Francisco
Regueiro engrosó las filas del denominado Nuevo Cine Español con la
realización de su primer largometraje, “El buen amor”. Se trataba de insuflar
el aire fresco proveniente de otras cinematografías al apolillado panorama
nacional, un objetivo común que en la década de los sesenta persiguieron nuevos
directores como Carlos Saura, Miguel Picazo o Basilio Martín Patino. Algunos de
estos debutantes compartieron señas de identidad, como el uso del blanco y
negro para reforzar el verismo de unas historias que jugaban también con lo
simbólico, en su forma de eludir a la censura.
Buen ejemplo de ello es “El buen amor”,
una película que contiene las virtudes y los defectos característicos de una ópera
prima. En sus imágenes se congregan la espontaneidad y la frescura, los
balbuceos y la torpeza de un director que desborda pulsión por hacer cine y que
no pone cuidado en disimularlo.
A partir de una breve anécdota, en la que
una pareja de jóvenes estudiantes deciden pasar un día en la ciudad de Toledo,
Regueiro construye la alegoría de una sociedad cruel y ensimismada, embrutecida
e inerme. Como tantos otros directores, Regueiro hubo de escamotear su
protesta a la censura, a través de un grito sordo que no se escucha pero
que está ahí, detrás de cada fotograma, entreverado en unos diálogos que
rebosan naturalismo, en las actitudes de la pareja interpretada por Simón
Andreu y Marta del Val.
El retrato de aquella España de sacristía y
pandereta encuentra su reflejo perfecto en las calles de Toledo, ciudad
imperial congelada en el tiempo, cuyas glorias pasadas se conservan en
naftalina y alcohol de taberna. Un escenario de guardias civiles y de
modistillas, de camareros con chaqueta, de medias por la rodilla y de curas
cabreados. Toledo es un personaje más en esta historia y sirve para completar
el triángulo, es el testigo mudo de los encuentros y desencuentros de los
amantes célibes que, en medio de tan vetusto decorado, se sienten fuera de
lugar. La ciudad es el continente de sus deseos y frustraciones, recogidos por
Regueiro con una cámara inquieta que busca y rebusca, que juega y se recrea en
los rincones donde transcurre el relato.
El precio por la valentía y por el vigor
de la realización es una descompensación en el ritmo y cierta tendencia al
capricho que, más que perjudicar a la película, la enrarecen. En "El buen
amor" se respira la premura de un rodaje barato y la urgencia por hacer
cine, por capturar cuanto sucede frente a la cámara. Por ello la lente de
Regueiro se explaya en puntos de vista no siempre justificados, abre huecos en
la narración, pasa de la precipitación a lo contemplativo sin solución de
continuidad. Con estas piruetas, Regueiro transforma los errores de su película
en aciertos, en chispazos de vitalidad que esbozan un estilo heredero de Rohmer,
Godard, Rossellini, Tony Richardson o el inevitable Buñuel.
Por estos motivos merece la
pena rescatar "El buen amor" del olvido a la que ha sido postergada,
aunque solo sea por reivindicar la necesidad de un director por capturar el
entorno y por narrar una historia que ha sido la de todos. Un tiempo no
demasiado lejano en el que el horizonte y las gentes que lo poblaban eran en
blanco y negro.