UN AÑO, UNA NOCHE. 2022, Isaki Lacuesta

El español Ramón González fue uno de los supervivientes del atentado yihadista cometido en 2015 en la sala Bataclán de París. Tres años después se publica el libro Paz, amor y death metal, que el propio González escribe como terapia y que Isaki Lacuesta lleva a la pantalla en 2022 con el título de Un año, una noche. Este ciclo narrativo que comienza con una tragedia y que se materializa después en literatura y en cine es un ejercicio contra la barbarie para tratar de dar sentido a lo que no lo tiene, un acto de creación frente a la destrucción.

Lacuesta realiza junto a Isa Campo, productora y coguionista habitual del director, una adaptación libre del texto original para redimensionar el alcance de los hechos. Así, la pareja argentina de González adopta origen francés y la película se centra en las consecuencias del horror sobre la relación entre ambos y con el entorno que les rodea, en un estudio pormenorizado de cómo la tragedia afecta a lo cotidiano. Sin embargo, Un año, una noche está filmada casi como si se tratase de un poema íntimo: el tiempo vivido se mezcla constantemente con el tiempo recordado y con el imaginado, mediante momentos que se yuxtaponen y se arrojan luz unos a otros, cuando no son sombras. Hay escenas que riman dentro de una estructura en elipse, que da vueltas sobre sí misma, pues así es como lo perciben los protagonistas dentro de sus cabezas. Fernando Franco y Sergi Dies se encargan del montaje, uno de los puntos fuertes del film.

Otro es las interpretaciones de Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Merlant, quienes dan vida al dúo protagonista. La humanidad que desprenden les conecta con el público de forma directa, no solo por lo que hacen y dicen, sino también por lo que callan. El carácter expansivo y elocuente de él se complementa con la introspección y la madurez de ella, lo cual genera un torbellino de sentimientos que conduce la película hasta límites que nunca llegan a rebasarse. El director sabe mantener el equilibrio del tono dramático y la tensión emocional que se trasluce no solo en la labor de los actores, sino también en el aspecto visual. Basta ver, por ejemplo, el uso de un cristal esmerilado en medio de una conversación, o las partículas de pólvora flotante a las que se hace referencia repetidas veces durante el metraje. Son soluciones estéticas que ahondan en la profundidad del relato y que dotan a la película de una atmósfera muy cuidada, gracias a la fotografía de Irina Lubtchansky.

Las imágenes estilizadas de Un año, una noche escarban en la personalidad de los protagonistas y nos trasladan a un lugar hermoso y terrible al mismo tiempo, el de las heridas que no se cierran y la salvación producto del espanto. Por todo ello, se trata de una de las películas más redondas de Isaki Lacuesta, un cineasta capaz de calibrar al milímetro la intensidad de la historia que tiene entre manos y de mantener en vilo al espectador con sabiduría y respeto, sin necesidad de ser explícito en lo físico ni de regodearse en el dolor mental. La memoria de las víctimas así lo merece.