Aunque llevó a cabo algunas películas de prestigio como La vuelta al mundo en 80 días o Las sandalias del pescador, el director Michael Anderson siempre tuvo predilección por géneros menos valorados como el fantástico, el terror o la acción. Un cine que le sirvió como refugio a medida que su carrera fue declinando, la mayoría de las veces en producciones de serie B o para la televisión. Llegó a trasladar a la pantalla novelas de George Orwell, Ray Bradbury, Jack London o Julio Verne, con desigual fortuna. Una de sus adaptaciones más célebres fue La fuga de Logan, original de William F. Nolan y Clayton Johnson, un relato futurista que trataba de corregir los problemas del presente advirtiendo de sus consecuencias en el siglo XXIII. Para la MGM, Anderson parecía la mejor opción, ya que años atrás había dirigido una versión canónica de 1984, el clásico por excelencia de las fantasías distópicas. Ésta película databa de 1956, y La fuga de Logan, de 1976. Pero al contrario de lo que dice el tango, veinte años sí son algo.
Lo sucedido entre esas dos décadas es el anacronismo. Y es que La fuga de Logan parece una película muy anterior, por su candidez y por las grandes similitudes que guarda con La vida futura, film de los años treinta. Anderson realiza un entretenimiento que nació viejo para su época, con un diseño de producción y unos efectos especiales que no han resistido el paso del tiempo. Pero más allá de la pobreza técnica (enmendada por algunas maquetas y decorados del tercer acto), se debe lamentar el guión, repleto de situaciones mecánicas y diálogos absurdos. Es evidente que Anderson no pretendía hacer una gran obra, sin embargo, hasta el divertimento más simple requiere de una lógica interna y de un mínimo de rigor narrativo. Aspectos que La fuga de Logan no contempla. La película deja en evidencia los problemas surgidos durante la producción para finalizar el texto, ingrata tarea que recayó en David Zelag Goodman. El guionista no consigue aglutinar todos los elementos que contiene el relato, simplificando las propuestas de partida y convirtiendo las metáforas en meras anécdotas.
Tampoco los actores ayudan a elevar la calidad del conjunto. Michael York deja patente sus carencias interpretativas, flanqueado por la inexpresión de Jenny Agutter y el histrionismo de Richard Jordan. Solo en la parte final acude al rescate Peter Ustinov, quien consigue aportar su carisma y presencia escénica. Por estos y otros motivos, La fuga de Logan puede ser considerada casi como una comedia involuntaria. Es difícil reprimir la risa al contemplar escenas como la del ritual del carrusel o la cámara del amor, y el diseño de personajes como Box, convertidos en iconos de la estética camp. Ni siquiera la banda sonora de Jerry Goldmisth consigue salvar del desastre a esta película digna de ingresar en la categoría de film de culto, junto a otros delirios como Barbarella o Flash Gordon. Los motivos son la ingenuidad de sus propuestas y la acumulación de disparates técnicos y artísticos... tantos, que la película incluso puede resultar entrañable.
Lo sucedido entre esas dos décadas es el anacronismo. Y es que La fuga de Logan parece una película muy anterior, por su candidez y por las grandes similitudes que guarda con La vida futura, film de los años treinta. Anderson realiza un entretenimiento que nació viejo para su época, con un diseño de producción y unos efectos especiales que no han resistido el paso del tiempo. Pero más allá de la pobreza técnica (enmendada por algunas maquetas y decorados del tercer acto), se debe lamentar el guión, repleto de situaciones mecánicas y diálogos absurdos. Es evidente que Anderson no pretendía hacer una gran obra, sin embargo, hasta el divertimento más simple requiere de una lógica interna y de un mínimo de rigor narrativo. Aspectos que La fuga de Logan no contempla. La película deja en evidencia los problemas surgidos durante la producción para finalizar el texto, ingrata tarea que recayó en David Zelag Goodman. El guionista no consigue aglutinar todos los elementos que contiene el relato, simplificando las propuestas de partida y convirtiendo las metáforas en meras anécdotas.
Tampoco los actores ayudan a elevar la calidad del conjunto. Michael York deja patente sus carencias interpretativas, flanqueado por la inexpresión de Jenny Agutter y el histrionismo de Richard Jordan. Solo en la parte final acude al rescate Peter Ustinov, quien consigue aportar su carisma y presencia escénica. Por estos y otros motivos, La fuga de Logan puede ser considerada casi como una comedia involuntaria. Es difícil reprimir la risa al contemplar escenas como la del ritual del carrusel o la cámara del amor, y el diseño de personajes como Box, convertidos en iconos de la estética camp. Ni siquiera la banda sonora de Jerry Goldmisth consigue salvar del desastre a esta película digna de ingresar en la categoría de film de culto, junto a otros delirios como Barbarella o Flash Gordon. Los motivos son la ingenuidad de sus propuestas y la acumulación de disparates técnicos y artísticos... tantos, que la película incluso puede resultar entrañable.