¿Cuántas películas se han rodado
desde la invención del cine? ¿Miles, millones? ¿Y cuántas
de estas películas narran historias de amor? Probablemente no exista una
respuesta sensata, sin embargo, las buenas películas de amor siempre parecen
nuevas, como si se contasen por primera vez. Esta sensación recorre de arriba
abajo el visionado de “La vida Adèle”, un relato tan cotidiano y tan fascinante
como cualquier otro sobre el amor entre dos seres que se cruzan en un momento
determinado de sus vidas. El hecho de que la pareja esté integrada por dos
mujeres no añade grandes diferencias respecto a cualquier relación
heterosexual, no condiciona el desenlace, no suma ni resta dramatismo. Esto es
algo de agradecer, porque desvía la película del alegato por la diversidad
sexual para centrarse en el conflicto de sentimientos, verdadero leit motiv de “La vida de Adèle”.
Adaptación libre de “El azul es un
color cálido”, cómic de Julie Maroh, la película exhibe una sinceridad sin
complacencias, una reivindicación que no cabe en ninguna pancarta. Más allá de
los derechos básicos de las distintas orientaciones sexuales, lo que clama la
película es el derecho íntimo por la libertad individual y por el lenguaje del
cuerpo, a través de la sublimación del sexo. Las escenas eróticas que salpican
la película contienen un discurso que trasciende las palabras, y resultan tan
elocuentes como muchos diálogos. Por eso la cámara de Abdellatif Kechiche rueda con la misma intensidad los encuentros
carnales de las protagonistas, sus conversaciones, sus actos cotidianos y los
almuerzos con la familia. Siempre atento a los detalles, el director tunecino
recorre con su lente el microcosmos de estas dos jóvenes hasta conseguir que la
pantalla se impregne con su presencia, por eso no es exagerado decir que “La vida de Adèle” sabe y huele como
los personajes de Adèle y Emma.
Una mirada en mitad de un paso de
cebra, un vaso compartido en la barra de un bar, la línea de un dibujo que se
va completando… La película es un elogio de la fragmentación y del plano corto,
del gesto que se adivina. Para asimilar esta retórica construida sobre la
acumulación, es necesario un cineasta meticuloso como Kechiche y unas actrices entregadas
como Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. El trabajo de las dos es excelente
en sus matices y naturalidad, y por cargar con mayor peso en la narración, el
de Exarchopoulos roza el prodigio. Cuesta trabajo
encontrar una interpretación que parezca menos fingida que la suya, que esté
tan pegada a la realidad.
Mucho se
ha escrito sobre esta producción francesa, sobre las polémicas entre los
miembros del equipo y sobre lo exhaustivo de las escenas de sexo, por eso
conviene tomar distancias y concentrarse en el cine. Ni más ni menos. En las
imágenes de “La vida Adèle” puede encontrarse cine a ras de suelo, ese cine que
es como la vida, pero con elipsis temporales. Sin complicados movimientos de
cámara, músicas incidentales ni trucos de guión. Porque da igual que las películas
sucedan en una nave espacial o en las calles de París, lo importante es que
sean capaces de establecer un nexo de conexión con el público sentado frente a
la pantalla. Esta es la sensación que se desprende de cada uno de los
fotogramas de “La vida Adèle”, la de asistir al gran espectáculo de la vida en
apenas 180 minutos de proyección.