LA MUJER DE LA ARENA. "Suna no onna" 1964, Hiroshi Teshigahara

La asociación del director Hiroshi Teshigahara y el escritor Kôbô Abe comienza en 1962 con la película La trampa, y vuelve a tener continuidad dos años después con el título que les reportará el reconocimiento internacional, La mujer de la arena. Un éxito merecido, ya que se trata de una de las obras más originales y deslumbrantes de su tiempo, que vista hoy conserva toda su vigencia y se revela con inusitada modernidad.

El guion parece firmado por un Kafka oriental. En él se desarrolla la historia de un profesor aficionado a la entomología que recorre las dunas de un desierto junto al mar, estudiando los insectos de la zona. Busca uno en particular bastante raro, al que tiene la esperanza de poder bautizar con su nombre. Lo que en un principio empieza como una excursión se transforma en una pesadilla de la que no podrá escapar, al ser obligado por los habitantes del pueblo a convivir con una joven viuda en una casa semienterrada por la arena, en una hondonada de difícil acceso. A partir de entonces, su trabajo consistirá en ayudar a la mujer al abastecimiento de arena para el mercado negro de la construcción, una tarea que se presta a la alegoría sobre la existencia humana. La labor conjunta de Abe y Teshigahara desde la literatura y el cine, es capaz de desplegar un universo de metáforas que no resultan forzadas, al contrario: están impresas en cada frase de diálogo y en cada plano con sencillez y organicidad, sin abandonar el aliento poético. Cualquier espectador avezado puede interpretar los elementos que integran la trama a modo de fábula, por eso la película obtuvo una amplia difusión y se erigió como una de las cumbres de la nueva ola japonesa.

Basta asomarse un momento a La mujer de la arena para caer hechizado por el influjo de sus imágenes. Ya desde el inicio, el director plantea una correspondencia entre los personajes y el paisaje mediante los encuadres de cámara, la composición, la distancia focal (como los planos de detalle que se fijan en la textura de la piel con los granos de arena) y los efectos ópticos, en un torrente de ideas visuales de gran imaginación. Todas ellas justificadas, ya que Teshigahara no incurre en gratuidades que no vayan en favor del relato. La complicidad del director de fotografía Hiroshi Segawa resulta fundamental a la hora de definir la línea estética del film, debido a la sucesión de los días y las noches, la climatología de las distintas estaciones y la diferencia entre el interior y el exterior de la casa donde sucede buena parte de la acción. También hay movimientos de cámara muy precisos y, sobre todo, un tratamiento de la arena inédito en pantalla, con numerosos planos que captan su densidad, las dinámicas que operan en sus desplazamientos... y que sirven como alegorías del tiempo que transcurre y de la amenaza que se cierne sobre los protagonistas, interpretados por Eiji Okada y Kyôko Kishida. Ambos actores encarnan con brillantez los roles asignados al hombre y la mujer en la sociedad que expone la película, un microcosmos en el que es fácil establecer la analogía entre humanos e insectos.

Otro aspecto decisivo para generar la atmósfera del film es la música de Tôru Takemitsu, de gran expresividad y siempre al borde de la abstracción. Son sonidos que recrudecen la aridez del entorno y que agitan la inquietud del público, en consonancia con el estado al que conducen las imágenes. Algo parecido a la hipnosis, que convierte el visionado de La mujer de la arena en una experiencia imposible de olvidar y en un misterio que en la actualidad todavía permanece insondable.