El club. 2015, Pablo Larraín

Hacer cine es llegar a un acuerdo entre lo que se quiere contar y cómo contarlo, establecer un diálogo entre el fondo, la forma y su incidencia en la narración. Por eso resulta tan fascinante encontrar películas como El club, que plantean un debate acerca del continente y el contenido.
Comencemos por el contenido: una casa situada en la costa de Chile alberga a un grupo de sacerdotes apartados por sus debilidades carnales. Allí llevan una vida apacible, ocupada en sus rutinas y en el entrenamiento de un galgo de competición. Hasta que un día, reciben la llegada de un cura que vendrá a revivir sus pecados del pasado. El tema es lo suficientemente llamativo como para no necesitar subrayados y tan escabroso como para no requerir ningún morbo adicional. Se trata de un argumento valiente y controvertido, un reto para cualquier autor.
Semejante historia requiere el continente adecuado, algo que Pablo Larraín cuida desde la dirección. El club denota su voluntad de estilo desde la primera escena, a través de unas imágenes con fuerte personalidad. Casi toda la película está filmada con lentes angulares, a contraluz y con la cámara en movimiento, una propuesta que rompe con el intimismo que se le presupone a producciones como ésta. Larraín plantea en su quinto largometraje el retrato de una realidad que suele ocultarse y que él visibiliza en el escenario de una casa con seis personajes. Al contrario de lo que cabría esperar, la película rehuye las influencias teatrales por medio de una planificación dinámica y algo barroca, con composiciones de aliento pictórico y un personalísimo tratamiento de la luz que firma el director de fotografía Sergio Armstrong.
Definidos el fondo y la forma, queda ver cómo afectan al relato. Y aquí hay que partir de una evidencia: nadie en su sano juicio puede estar a favor del abuso de menores. Por lo tanto, parece gratuito el esfuerzo de Larraín por acentuar su desprecio hacia los personajes mediante la distorsión visual y el exceso. Los actores están siempre al borde de la sobre actuación, como si hiciese falta la caricatura para dejar clara la monstruosidad de los personajes. No es necesario. Un tono más templado hubiese favorecido el resultado final de El club, sin hacer por ello menos contundente la denuncia.
A pesar de todo, es innegable que el film se sigue con apasionamiento. El carácter de sus imágenes reforzado por la banda sonora de Carlos Cabezas obliga al espectador a contemplar fascinado cuanto sucede en la pantalla. Además se debe valorar la entrega de los actores y la voluntad de Pablo Larraín por acometer un proyecto arriesgado, que hubiese volado muy alto de haber contado con un poco menos de intensidad y un poco más de mesura. Lo que no evita que El club sea una película a tener en cuenta.