Petite maman representa el cenit de este modo de hacer cine que no abandona el realismo pero que, por primera vez, se adentra en el terreno de la fantasía. La trama contiene un giro importante que no conviene desvelar y que se va preparando con sutileza a lo largo del primer acto, de manera que cuando llega, no rompe el equilibrio ni la credibilidad mantenidos hasta entonces. El estilo conciso de la directora y la depuración también estética del film permiten que lo increíble parezca creíble, empleando los recursos de la imagen y el sonido. Hay algo casi oriental en la planificación del film, en los encuadres y en el ritmo que adopta el montaje, que recuerda al cine de Ozu y muy especialmente al de Miyazaki, sobre todo por temática. Esto también se percibe en la intención constante por dar verosimilitud a lo que sucede en la pantalla sin enfriar el calor humano de los personajes y sus sentimientos, los cuales permanecen soterrados bajo capas de contención hasta que consiguen emerger en el mejor lugar posible: el espectador.
La austeridad dramática de Petite maman se evidencia en la interpretación de los actores, un breve plantel de nombres noveles o desconocidos, que con su mirada y su voz contribuyen a la moderación del conjunto. En definitiva, el milagro que logra Sciamma de convertir lo profundo y trascendente en algo sencillo y público, de alcance universal, hace de Petite maman una película admirable, una pieza de orfebrería delicada, inteligente y armónica, que aparenta ser pequeña pero que alcanza una dimensión enorme. Sin duda, una obra a destacar dentro del último cine europeo.