"Los 5000 dedos del Dr. T” estaba llamada a convertirse
en un clásico del cine infantil, en un referente dentro del género fantástico. Sin
embargo, su extravagancia y su rotundo lirismo la relegaron a la condición de
película de culto, y así continúa hasta hoy, pues su salvaje inventiva se ha
mantenido intacta a través del tiempo. Hay películas que se recuerdan por sus
imágenes, y ésta sin duda es una de ellas.
Al igual que una buena parte de los cuentos
escritos en el siglo XX, “Los 5000 dedos del Dr. T” hunde sus raíces en “Alicia
en el País de las Maravillas”, trasladando las maneras británicas de Lewis
Carroll al escenario de la música y del conflicto generacional. La historia
cuenta las ensoñaciones de un niño abrumado por la obligación de practicar
ejercicios de piano, una responsabilidad contra la que se enfrentará en el
mundo de la imaginación. Y es precisamente en este universo mágico donde la
película alcanza cotas de virtuosismo estético, gracias al diseño de los
personajes y, en especial, de los decorados. La rabiosa inspiración de sus
creadores se ve acrecentada por un carácter artesanal que poco tiene que ver
con el cine fantástico de nuestros días, en el que los actores se ven obligados
a interactuar con pantallas verdes y las películas se fabrican una vez que están
rodadas.
La apuesta de Roy Rowland como director es la de
sacar el máximo provecho de cada uno de los ambientes creados para la película,
de fuerte influencia pictórica y teatral. Los actores, el guión y las canciones
tratan de estar a la altura de los decorados y de aportar contenido a semejante
envoltorio. A pesar de eso, aquí no hay complicados giros en la trama ni
diálogos demasiado elaborados, se trata más bien de participar en un relato de
ensueño, objetivo que se alcanza con creces.
Stanley Kramer deja de lado sus habituales
alegatos humanistas y realiza una gran labor en la producción del film, cuyo
objetivo principal es el de la fascinación de los espectadores más jóvenes. La película
no lo consiguió en su día y el público le dio la espalda, tal vez apabullado
por el derroche onírico y por cierta crueldad que subyace en la trama. Es fácil
intuir que detrás de la diversión y del escapismo se asoma la vieja dicotomía
acerca de la incomprensión entre niños y mayores, el cuestionamiento de la
disciplina, la resistencia de los jóvenes por madurar y de los adultos por
sentir empatía con los jóvenes. Argumentos tan antiguos como el hombre, aquí
aderezados por unos números musicales más bien discretos, (a excepción del
llevado a cabo por los instrumentistas prisioneros del Dr. T, una verdadera
filigrana).
En definitiva, “Los 5000 dedos del Dr. T” es uno
de esos tesoros que merece la pena descubrir, una obra genial e iconoclasta
capaz de satisfacer por igual a los cinéfilos exigentes, a los amantes de las
rarezas y al público infantil.
A continuación, uno de mis momentos predilectos:
la canción que canta el ascensorista en el descenso hacia las terribles
mazmorras del Dr. T. Una melodía con aires de Kurt Weill, deliciosamente perversa: