Magical girl. 2014, Carlos Vermut

Después de la promesa, llega la constatación. La promesa fue Diamond Flash, una película estrenada en internet en 2011 que se propagó como una consigna secreta entre cinéfilos exigentes y amantes de rarezas. Promesa fue también su director, el debutante Carlos Vermut, que con un presupuesto exiguo y una voluntad sin precio logró reflejar en aquella primera obra las particularidades de su universo. Y promesa fue, al fin, comprobar que era posible hacer cine de autor en España sin renunciar a la calidad y al riesgo.
La onda expansiva de Diamond Flash todavía no se ha disipado cuando llega Magical girl, constatación de todas aquellas promesas hechas realidad. La segunda película de Vermut guarda plena coherencia con la anterior, completando un corpus que lejos de confortar al espectador, le plantea nuevos retos. Magical girl insiste en las situaciones límite y en los personajes extremos, todo bajo la más estricta de las contenciones. El film está cargado con material explosivo, tratado con precaución para que no reviente la pantalla, pero cuya amenaza permanece latente durante el metraje. Es el aviso de algo trágico que está a punto de suceder desde la primera secuencia.
Esta contención afecta por un lado a la puesta en escena, y por otro a las interpretaciones de los actores. Bárbara Lennie, José Sacristán, Luis Bermejo e Israel Elejalde desarrollan sus personajes con la síntesis que proporciona el talento. En cuanto a la puesta en escena, Vermut se vale de composiciones geométricas y de una planificación austera para transmitir la frialdad que requiere el relato. No por capricho de estilo, sino porque esa frialdad es el paraguas que protege al público de las tormentas que arrecian en Magical girl, una especie de distanciamiento brechtiano que puede ser confundido con el hermetismo. 
Las criaturas de Vermut viven al borde de sus posibilidades, revelando los aspectos más oscuros de la condición humana y una enfermiza concepción del sexo y las relaciones personales. La habilidad del director es la de sugerir todos estos horrores bajo una capa de cotidianidad, mezclando lo terrible y lo mundano. Porque Magical girl son, en realidad, dos películas. Una es la que se ve en imágenes, y otra la que sucede en la cabeza del espectador. Ésta última es la más inquietante y comprometedora, la que juega con el subconsciente del público y le invita a rellenar con sus peores pensamientos los huecos que deja la primera película. Vermut es capaz de sacar nuestros monstruos interiores y de hacerlos participar de la ficción, lo que convierte su cine en una experiencia tremenda (que no tremendista) y nada complaciente.
El guión de Magical girl está fragmentado en una serie de líneas narrativas que se van cruzando y solapando según su recorrido dramático. Hay una división por capítulos que se corresponde con los enemigos del alma que declaró San Juan de la Cruz: mundo, demonio y carne. En eso consiste el argumento, en una aproximación a los misterios del alma a través de las preguntas, más que las respuestas. Semejante planteamiento puede parecer a simple vista rimbombante o pretencioso, pero no hay por qué alarmarse. Vermut maneja el arte del enmascaramiento, haciendo que la profundidad de sus reflexiones se amortigüe por un abanico de referencias que van desde la música a la literatura, pasando por el cómic o el cine de género. Todo bien agitado para producir un auténtico cóctel molotov. En definitiva, cine valiente y bizarro, hecho con exquisita elegancia y pulcritud. Se podría decir que Carlos Vermut es la gran esperanza blanca del cine español, pero es mucho mejor. Es la gran esperanza negra.

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Nightcrawler. 2014, Dan Gilroy

"No le digas a mi madre que soy periodista. Ella cree que toco el piano en un burdel". Billy Wilder incluyó esta frase en un diálogo de Primera plana, comedia que mostraba las miserias de un oficio que él conocía bien. Esta misma actitud crítica ya la había practicado años antes en El gran carnaval, al igual que hizo Elia Kazan en Un rostro en la multitud y, más tarde, Sidney Lumet en Network. Películas que engrosan una lista en la que se cuestionan los tejemanejes de las empresas vinculadas a la información, y a la que Nightcrawler añade su virulencia y mala baba.
El debut en la dirección del guionista Dan Gilroy se salda con el retrato descarnado de las agencias de noticias para televisión, un ecosistema donde pululan reporteros sin escrúpulos, productores voraces y toda clase de buitres carroñeros. Un escenario en el que encaja perfectamente Louis Bloom, de profesión delincuente común hasta que descubre en el audiovisual un mundo hecho a su medida. Más que un antihéroe, el personaje interpretado por Jake Gyllenhaal representa la figura del contrahéroe, la encarnación del sueño americano transformado en pesadilla. Amoral, insensible, avaricioso, trepador... Bloom riega la pequeña planta de su apartamento con la misma disciplina con la que calcula los beneficios que le reportarán unas imágenes cubiertas de sangre, de manera fría y metódica. Proviene de un linaje en el que se cruzan Travis Bickle, el samurái de Melville y la adaptación de un Drácula moderno que sale por las noches buscando adrenalina y alimento. La muerte que trata de capturar con la cámara se convierte en su vida. El espectáculo de la desgracia, a veinticinco frames por segundo.
Gilroy realiza una de las operas primas más estimulantes de los últimos tiempos, un ejercicio de contundencia narrativa con capacidad para crear atmósferas inquietantes de gran voltaje dramático. La tensión recorre el metraje de principio a fin, contenida a duras penas por un corsé que en ocasiones se libera dejando que la violencia abrace la pantalla, sin llegar nunca a asfixiarla. El guión está calibrado con detalle y conduce al espectador por la nocturnidad de los Ángeles, una ciudad implacable que hace verdad el tópico de que el escenario es un personaje más de la historia. Ahora bien, si hay un responsable de que Nightcrawler sea un film memorable es Gyllenhaal. La turbiedad de su mirada y el gesto crispado construyen un personaje inolvidable, un monstruo sofisticado cuyos excesos resultan reconocibles para cualquiera que haya pisado un plató. La película gravita en torno a la figura de este aprendiz de tirano, lo que sitúa al actor en la categoría de autor en la sombra.
Los demás elementos técnicos y artísticos envuelven la película en una aureola de deliciosa maldad, dibujando un paisaje nada complaciente con la sociedad contemporánea y la influencia que en ella ejerce el cuarto poder. Al contrario que otros films ambientados en el terreno informativo como Luna nueva, Juan Nadie o Buenas noches y buena suerte, en Nightcrawler no hay lugar para las moralejas ni los finales aleccionadores. Los títulos de crédito que cierran la película son recibidos por el espectador como un mazazo capaz de ahuyentar toda esperanza en los medios de comunicación. Es el último de los golpes que asesta este film de género, directo a la conciencia del público bienpensante y acomodado.

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La dalia azul. "The blue dahlia" 1946, George Marshall

