Son muchas las películas ambientadas en el
mundo del boxeo, pero pocas tienen la contundencia y el punch de Nadie puede
vencerme. Inspirada en el largo poema narrativo de Joseph Moncure March The
set-up, la película consigue extraer lirismo de los lugares más insospechados:
humeantes bares atestados de borrachos, vestuarios en los que se cruzan
campeones y vencidos, habitaciones en hoteles baratos… Son escenarios
reconocibles para cualquier aficionado al cine negro, sin embargo, la pericia
de Robert Wise como director es conseguir que parezcan reales y que tengan una
historia detrás que el espectador no llega a ver pero que intuye en cada rincón
y en cada detalle.
Nadie puede vencerme es, fundamentalmente, un poderoso ejercicio de estilo. Wise comprime en apenas setenta minutos de duración el drama de un boxeador en decadencia que se empeña en romper su racha de mala suerte la noche en que su combate ha sido amañado. Por las escenas del film se pasean representantes sin escrúpulos, mujeres hartas de curar heridas y un público sediento de sangre. En definitiva, la fotografía de un instante congelado en el tiempo: es de noche y en la pequeña ciudad de Paradise City se celebra una velada de boxeo.
La película se abre con una sucesión de planos secuencia que retratan el hervidero de los alrededores del ring. La cámara se traslada de un personaje a otro capturando la inmediatez de lo cotidiano. Hay fragmentos de diálogos, personajes que entran a ver el espectáculo y un propósito que Wise mantendrá durante el resto del metraje: reflejar el aquí y el ahora. No en vano, Nadie puede vencerme está montada prácticamente en tiempo real con la acción del relato, convirtiendo al espectador casi en un personaje más de la trama.
El film toma posición en mitad de los extremos. Por un lado, contiene la crudeza y la frescura de la serie B propia de la RKO de los años cuarenta. Por otro lado, Wise logra una depurada exhibición de cine cuya planificación parece trazada con tiralíneas. Y así surgen nuevos extremos: el del clasicismo y la modernidad. Nadie puede vencerme resulta clásica porque algunos movimientos de cámara y recursos de montaje recuerdan a Murnau, Pabst y otros maestros del periodo mudo. Y también es moderna porque entronca en varios aspectos con la corriente realista que irrumpió primero en Italia y después en Francia y en el Reino Unido. En este tránsito entre la tradición y la vanguardia se alcanza una atmósfera tan especial que todavía hoy mantiene intacto su poder de fascinación. A eso se le llama cine intemporal.
La estilizada fotografía en blanco y negro de Milton Krasner contribuye a definir no sólo el estilo visual, sino también el espíritu de una película que es un placer para los ojos, aun cuando la pantalla rebosa dolor. Las luces y las sombras cincelan los rasgos de los actores, entre los que Robert Ryan representa la figura del perfecto perdedor. Su encarnación del púgil protagonista va más allá de lo convincente, respira angustia y verdad. Ryan parece haber nacido con unos guantes de boxeo en las manos. El resto del elenco completa una galería de noctámbulos profesionales y artistas de la desazón, en suma, el paisaje humano de una ciudad que reproduce el imaginario de la larga noche americana.
La película es directa como un buen gancho, no hay grandes momentos musicales ni concesiones a la conformidad del público. Por eso, Nadie puede vencerme exuda sudor y amargura, sustancias con la que se empapan los rings de boxeo de segunda clase. Robert Wise así lo entendió, colocando los cimientos sobre los que futuros cineastas como Scorsese o Eastwood sostendrían sus incursiones en el género. En definitiva, una película de producción modesta que alcanza altísimas cotas de inspiración y veracidad, colocando al espectador contra las cuerdas con la fuerza de sus imágenes y la emoción del relato bien contado.
Nadie puede vencerme es, fundamentalmente, un poderoso ejercicio de estilo. Wise comprime en apenas setenta minutos de duración el drama de un boxeador en decadencia que se empeña en romper su racha de mala suerte la noche en que su combate ha sido amañado. Por las escenas del film se pasean representantes sin escrúpulos, mujeres hartas de curar heridas y un público sediento de sangre. En definitiva, la fotografía de un instante congelado en el tiempo: es de noche y en la pequeña ciudad de Paradise City se celebra una velada de boxeo.
La película se abre con una sucesión de planos secuencia que retratan el hervidero de los alrededores del ring. La cámara se traslada de un personaje a otro capturando la inmediatez de lo cotidiano. Hay fragmentos de diálogos, personajes que entran a ver el espectáculo y un propósito que Wise mantendrá durante el resto del metraje: reflejar el aquí y el ahora. No en vano, Nadie puede vencerme está montada prácticamente en tiempo real con la acción del relato, convirtiendo al espectador casi en un personaje más de la trama.
El film toma posición en mitad de los extremos. Por un lado, contiene la crudeza y la frescura de la serie B propia de la RKO de los años cuarenta. Por otro lado, Wise logra una depurada exhibición de cine cuya planificación parece trazada con tiralíneas. Y así surgen nuevos extremos: el del clasicismo y la modernidad. Nadie puede vencerme resulta clásica porque algunos movimientos de cámara y recursos de montaje recuerdan a Murnau, Pabst y otros maestros del periodo mudo. Y también es moderna porque entronca en varios aspectos con la corriente realista que irrumpió primero en Italia y después en Francia y en el Reino Unido. En este tránsito entre la tradición y la vanguardia se alcanza una atmósfera tan especial que todavía hoy mantiene intacto su poder de fascinación. A eso se le llama cine intemporal.
La estilizada fotografía en blanco y negro de Milton Krasner contribuye a definir no sólo el estilo visual, sino también el espíritu de una película que es un placer para los ojos, aun cuando la pantalla rebosa dolor. Las luces y las sombras cincelan los rasgos de los actores, entre los que Robert Ryan representa la figura del perfecto perdedor. Su encarnación del púgil protagonista va más allá de lo convincente, respira angustia y verdad. Ryan parece haber nacido con unos guantes de boxeo en las manos. El resto del elenco completa una galería de noctámbulos profesionales y artistas de la desazón, en suma, el paisaje humano de una ciudad que reproduce el imaginario de la larga noche americana.
La película es directa como un buen gancho, no hay grandes momentos musicales ni concesiones a la conformidad del público. Por eso, Nadie puede vencerme exuda sudor y amargura, sustancias con la que se empapan los rings de boxeo de segunda clase. Robert Wise así lo entendió, colocando los cimientos sobre los que futuros cineastas como Scorsese o Eastwood sostendrían sus incursiones en el género. En definitiva, una película de producción modesta que alcanza altísimas cotas de inspiración y veracidad, colocando al espectador contra las cuerdas con la fuerza de sus imágenes y la emoción del relato bien contado.