STARSHIP TROOPERS. 1997, Paul Verhoeven

A mediados de los años ochenta, Paul Verhoeven llega a Estados Unidos después de haber obtenido algunos éxitos comerciales y cierta repercusión crítica en los Países Bajos. Aunque trabajar para los estudios de Hollywood supone ceder el control creativo y un recorte en sus libertades como autor, a cambio puede disponer de presupuestos generosos y el acceso a un público amplio que no siempre entiende bien la intención crítica que subyace en sus películas. Detrás del espectáculo y el entretenimiento hay denuncias al sistema norteamericano en cuanto a la obsesión por la seguridad (Robocop), el puritanismo (Instinto básico) o la competitividad (Showgirls), todo revestido con calculadas dosis de violencia y sexo. Para disfrutar de este cine y comprender su alcance es conveniente no tomárselo demasiado en serio, ya que Verhoeven aplica una visión ácida, casi esperpéntica, sobre los géneros de la ficción que se multiplica en Starship Troopers, adaptación de la novela de ciencia ficción escrita por Robert A. Heinlein en la década de los cincuenta.

Si bien Verhoeven ya tenía experiencia en escenarios futuristas con Desafío total, es ahora cuando decide potenciar las posibilidades políticas e ideológicas que ofrece la fantasía como representación de ciertas realidades históricas, en este caso, el surgimiento y la implantación del fascismo en Europa durante el siglo XX. Starship Troopers comienza como una versión galáctica de Sin novedad en el frente, en la que una generación de jóvenes se alista en el ejército siguiendo las soflamas patrióticas de un régimen amenazado por unos seres monstruosos provenientes del espacio exterior. Verhoeven no se anda con sutilezas ni segundas lecturas y se deja llevar por el exceso, tanto en el contenido como en las formas. El ardor guerrero que mueve a los personajes es tan infantil que solo puede ser visto como una sátira de los valores castrenses, capaces de contaminar a la sociedad civil con el pretexto del enemigo común. El guion está repleto de diálogos delirantes, frases maniqueas y declaraciones de amor que producirían sonrojo si no fuera porque están dichas por actores igualmente exagerados: Casper Van Dien, Denise Richards, Dina Meyer... más que actores, son modelos que posan en vez de interpretar y cuya capacidad de expresión carece de credibilidad alguna, bonitas fisonomías sin un gramo de latinidad, a pesar de que sus personajes proceden de Argentina. Pero, ¿quién necesita coherencia, pudiendo regocijarse con el pastiche de referencias y clichés? Es fácil encontrar en el metraje alusiones a La chaqueta metálica y Top Gun, por ejemplo, aunque la mayoría de las situaciones en las que se ven envueltos los protagonistas responden a mecánicas tan básicas que en unas ocasiones recuerdan a las sitcom para adolescentes tipo Beverly Hills, 90210, y en otras a los tebeos de Hazañas bélicas.

El guion podría pertenecer a cualquier vieja película de serie B, con la diferencia de que Paul Verhoeven cuenta con una producción de clase A. Los efectos especiales consumen una buena parte de los recursos financieros, sobre todo la recreación digital de las criaturas antagonistas, que son el plato fuerte del film. Más allá de esto, Starship Troopers luce una apariencia visual que dota de energía y dinamismo a las escenas de acción (reforzadas por la música épica de Basil Poledouris) y una planificación bastante convencional en los diálogos que intercala, no obstante, algunos movimientos de cámara elegantes a la hora de abrir secuencias, de intención descriptiva e influencia clásica. Para ello, el director vuelve a contar con Jost Vacano, quien aplica en la fotografía una estética luminosa que confiere irrealidad a los decorados de interior, como si quisiera dejar constancia de su artificio. Y es que cada elemento del conjunto remite a otra cosa vista antes, en su mayoría derivadas de la cultura pop, fuera de los márgenes de la gran industria (el cómic, la novela pulp, el cine de sesión doble, el camp y la iconicidad del fetiche gay...) En suma, un divertido conglomerado tan absurdo como aparatoso, que tiene la virtud de poner en ridículo la estrategia beligerante de los Estados Unidos empleando su propio discurso inmaduro y fascistoide.