Birdman. 2014, Alejandro González Iñárritu

Corría el año 2000 cuando Alejandro González Iñárritu lograba que su ópera prima Amores perros diese la vuelta al mundo, empujada por el éxito de crítica y público. Tres años después, el cineasta rueda 21 gramos fuera de su México natal insistiendo en una fórmula que él ayudó a propagar y que se hizo muy común durante aquellos tiempos: la película de reparto coral e historias cruzadas. El estreno en 2006 de Babel coincide con el sonado divorcio artístico de Iñárritu con su guionista habitual, Guillermo Arriaga, prueba de que la fragmentación narrativa que hasta entonces había identificado su cine daba síntomas de agotamiento. El director ya se había ganado dentro de los círculos cinéfilos el apodo de el negro, por su querencia por las historias oscuras que giran alrededor de la muerte. Esta constante alcanza el paroxismo en Biutiful, punto de inflexión en la carrera de Iñárritu, quien realiza una síntesis de sus obsesiones al tiempo que sugiere caminos nuevos. Pocos podían sospechar que esos caminos convergiesen en Birdman, verdadero golpe de timón en la filmografía del director, que se reinventa con este contundente ejercicio de estilo.
Birdman luce músculo tanto en la forma como en el contenido. Pocas veces la relación entre ambos es tan estrecha como en esta película, ni resulta tan llamativa. La imagen de un hombre de espaldas a cámara que flota en mitad de un camerino abre el film. Se escucha una voz en off que el espectador identifica con sus pensamientos. Pronto se descubrirá que, en realidad, la voz pertenece a un superhéroe de ficción que el hombre interpretó tiempo atrás y que ahora martillea en su conciencia. Birdman, el superhéroe que le dio la fama, reprende ahora al actor sus intenciones de pasar página y de ganar prestigio con una obra de teatro seria en la que ha invertido todo lo que tiene. El hombre se llama Riggan Thomson, y concentra en los rasgos de Michael Keaton todo el drama y el desconcierto de los héroes modernos. Genial paradoja: Keaton encarnó en los años noventa a Batman, uno de los superhéroes por excelencia, elevando su nombre al Olimpo de la celebridad. Nunca pudo despegarse de aquel papel, al menos hasta que Iñárritu le ha requerido para protagonizar su particular examen de conciencia. Se cierra el círculo.
Tal vez la palabra que mejor defina Birdman sea manierista. La película es tan consciente de sí misma, tan medida y premeditada, que parece un milagro la salvaje frescura que transmite desde la pantalla. Cada escena y cada plano está cargado de intención, apunta un conflicto, oculta un drama detrás de su actitud corrosiva. Sin embargo, todo sucede delante de los ojos del espectador como si fuera nuevo. Esta es la sensación que transmite el eterno plano secuencia que envuelve la película, un prodigio narrativo y técnico que sitúa a Iñárritu en el podio de los virtuosos. Sobra decir que no se trata de un plano secuencia real: hay montajes disimulados, trucos ópticos, efectos informáticos... lo importante es la idea del plano secuencia mental o imaginario, es decir, la impresión de estar asistiendo a una película que se construye frente al público en el momento en el que la está viendo. Lejos de ser un capricho estético, esta decisión guarda plena coherencia con lo que cuenta el film: el desquiciado universo de un artista mediocre que necesita reivindicarse como autor para salvar las naves que ha ido quemando a lo largo de su carrera. Pero Birdman no es sólo eso, es además un ajuste de cuentas con la banalización del cine más comercial, un cuestionamiento de los papeles que asume el crítico y el público, una reflexión acerca del acto creador y la responsabilidad del artista. Birdman acumula una serie tan abultada de ideas que puede provocar impaciencia y extenuación en los espectadores desprevenidos. De ser así, el director habrá cumplido su objetivo. Porque no se trata de una película sencilla ni amable. Birdman es una patada en espinilla del espectador acomodado, un acicate para que reaccione y se sienta aludido por cuanto sucede en la pantalla. Un ejemplo de esto es el continuo golpear de la batería durante la banda sonora, latido nervioso del film capaz de estimular al público más amodorrado.
El director de fotografía Emmanuel Lubezki supera el reto de cambiar constantemente de luces y de escenario dentro de la misma escena, sin dejar de crear imágenes bellas. Su labor ayuda a amplificar la magnífica interpretación de los actores, un grupo amplio de caras conocidas y desconocidas muy compacto en su variedad. La caricatura del actor del método que compone Edward Norton resulta inolvidable, como esforzada la coreografía invisible de los equipos artístico y técnico en torno a la cámara siempre en movimiento de Iñárritu. Un director que revela en Birdman su acerado sentido del humor, hasta ahora inédito, y la lucidez de su mala leche. El mexicano dispara contra todo y contra todos, y lo hace desde el corazón de la industria. Qué placer disfrutar de un ejercicio de cine tan rotundo como Birdman, una película llamada a trascender y a ser recordada durante largo tiempo.
A continuación, Naran Ja (One Act Orange Dance), el cortometraje experimental filmado por Alejandro González Iñárritu en 2012, en el que se anticipa la retórica del plano secuencia de Birdman. Misterio, creatividad y danza en doce minutos de inquietante belleza:

