RAMONA. 2022, Andrea Bagney

Andrea Bagney consigue sacar adelante su primer largometraje desde la más absoluta independencia, con mucha más voluntad que medios. Y soluciones ingeniosas: a través de una empresa de hostelería se constituye Tortilla Films para dar soporte a la producción de Ramona, una película que sigue la estela del subgénero mumblecore y en especial de uno de sus títulos más celebrados, Frances Ha. Al igual que en esta, Bagney elige como protagonista a una mujer que ronda la treintena, en plena crisis de madurez y cuyas posibilidades profesionales y afectivas se tambalean ante la falta de perspectivas de futuro, un retrato contemporáneo de buena parte de la población que debe lidiar con la precariedad. Lo mejor de Ramona es que la crónica del presente se hace sin épica ni acritud, desde lo cotidiano y con afán naturalista, pues la ausencia de ambiciones hace que el conjunto resulte cercano.

La directora también escribe el guion, dividido en capítulos que se corresponden con diferentes momentos de la relación de Ramona con su novio y con un cineasta que acaba de conocer y con el que se embarca en un proyecto incierto. Los tres personajes están interpretados por Lourdes Hernández (más conocida por su sobrenombre musical, Russian Red, quien también debuta en el formato largo), Francesco Carril y Bruno Lastra. Actores que proporcionan la medida exacta de frescura que precisan sus personajes y que hacen suyos los abundantes diálogos, ya que la película está conducida por conversaciones constantes que marcan el comportamiento y la evolución del trío principal. No hay muchos más personajes porque la elocuencia de la palabra compensa el minimalismo de los demás elementos: pocos escenarios, pocas situaciones e incluso poca duración, apenas ochenta minutos en los que transcurre la historia sin prisa pero sin pausa, buscando un ritmo cercano al de la vida contada con sencillez.

Ramona no exhibe alardes de planificación y adolece de un sonido demasiado pobre ya que, en general, predomina una sensación de inmediatez y de austeridad que a lo largo de la narración se convierte en estilo. En ocasiones, recuerda a aquellas primeras películas de Colomo y Trueba que lo mismo miraban a Woody Allen como a la nouvelle vague o a los clásicos de la comedia norteamericana, algo de todo ello se encuentra en Ramona, así como de homenaje al cine. No en vano comienza y termina en el Doré de Madrid, una sala que se suma a los paisajes céntricos de la ciudad en calidad no solo de trasfondo urbano, sino también emocional.

Bagney filma las imágenes en 16 mm, lo cual ya es una toma de posición frente al hecho cinematográfico basada en la búsqueda de lo artesano y de cierta poética asociada al soporte, según ha declarado la propia autora. Pol Orpinell se encarga de la fotografía en blanco y negro que, eventualmente, se interrumpe por el color, y es que Ramona propone un metalenguaje de cine dentro del cine en el que la ficción aparece en color y la realidad en blanco y negro. Un recurso que no es nuevo, pero que la directora emplea con inteligencia y sensibilidad. Estos dos atributos se van consolidando a lo largo de la narración, ya que el episodio que abre la película es torpe y no parece augurar nada bueno... por fortuna, Ramona crece a ojos del espectador gracias al desparpajo de Andrea Bagney y al magnetismo que desprende Lourdes Hernández. Ella imprime su personalidad a Ramona y sostiene el film sobre su pequeña complexión y su mirada franca, sin ambages.