George Marshall fue un director de prolífica carrera que se especializó sobre todo en comedias y en westerns. Su única incursión en el género negro llegó en el año 1946 con La dalia azul, por lo que cabe preguntarse si era realmente el cineasta adecuado para llevar a la pantalla el que también sería el único guión original firmado por Raymond Chandler. La respuesta ofrece algunas dudas.
Al igual que otros grandes escritores de la época como Faulkner, Capote, Miller o Scott Fitzgerald, Chandler fue llamado por Hollywood para añadir lustre y servir de coartada intelectual a las producciones de los grandes estudios. Aquellos insignes autores dejaban su nombre en los títulos de crédito y a cambio recibían un ingreso fijo. Escaldados de la racanería editorial y seducidos por los cantos de sirena de la fama, muchos de ellos descubrieron decepcionados que detrás del brillo de los focos estaban los horarios de oficina, los rigurosos plazos de entrega y las injerencias en sus textos por parte de productores, directores y estrellas con ganas de demostrar su poder. En definitiva, un entorno poco propicio a la creatividad y al ingenio. Tras haber colaborado con Billy Wilder en el guión de Perdición, Raymond Chandler recibió el encargo de Paramount de escribir el texto para un nuevo thriller. El escritor echó mano de un proyecto de novela abandonada y así surgió La dalia azul, relato arquetipo que mezcla la intriga criminal, el drama de sentimientos y la situación de los soldados recién llegados del frente. Ninguno de estos ingredientes parece desarrollarse con fortuna durante el metraje.
Tal vez la premura del rodaje provocó que la historia no estuviese del todo bien perfilada. Así, el guión de La dalia azul abusa de las casualidades, alterna los diálogos memorables con otros anodinos, y falta a la coherencia que se le debe presuponer a un film que juega con la resolución de un misterio. Tampoco el elemento romántico está bien resuelto, en parte por la escasa sintonía que se establece entre los personajes de Alan Ladd y Veronica Lake. Y en cuanto al trasfondo de los veteranos de guerra... un mero apunte coyuntural, sin apenas incidencia en la trama. La película no cumple con los preceptos del género: falla en la creación de una atmósfera sugerente que conduzca el relato (responsabilidad de Marshall), falla en articular una intriga que deja en evidencia sus mecanismos dramáticos (labor de Chandler) y falla en el retrato de unos personajes desaprovechados y sujetos a su utilidad narrativa (aquí se debe señalar a los actores y a Marshall por igual). Sólo la aportación de William Bendix consigue insuflar algo de chispa en un plantel rutinario, que ni siquiera la deslumbrante fotogenia de Veronica Lake puede avivar.
Es una lástima que demasiados condicionantes jueguen en contra de La dalia azul, una película que sin duda hubiese llegado más lejos de haber contado con un director más familiarizado con el cine negro como Fritz Lang o Robert Siodmak.
    
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Paco de Lucía: La búsqueda. 2014, Curro Sánchez

El cine es el arte de la fragmentación. Cualquier película está hecha a base de descartes y de elecciones, de momentos que se supeditan unos a otros para construir una trama. En el caso del documental, esta mecánica del acotamiento se vuelve necesidad cuando la figura a tratar tiene una trayectoria tan larga y tan rica en experiencias como la de Paco de Lucía.
El gran renovador de la guitarra flamenca presta su voz y su rostro avejentado para conducir el relato de toda una vida, desde el alumbramiento hasta los últimos días. Inevitablemente hay cosas que se quedan fuera (el desarrollo de su relación con Camarón, la grabación del Concierto de Aranjuez...) ya que el documental no pretende ser una biografía al uso, sino un acercamiento al arte y a la personalidad de un músico que trató siempre de superar sus propios límites. El título lo deja claro: Paco de Lucía: La búsqueda. Búsqueda de la expresión creativa y del sentido musical, búsqueda del sonido perfecto.
El documental mezcla las declaraciones a cámara con las imágenes de archivo, un diálogo entre el pasado y el presente de gran acabado visual que satisfará a los flamencólogos exigentes, los aficionados y los simples curiosos. La narración transcurre con fluidez y mantiene el tono distendido durante todo el metraje, mostrando a un Paco de Lucía relajado y locuaz. No en vano tras la cámara se encuentra Curro Sánchez, hijo del artista, lo que explica el carácter hagiográfico que domina el conjunto. Hay intervenciones de Chick Corea, Jorge Pardo, Rubén Blades, su hermano Pepe de Lucía y una larga lista de nombres que colaboraron con el guitarrista. Más allá del virtuosismo evidente, todos insisten en señalar su dimensión humana y su talento obsesivo.
Paco de Lucía: La búsqueda no añade demasiadas novedades respecto al documental Francisco Sánchez: Paco de Lucía producido en 2005 por TVE. La estructura argumental es la misma, como iguales son los objetivos: la aproximación a una figura incontestable de nuestra cultura, cuya influencia está ligada a la evolución de un arte que él mismo ayudó a propagar. La guitarra del músico de Algeciras seguirá sonando durante largo tiempo, y este hermoso documental deja testimonio de ello.

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Sin novedad en el frente. "All quiet on the western front" 1930, Lewis Milestone

Cuando la guerra salpica la pantalla, traza una línea clara que separa el cine probelicista del antibelicista. Por calidad, por legitimidad moral y por sentido común, las películas antibelicistas son las que habitualmente se imponen a la hora de hacer recuentos. Y de todas ellas, Sin novedad en el frente destaca con especial importancia.
Dirigida en 1930 por Lewis Milestone, este monumento fílmico demuestra la destreza técnica y narrativa de un cineasta que sabía bien de lo que estaba hablando. Su experiencia en el ejército durante la Primera Guerra Mundial se filtra en cada fotograma e inflama de realismo la novela original de Erich Maria Remarque. Pero cuidado: Sin novedad en el frente no aspira a ser un documental ni una reproducción exacta del conflicto bélico. El verismo de sus imágenes está impregnado de evocación y de poesía, siempre con un pie en la crónica y otro en el alegato.
La película comienza con un texto a modo de introducción, en el que se avisa de que el relato "no es una confesión ni tampoco una acusación, y mucho menos una aventura..." Sin novedad en el frente huye de la estructura habitual y del punto de vista único, para observar las vivencias cotidianas de un batallón de jóvenes recién licenciados en su contacto con la crudeza del combate. No hay lugar para la épica ni para los himnos en el eterno campo de batalla que Milestone evita acotar. Al contrario de lo que suele suceder en las películas sobre guerra, Sin novedad en el frente escamotea los datos geográficos y los emplazamientos de las escaramuzas. Esta indefinición provoca que el drama se vuelva universal y reconocible, que el espectador se sienta liberado de los referentes históricos y pueda percibir la tragedia como propia.
Muchas décadas después de su estreno, la película conserva intacta la rabia y la fuerza de sus planteamientos. Aunque la interpretación de algunos actores pueda parecer teatralizada o el discurso algo forzado, lo cierto es que cuesta encontrar un ejemplo más certero de genuino cine antibelicista. La sombra de Sin novedad en el frente se ha extendido sobre buena parte del género, desde Senderos de gloria hasta La chaqueta metálica, pasando por La cruz de hierro, Capitán Conan o Salvar al soldado Ryan. Películas que deben mucho al film de Milestone, por referencias formales, argumentales e ideológicas.
El hecho de que el estreno de Sin novedad en el frente coincidiese con la eclosión de los primeros fotógrafos de guerra confiere al film un carácter testimonial, casi profético. La labor de Arthur Edeson con la luz y su incidencia en la profundidad de campo, los claroscuros y la recreación de ambientes, pone en relieve la amplia paleta de matices del blanco y negro y sus posibilidades dramáticas. Las imágenes estilizan la amargura del relato, sin adornos ni bálsamos para los ojos. Lewis Milestone es implacable: trata sobre todo de hacer crítica, en una actitud valiente y comprometida que refuerza el valor de esta película legendaria y echa por tierra cualquier discurso nacionalista.
Milestone hace una exhibición de cine contundente y precisa. La exuberancia de su estilo visual envuelve el discurso cargado de contenido, con un ritmo que no decae en ningún momento y una voluntad humanista que convierte a Sin novedad en el frente en una obra ineludible, en la bandera de un cine que rechaza todas las banderas que no sean blancas. El ejemplo se aprecia en la escena final de la película, ese momento elevado a la categoría de icono en el que el soldado protagonista encuentra la muerte revoloteando entre las alas de una mariposa. Concisión y lirismo en apenas dos minutos inolvidables. Saquen el reclinatorio:
  
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