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Nadie puede vencerme. "The Set-Up" 1949, Robert Wise

Son muchas las películas ambientadas en el mundo del boxeo, pero pocas tienen la contundencia y el punch de Nadie puede vencerme. Inspirada en el largo poema narrativo de Joseph Moncure March The set-up, la película consigue extraer lirismo de los lugares más insospechados: humeantes bares atestados de borrachos, vestuarios en los que se cruzan campeones y vencidos, habitaciones en hoteles baratos… Son escenarios reconocibles para cualquier aficionado al cine negro, sin embargo, la pericia de Robert Wise como director es conseguir que parezcan reales y que tengan una historia detrás que el espectador no llega a ver pero que intuye en cada rincón y en cada detalle.
Nadie puede vencerme es, fundamentalmente, un poderoso ejercicio de estilo. Wise comprime en apenas setenta minutos de duración el drama de un boxeador en decadencia que se empeña en romper su racha de mala suerte la noche en que su combate ha sido amañado. Por las escenas del film se pasean representantes sin escrúpulos, mujeres hartas de curar heridas y un público sediento de sangre. En definitiva, la fotografía de un instante congelado en el tiempo: es de noche y en la pequeña ciudad de Paradise City se celebra una velada de boxeo.
La película se abre con una sucesión de planos secuencia que retratan el hervidero de los alrededores del ring. La cámara se traslada de un personaje a otro capturando la inmediatez de lo cotidiano. Hay fragmentos de diálogos, personajes que entran a ver el espectáculo y un propósito que Wise mantendrá durante el resto del metraje: reflejar el aquí y el ahora. No en vano, Nadie puede vencerme está montada prácticamente en tiempo real con la acción del relato, convirtiendo al espectador casi en un personaje más de la trama.
El film toma posición en mitad de los extremos. Por un lado, contiene la crudeza y la frescura de la serie B propia de la RKO de los años cuarenta. Por otro lado, Wise logra una depurada exhibición de cine cuya planificación parece trazada con tiralíneas. Y así surgen nuevos extremos: el del clasicismo y la modernidad. Nadie puede vencerme resulta clásica porque algunos movimientos de cámara y recursos de montaje recuerdan a Murnau, Pabst y otros maestros del periodo mudo. Y también es moderna porque entronca en varios aspectos con la corriente realista que irrumpió primero en Italia y después en Francia y en el Reino Unido. En este tránsito entre la tradición y la vanguardia se alcanza una atmósfera tan especial que todavía hoy mantiene intacto su poder de fascinación. A eso se le llama cine intemporal.
La estilizada fotografía en blanco y negro  de Milton Krasner contribuye a definir no sólo el estilo visual, sino también el espíritu de una película que es un placer para los ojos, aun cuando la pantalla rebosa dolor. Las luces y las sombras cincelan los rasgos de los actores, entre los que Robert Ryan representa la figura del perfecto perdedor. Su encarnación del púgil protagonista va más allá de lo convincente, respira angustia y verdad. Ryan parece haber nacido con unos guantes de boxeo en las manos. El resto del elenco completa una galería de noctámbulos profesionales y artistas de la desazón, en suma, el paisaje humano de una ciudad que reproduce el imaginario de la larga noche americana.
La película es directa como un buen gancho, no hay grandes momentos musicales ni concesiones a la conformidad del público. Por eso, Nadie puede vencerme exuda sudor y amargura, sustancias con la que se empapan los rings de boxeo de segunda clase. Robert Wise así lo entendió, colocando los cimientos sobre los que futuros cineastas como Scorsese o Eastwood sostendrían sus incursiones en el género. En definitiva, una película de producción modesta que alcanza altísimas cotas de inspiración y veracidad, colocando al espectador contra las cuerdas con la fuerza de sus imágenes y la emoción del relato bien contado.  
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Mr. Turner. 2014, Mike Leigh

