Lo primero que llama la atención de la película es la convivencia orgánica entre realidad y ficción. López Riera y su coguionista Philippe Azoury (quien también interpreta un papel en el film) inventan una leyenda que relaciona a las mujeres oriolanas con el fenómeno de las riadas que cada cierto tiempo anegan el territorio. El mito y la naturaleza se funden en la trama y condicionan la forma de la película, a medio camino entre el costumbrismo documental y la fantasía esotérica. La directora consigue que este híbrido de géneros y de estéticas se materialice en la pantalla sin que parezca forzado y bajo una sencillez solo aparente, ya que conlleva un gran trabajo de observación que se manifiesta en los detalles. El agua muestra ritos de fe (la cura del mal de ojo, la vigilia de la Virgen) y ritos paganos (la competición de palomos, la rave de música electrónica) que se alternan con fluidez y marcan el día a día de los personajes, en mitad de un verano carente de estímulos.
Pero sobre todo, El agua es un alegato que defiende el derecho de las mujeres de la zona a mantener su libertad y vivir su deseo sexual sin ser juzgadas. Bárbara Lennie, Nieve de Medina y la debutante Luna Pamiés son actrices de diferentes generaciones que encarnan a una familia sin hombres y sobre la que pesa una especie de maldición en el pueblo. Son brujas contemporáneas y orgullosas, que dan vida al discurso feminista que Elena López Riera despliega de manera sutil hasta la llegada del final. Solo entonces, la joven protagonista mira a cámara y su voz en off interpela al público para que tome partido. El drama que ha ido fluyendo a lo largo del metraje se vierte en un desenlace abierto, que es también una proclama y una declaración de intenciones. El agua se solidifica así en una de las operas prima más estimulantes y prometedoras del reciente cine español, que revela la visión propia de una autora en ciernes, a la que habrá que seguir muy de cerca.