BELFAST. 2021, Kenneth Branagh

A lo largo de los años, Kenneth Branagh ha ido construyendo una filmografía marcada por la irregularidad y el cambio de rumbo. Fue recibido a finales de los años ochenta como una de las más firmes promesas del cine británico, gracias a sus adaptaciones de Shakespeare, que iba intercalando con proyectos en los que indagaba en diferentes géneros. En 1996 realiza su obra más ambiciosa, una versión íntegra de Hamlet en la que despliega todas sus dotes como actor y director, y que supone un punto de inflexión en su carrera. A pesar de los méritos que atesora, la película supone el primer fracaso de taquilla de Branagh después de una etapa inicial de éxitos y, salvo alguna excepción, en adelante trasladará buena parte de su producción a Hollywood, donde lleva a cabo títulos cada vez menos personales e interesantes. Por eso, tal vez Belfast sea un acto de contrición que trata de enmendar sus anteriores trabajos, un intento por recuperar el antiguo prestigio perdido.

El cineasta mira a su propio pasado en el barrio de la capital de Irlanda del Norte donde se crió. Terminan los años sesenta y el conflicto entre católicos y protestantes se recrudece, enfrentando a los vecinos y provocando que se levanten barricadas en las calles. En medio de este ambiente bélico, las familias tratan de salir adelante ahogados por el paro y la falta de oportunidades, una época muy difícil que apenas encuentra reflejo en la pantalla. La visión de Branagh es la de un niño de nueve años que sueña en las salas de cine y se enamora de la chica más lista de su clase, ajeno a los desastres que sufren los adultos. Sin embargo, este contraste entre la dura realidad y la inocencia de la juventud no alcanza el equilibrio y se opta por potenciar el lado amable, lo cual deviene en una película ingenua y falsa. Todo es demasiado perfecto en esta ficción que rehúye no la verdad, sino la credibilidad. Puede que la infancia de Branagh fuese parecida a la que se cuenta en Belfast, pero el director emplea recursos demasiado artificiosos que dificultan la empatía con los personajes y la verosimilitud de las situaciones.

El estilo de Branagh se muestra deudor del cine aparatoso y banal que ha estado practicando en los últimos años, da igual que ahora relate una historia íntima de carácter humano. Todo es enfático, la planificación está llena de movimientos de cámara, encuadres y angulaciones cuya única finalidad consiste en acariciar los ojos del espectador y proporcionar placer estético. Las imágenes en blanco y negro tratan de recrear el costumbrismo de una época idealizada hasta en sus detalles más pequeños, generando la sensación constante de estar ante decorados, atrezzo y modelos, en lugar de actores. No en vano, los padres protagonistas encarnados por Caitriona Balfe y Jamie Dornan fueron modelos en sus inicios, y lo siguen siendo ahora en las escenas de Belfast. Salvo los actores maduros Judi Dench y Ciarán Hinds, el resto del reparto resulta demasiado pulcro y bello como para encarnar a una clase trabajadora que sobrevive a las dificultades en mitad de una guerra urbana.

Nada de lo que se ve en Belfast parece realizado por un cineasta sexagenario y experimentado. Al contrario, da la impresión de ser la primera película de un director que aspira a deslumbrar al público empleando ingenios visuales y buscando la indulgencia de manera llamativa y torpe. Las capacidades narrativas de Kenneth Branagh han desaparecido sin dejar rastro, sepultadas por el afán de querer agradar al público por métodos demasiado fáciles. Al menos, queda el consuelo de poder escuchar a Van Morrison en las canciones que suenan en el film.