Mike Leigh viaja hasta el siglo XIX para abordar la figura de uno de los artistas británicos de referencia, William Turner. No es casualidad: ambos nombres están unidos por la independencia y el inconformismo, por el compromiso y la honestidad en su trabajo.
En lugar de realizar una biografía al uso, Leigh plantea la película como si se tratase de una obra del pintor romántico: dando mayor importancia a la impresión que al detalle y preponderando la expresividad sobre la narración concreta de los hechos. Es decir, que el espectador de Mr. Turner no conocerá con exactitud los pormenores de la vida del pintor, pero se llevará una idea bastante aproximada de las pulsiones y los anhelos que movieron su pincel. No sería descabellado decir que éste sería el film que hubiese hecho Turner de haberse dedicado al cine.
La película queda por lo tanto como un sincero homenaje al trabajo de un artista excepcional, que supo recoger la herencia pictórica de los maestros europeos y renovarla para abrir caminos nuevos. El guión de Leigh se centra en episodios importantes de la madurez del pintor y en otros aparentemente anecdóticos, que ayudan a explicar su carácter difícil. La convivencia entre lo grave y lo banal traza el recorrido íntimo por la personalidad de Turner, un espacio donde confluyen sin distinción el arte y la experiencia.
Para reflejar estas sensaciones en la pantalla es necesario el compromiso de un actor entregado, algo que Timothy Spall cumple con creces. Su interpretación sostiene la película y crea un poderoso contraste entre el realismo de la ambientación y el personaje excesivo, casi grotesco, que compone con Turner. En una de las escenas, el protagonista declara "cuando me miro al espejo, lo que veo es una gárgola". Éste parece ser el lema con el que Spall afronta a su personaje, un hombre al límite de sí mismo cuyo cuerpo maltrecho apenas fue capaz de contener su descomunal talento. Pero Spall no está solo: Marion Bailey, Dorothy Atkinson, Paul Jesson y un largo reparto de ilustres y desconocidos nombres ingleses aportan verismo al relato y lo llenan de humanidad.  
Al contrario de lo que suele ser habitual en las películas de pintores, Mr. Turner evita los lugares comunes y cruza a hurtadillas los momentos más delicados de la vida del pintor: la muerte del padre, rodada con ejemplar sencillez, la relación con las mujeres que le rodearon, la incomprensión del público y el combate consigo mismo por capturar la atmósfera del lienzo... todas estas tormentas atraviesan la pantalla sin causar daños en la credibilidad del film, con elegancia y misterio, dejando que sea el espectador el que complete los huecos de la narración. La banda sonora de Gary Yershon ayuda a transmitir estas impresiones y a reforzar la filosofía del film: expresar lo máximo con los mínimos elementos.
Uno de los puntos fuertes de Mr. Turner es su aspecto visual, y la capacidad que demuestra para evocar tiempos pasados a través de la luz. El director de fotografía Dick Pope reproduce las escalas cromáticas de Turner y baña las imágenes de la película con sus habituales tonos dorados, de mayor o menor intensidad según los imperativos dramáticos. Tanto Leigh como Pope manejan las herramientas estéticas precisas para que el relato avance con pasión y sosiego, apelando por igual al corazón y al cerebro. Tal y como hacía Turner en su pintura.
En suma, Mr. Turner es una prueba de la madurez creativa de Mike Leigh, cineasta que rinde tributo a uno de los más precoces vanguardistas europeos. Pero también es la reivindicación de otro nombre mucho menos conocido y trascendente, Timothy Spall. Un actor que abandona la fila de los secundarios para erigirse como autor en la sombra de esta película importante.
           
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