Thomas Anderson vuelve a una época que le gusta y a un escenario que conoce bien. Allí es donde creció y donde se ambientan Boogie nights, Magnolia, Punch-drunk love y Puro vicio, títulos en los que es fácil rastrear las huellas de Licorice Pizza, a grandes rasgos resumidas en la búsqueda de la realización personal y en el ideal romántico como forma de redención. El guion adopta una estructura por capítulos que relatan los sucesivos intentos de Gary Valentine, un chico de quince años, por emprender negocios surgidos al calor de los tiempos: actor secundario en un show televisivo, vendedor de camas de agua, dueño de un local de pinball... cada una de estas actividades supone un nuevo paso en su relación con Alana Kane, una joven unos años mayor que él que conoce al inicio del film. Aunque tienen personalidades muy marcadas y la conexión que se establece entre ambos es inmediata, la diferencia de edad es la barrera que ella deberá derribar para reconocer sus verdaderos sentimientos, por encima del atractivo que ejerce sobre los demás hombres. Así, la película retrata los modos de prosperar que predominaban en la juventud de entonces: ellos obtener un trabajo y ellas encontrar una pareja, en los dos casos para garantizar una estabilidad económica. Thomas Anderson lo cuenta sin idealizaciones y con un humor no exento de crítica, ya que muchos de los personajes son caricaturas de modelos reconocibles dentro de un amplio espectro humano.
La fauna que integra Licorice Pizza es todo un muestrario de debilidades y neuras que son interpretadas por un elenco escogido con cuidado, en el que brillan los nombres de Sean Penn, Bradley Cooper, Tom Waits o el cineasta Ben Safdie, entre muchos otros, dando vida a personajes episódicos que influyen en el devenir de los protagonistas. Estos están encarnados por los debutantes Alana Haim y Cooper Hoffman, quienes insuflan alma a la película y dejan para la posteridad una de las parejas más memorables que se puedan ver en la pantalla. La historia de sus encuentros y desencuentros define el núcleo argumental del film, ya que no hay una trama cerrada que avance en línea recta, sino una consecución de largas secuencias que hace difícil adivinar hacia dónde se encamina el conjunto (dicho esto como una virtud, y no como un defecto).
Como cabe esperar, Licorice Pizza luce una técnica impecable y precisa, cuyo dominio permite al director recrearse en movimientos de cámara que son una conmemoración en sí misma del cine. Basta ver el largo seguimiento que la cámara hace de Gary corriendo entre los coches sin combustible, mientras suena Life on Mars? de David Bowie, para sentir ese escalofrío que solo proporcionan los momentos de cine libre, genuino y autoconsciente. Tal vez la vida no sea como la muestra Paul Thomas Anderson en Licorice Pizza, en cambio, la película sí es capaz de construir una memoria hecha de canciones, afectos y decepciones que el espectador puede trasladar con facilidad a su experiencia. Un espacio común donde conviven lo real y lo imaginado, el presente y el recuerdo.