Paradiso. 2013, Omar A. Razzak

Una de las consecuencias más notables de la crisis dentro del sector cinematográfico español es el surgimiento de una generación de nuevos directores provenientes de la independencia, de la experimentación, de la iconoclasia. Demolido el sistema de subvenciones y el mecenazgo de los patriarcas de la industria, poco a poco va asomando una camada de cineastas que han aprendido a sacar adelante sus películas con presupuestos mínimos. La recompensa es la libertad. Una libertad creativa que no se daba desde los años ochenta y que ahora, con la implantación de internet y de los distintos festivales, ha encontrado un terreno de cultivo donde florecer. Nombres como los de Carlos Vermut, Manuel Martín Cuenca, Jonás Trueba o Carlos Marques-Marcet, entre otros. El documental también cuenta con sus propios profetas: León Siminiani, Víctor Moreno, Oskar Alegria, Omar A. Razzak... El debut de éste último supone uno de los ejercicios de cine más estimulantes de los últimos tiempos.
Paradiso es un documental diferente, una película como ninguna otra. Habrá quien quiera buscar comparaciones con Kiarostami, con Kaurismaki o con Guerín, y es verdad que hay algo de ellos en el film. Pero sobre todo es el reflejo de una mirada original y propia que desvela a Razzak como un testigo atento de lo cotidiano, condición necesaria para descubrir lo excepcional. Paradiso habla de todo y de nada a la vez, cuenta el transcurso del tiempo y la dedicación al trabajo, la rutina y la pasión, lo habitual y lo extraño. Todo concentrado en el edificio que alberga la última sala X que permanece abierta en España, un lugar donde se cruzan abuelitos, chaperos y supervivientes natos. Las conversaciones comunes se mezclan con los jadeos y a nadie parece importarle: esa sensación de naturalidad y de contraste es lo que define el espíritu del film.
Un director menos sereno hubiese podido caer en la tentación de retratar el morbo y la sordidez de un cine porno en plena decadencia, sin embargo, Razzak tiene la habilidad suficiente como para no traicionar el rigor del proyecto y hacer del escenario un personaje más, sin duda el más importante. Sus criaturas (el dueño del cine, la taquillera, los clientes asiduos) cruzan la pantalla proporcionando momentos de reflexión y de comedia, con una emoción siempre contenida. Incluso la escena de mayor peso dramático, la jubilación de Luisa la taquillera, es resuelta con pasmosa frialdad, adquiriendo la misma importancia que el resto. Esto no significa que Paradiso sea un film aséptico, sino que Razzak confía en el espectador para que sea capaz de completar el significado de cada secuencia, sin subrayados ni interferencias.
De todo lo anterior se deriva el aspecto formal: Paradiso no contiene más que lo necesario, prescinde de la música (salvo la diegética) y construye con el encuadre un lenguaje basado en la contemplación y en la objetividad, colocando al público en situación de voyeur. La planificación, la fotografía y el montaje cumplen el objetivo de crear una atmósfera de la que es difícil sustraerse, como si ese lugar que define Paradiso fuese también un recuerdo, un estado mental. En definitiva, se trata de una película que expande los límites del documental y que supone el nacimiento de un cineasta con capacidad para la hipnosis, Omar A. Razzak. Habrá que vigilar la trayectoria de este joven de extraordinaria madurez.