La La Land. 2016, Damien Chazelle

El jazz se está muriendo. El mundo dice "Deja que se muera, ya ha tenido su época". Pero yo no lo voy a permitir. Estas palabras, dichas por el protagonista de La La Land, son la mejor declaración de principios del director Damien Chazelle. Un hombre con una misión: propagar entre el público las bondades del jazz y del cine. Algo que ya practicó en sus anteriores películas, Whiplash y Guy and Madeline on a park bench. Precisamente, La La Land recoge el testigo de ésta última y establece con ella la meteórica progresión del cineasta en apenas siete años de carrera. Del cine independiente a la gran producción, del blanco y negro en 16 mm. al color en formato digital, de los actores no profesionales a las estrellas de Hollywood. Y todo ello sin pagar peajes a cambio ni perder la frescura por el camino.
La La Land se enmarca dentro de la misma corriente revisionista que otras películas de los últimos años como The artist, ¡Ave, César! o Café Society, la recuperación de un pasado glorioso a través de sus géneros tradicionales. Chazelle vuelve la vista hacia los musicales de la época dorada, cuando Fred Astaire y Gene Kelly llenaban de magia las pantallas con sus pasos de baile. Pero los homenajes no se quedan ahí, en La La Land hay también influencias de Casablanca, Rebelde sin causa, 8½ y otros musicales como Los paraguas de Cherburgo o Corazonada. Lo que convierte el visionado de la película en un placer para cualquier cinéfilo. Pero más allá de mitomanías y de guiños a la nostalgia, hay que valorar La La Land como lo que es hoy: una película escrita con inteligencia, filmada con pasión y acabada con mimo y detalle.
Parece mentira que con apenas treinta años, Chazelle haya sido capaz de elaborar un film tan contundente y redondo. El guión funciona como un perfecto mecanismo de relojería que provoca emoción, drama y comedia según conviene a la historia, sin tiempos muertos ni escenas de transición lastrando la fluidez del relato. A lo que se suman unos diálogos inspirados y unos números musicales que, lejos de entorpecer la acción, participan de su desarrollo. La retórica visual de La La Land alterna el empleo del montaje y de los planos secuencia, algunos de gran complejidad técnica, como el número musical que abre la película. Pero no todo es pirotecnia, también hay escenas más sencillas pero igualmente efectivas, como la canción que la protagonista interpreta durante la prueba de casting. Chazelle demuestra su dominio de la puesta en escena aprovechando las posibilidades de los decorados y convirtiendo la cámara en un personaje más, que transmite intimidad o espectáculo al servicio siempre de la narración.
La La Land deposita una gran responsabilidad en el trabajo de los actores. Emma Stone y Ryan Gosling no son los mejores bailarines ni los mejores cantantes, tampoco lo pretenden. Sin embargo, es difícil imaginar unas interpretaciones más ajustadas a sus personajes que las suyas, capaces de insuflar humanidad en un conjunto que tiende al artificio por naturaleza. La relación que se crea entre ellos posee una química que atraviesa la pantalla y logra conmover al espectador, hasta la llegada final del clímax, en un desenlace mucho menos optimista de lo acostumbrado.
Por lo demás, es fácil dejarse deslumbrar por la fotografía de Linus Sandgren, colorista y evocadora, o por el vestuario y la dirección artística, o por el ajustado sentido del ritmo que imprime el montaje... pero no hay que olvidar que un musical cobra vida a través de las canciones, y en ese sentido, La La Land es una deliciosa compilación de sonidos jazzísticos y melodías tarareables. El compositor Justin Hurwitz firma una banda sonora llamada a perdurar, capaz de invocar el espíritu de Cole Porter o Richard Rodgers desde una perspectiva actual.
A pesar de todas las referencias que se acumulan, La La Land no huele a naftalina ni roba sus virtudes del pasado. La tercera película de Damien Chazelle es un depurado ejercicio de estilo que tiene la capacidad de refrescar antiguas fórmulas y de acercarlas a un público mayoritario con el respeto propio del devoto. Es cine genuino que desprende pasión en cada uno de sus fotogramas, repleto de ideas ejecutadas con brillantez y cuyo fondo resulta coherente con la forma. En definitiva: un clásico moderno, una película importante, toda una experiencia.
A continuación, City of stars, una canción para el recuerdo. Relájense y disfruten: