una propuesta de lo más interesante, y es de justicia reconocer la valentía de su directora. Una bonita oportunidad perdida de recuperar a Lorca para el cine como se merece: sin solemnidad ni aparatajes.
A continuación, un breve vídeo de promoción en el que se puede degustar la música de Shigeru Umebayashi, uno de los máximos alicientes de la película:

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Tomboy. 2011, Céline Sciamma

En su segunda película como directora, Céline Sciamma continúa explorando el tema de la identidad sexual y el rol de género. Con una mirada limpia y directa, sin asomo de artificio, la joven cineasta observa el paisaje de la infancia esquivando los lugares comunes. No hay dulzura en las imágenes de Tomboy, pero sí mucha verdad. Verdad en las motivaciones que mueven a los personajes, en sus reacciones y en la manera en la que aparecen en la pantalla. Para ello, Sciamma recupera el mismo aliento que movió a Truffaut en Los cuatrocientos golpes, o a Malle en El soplo al corazón. Cine honesto que mira de frente al espectador y que tiene en los actores sus mejores efectos especiales.
La protagonista de la historia es Laure, y el protagonista es Mickaël, aunque ambos son la misma persona. Una niña que quiere ser un niño. Tomboy muestra las dificultades que entraña esta opción ante la familia y los amigos en el entorno de una pequeña población francesa, durante las vacaciones de verano. Ochenta minutos bastan para que Sciamma desarrolle las líneas maestras del argumento, contando lo esencial y haciendo partícipe al público. Tomboy no se conforma con una contemplación pasiva, sino que demanda la reflexión y el debate, la toma de conciencia. Lo que no significa que se trate de un film intelectual. ¿Contradicción? De ninguna manera: la película expone un drama interior y deja que el espectador lo haga suyo, sin alardes ni discursos. Es el reto de la sencillez en crudo.
Gran parte de los méritos de Tomboy residen en su plantel de actores. Nombres desconocidos, intérpretes sin experiencia y caras que se estrenan en la pantalla. La prueba de que un cásting acertado es la mejor base para construir una buena película. La jovencísima Zoé Héran asume el papel principal con una mezcla de entereza y frescura, no hay fingimiento en su encarnación de Laure/Mickaël. Las escenas que comparte con los demás niños poseen la calidad de lo espontáneo, una proeza que Sciamma logra sin entrometerse ni subrayar la acción. No hace falta. La directora es respetuosa con el material que tiene entre manos y sabe guardar la distancia para que Tomboy no se convierta en un docudrama ni en un film d'auteur.
Más que el desconcierto sexual, la película explora la niñez como territorio para las dudas, la experimentación, el auto-conocimiento... pero sin apelaciones al morbo o la tragedia. La realidad no necesita filtros. Tomboy rehúye la iluminación y los decorados artificiales, el montaje es lineal, apenas contiene ninguna música... en definitiva, es un film transparente. Un soplo de aire fresco que ventila el patio de butacas con su humanidad y naturalismo, haciendo que cada situación parezca vivida en lugar de filmada. El mejor ejemplo de cómo abordar un tema complicado con inteligencia y sin complejos.

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Un otoño sin Berlín. 2015, Lara Izagirre

Una modalidad muy frecuente dentro de las operas primas es la testimonial, aquella en la que los cineastas debutantes vuelcan su visión sobre la vida y rasgos de su carácter. En España, caben recordar Tigres de papel (Fernando Colomo), Ópera prima (Fernando Trueba), Hola, ¿Estás sola? (Icíar Bollaín) o La buena vida (David Trueba), entre otras. Radiografías íntimas de sus directores y a la vez crónicas de su propio tiempo. Algo parecido realiza Lara Izagirre en Un otoño sin Berlín. Después de un periplo por diferentes países y la dirección de algunos cortometrajes, Izagirre mezcla en Un otoño sin Berlín la ficción con lo real, el relato con la experiencia. El resultado es una película sencilla que habla de cosas importantes.
El punto de partida es una situación reiterada: Tras haber permanecido tiempo ausente, una joven regresa a su localidad natal para arreglar cuentas con el pasado. El reencuentro con su familia, amigos y antigua pareja marcan el desarrollo de la trama. Un otoño sin Berlín adopta la forma del drama naturalista, género en el que la personalidad de Izagirre queda bien definida y expande su influencia al equipo técnico y artístico. Existe la tentación de definir a esta película como pequeña, y en realidad lo es. Con un presupuesto ajustado y un reparto voluntarioso, la acción transcurre en unos pocos escenarios sin alardes de iluminación ni de puesta en escena. La directora aplica una mirada sosegada y siempre a la altura de los personajes, concentrada en sus evoluciones, atenta a los detalles, sin distraerse en nada que no haga avanzar la narración. En Un otoño sin Berlín los diálogos cobran la misma importancia que los silencios. Por eso es fundamental la labor de los actores.
Irene Escolar ejerce como álter-ego de la directora, es el espejo de sus inquietudes. La joven actriz crea un personaje tan pegado a la realidad que es necesario recordar que se trata de una interpretación, es decir, de un fingimiento. No hay asomo de artificio en su encarnación de June, lo que engrandece y dota de humanidad al resto de la película. Pero esta virtud tiene también su lado negativo, y es que obliga a sus compañeros de reparto a estar a la misma altura. A pesar de los esfuerzos, Tamar Novas no consigue alcanzar la credibilidad de Escolar, en buena parte porque su personaje es menos concreto. Hay cierta descompensación entre los dos, una diferencia de registros (más fresco en el caso de Escolar, más esforzado en Novas), en la que el actor sale perdiendo. El veterano Ramón Barea y los nóveles Lier Quesada y Mariano Estudillo completan el elenco de un film que deposita en la interpretación muchas de sus virtudes.
Así pues, Un otoño sin Berlín ilustra con honestidad la eterna dicotomía entre el documental y el cuento. Por un lado, la directora es capaz de reflejar situaciones veraces y de recrear atmósferas reconocibles por el público. Por otro lado, a veces se aprecian simulaciones o elementos afectados (como el contraste entre la vivienda familiar y la de la pareja protagonista), que restan contundencia al conjunto. Nada que ponga en peligro la sensación apagada y melancólica que transmite esta película hecha con cariño, una buena carta de presentación de Lara Izagirre.

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