Era cuestión
de tiempo que Lars von Trier abordase un proyecto como
"Nymphomaniac". La importancia que el sexo ha tenido en su
filmografía queda patente en "El elemento del crimen",
"Rompiendo las olas", "Los idiotas" o
"Anticristo", películas cuya sexualidad es fuente de conflicto y
aproximación entre los personajes, de redención y catarsis, de
desenmascaramiento. Es por eso que los espectadores que se acerquen a
"Nymphomaniac" buscando el morbo y la calentura genital quedarán decepcionados.
Hay imágenes explícitas, pero sin intención erótica: lo que pretende el
director danés es zarandear al público, sumergirle en los pliegues más ocultos
de la condición humana, incomodar y llamar a la reflexión. En definitiva, se
trata de von Trier en estado puro.
Estrenada en
dos partes por motivos comerciales, "Nymphomaniac" completa la
conocida como trilogía de la depresión
después de "Anticristo" y "Melancolía", elaborando un
fresco sobre las tormentas interiores que amenazan al universo femenino. A lo
largo de ocho capítulos bien diferenciados, el guión cuenta las andanzas de una
mujer en lucha por satisfacer una libido compulsiva, que trastorna su vida y la
de los que le rodean. Conviene olvidar las alharacas de la promoción y las
ingeniosas campañas publicitarias: von Trier no pretende hacer un tratado de
los furores uterinos, sino una película acerca de la libertad y del precio por
conseguirla.
La película
comienza con el cuerpo de Joe, la ninfómana que da título al film, tendido en
un callejón tras haber recibido una brutal paliza. El maduro y asexuado
Seligman acude para socorrerla, la lleva a su casa y durante toda la noche
mantendrán un diálogo que será en realidad un examen de conciencia. Como una
moderna Sherezade, antes de que llegue el día Joe irá relatando las
experiencias sexuales que han marcado su vida. Ella le advierte: es una
historia moral. A partir de ahí, el intercambio dialéctico se verá trufado de
referencias artísticas y culturales, de reflexiones que mezclan la pesca con el
cortejo, la música de Bach con las técnicas amatorias, la religión con el
sadomasoquismo... Las escenas más estimulantes de "Nymphomaniac"
tienen que ver con la palabra, más que con la carne. Por eso, el riesgo para
los actores no reside tanto en desnudarse como en aguantar un primer plano con
varias líneas de guión, en las que se dirimen cuestiones acerca de lo divino y
de lo humano.
Para realizar
semejante proeza hacen falta intérpretes capaces de caminar sobre el alambre y
sin red: Charlotte Gainsbourg, Stellan Skarsgård y la debutante Stacy
Martin resuelven el reto con éxito, apoyados por un buen plantel de nombres
conocidos que completan el paisaje humano del film. Todos ellos al servicio de
un director que permanece fiel a sí mismo, y que jalona con
"Nymphomaniac" el camino que empezó a recorrer hace ya treinta años.
Al
igual que en sus últimas películas, von Trier combina aquí la estética
preciosista con el desaliño formal, el referente pictórico con los vestigios
del Dogma 95. El autor ha conformado un estilo muy reconocible que no es sólo
una herramienta de expresión, sino el catalizador de sus obsesiones. Adentrarse
en su cine es como cotejar una radiografía cuyas líneas están siempre
cambiando, y donde hay espacio para el humor y el terror, para la brutalidad y
la delicadeza, para el amor y el desconsuelo. Todo esto está presente en
"Nymphomaniac", un elogio de la libertad que Von Trier se brinda a sí
mismo y a la heroína de su película: libertad para vivir alejados de las
convenciones y para hacer trascender el espíritu, el primero a través del cine,
y la segunda a través del sexo. La paradoja para ambos es que esa misma
libertad puede ser también su condena. Siempre cuestionados e insatisfechos por
unas expectativas que ni la cinefilia ni la ninfomanía pueden colmar, deben
pagar un precio por su rebeldía. Es el peaje de los iconoclastas: filmar y
follar como si la vida les fuese en ello.