EL CARNAVAL DE LAS ALMAS. "Carnival of souls" 1962, Herk Harvey

Muchas veces, el origen de las películas es tan variado como incierto. Las hay que surgen de una idea o de una escena en concreto, de un acontecimiento histórico, de un personaje particular. El carnaval de las almas tiene como punto de partida un lugar que Herk Harvey encontró a su paso por Utah, un parque de atracciones cerrado que ofrecía posibilidades como escenario para una historia de terror. Harvey trabajaba haciendo vídeos educativos y buscaba la oportunidad de hacer su primer largometraje de ficción, inspirado por una obra escrita para la radio por Lucille Fletcher, que él mismo produciría con muchas libertades y poco presupuesto. En total serían tres semanas de filmación con actores no profesionales (él entre ellos) y un equipo que poseía más voluntad que experiencia. El resultado es una de las películas de culto por excelencia, un clásico de la serie B que ha influido a diversos cineastas haciendo verdad el dicho de que, en ocasiones, menos es más.

Y eso que El carnaval de las almas está lejos de ser perfecta... pero ahí reside su encanto, en su condición de obra amateur que asume riesgos que el propio director no controla y trata de resolver con imaginación, atrevimiento y cierta ingenuidad. John Clifford, colaborador del director en sus audiovisuales pedagógicos, es el encargado de mezclar en el guion los elementos narrativos tomados de distintas fuentes: el texto de Fletcher, la localización en Utah, la novela gótica norteamericana del siglo XIX, el expresionismo europeo. Una amalgama que funciona contra todo pronóstico, a pesar de la falta de experiencia de Clifford o tal vez gracias a ella. Puede que al conjunto le falte coherencia y robustez, ya que plantea incógnitas que solo resuelve la voluntariedad del espectador y que se bifurcan en un doble argumento: el evidente que se trasluce en las imágenes y el que se dilucida en la mente del público. La unión de ambos podría resumirse como el drama de una mujer interpretada por Candace Hilligoss, que se resiste a ingresar en el mundo de los muertos, quienes la reclaman después de haber sufrido un accidente de coche. En ese tránsito, su corporeidad se manifiesta ante determinadas personas mientras que en otros momentos desaparece, como una luz que se apaga progresivamente y sin remedio. La "carencia de alma" de la mujer explica su desapego por los seres vivos, incluido el hombre que muestra interés por acostarse con ella en la pensión donde conviven, lo que suma al conflicto sobrenatural un debate interno sobre sexualidad (la negación del físico) y sobre religión (la negación del espíritu).

Todas estas cuestiones alcanzan su representación estética en el trabajo conjunto de Herk Harvey y otro de sus compañeros habituales, Maurice Prather. El director de fotografía realiza también aquí su única incursión en el largometraje, sacando el máximo provecho de la escasez de recursos técnicos. El carnaval de las almas exhibe un poderoso influjo visual, resultado de aunar referencias al expresionismo mediante angulaciones de plano y fuertes contrastes de luz y sombra (además de trucos ópticos algo añejos) y cierto aire de documental informativo, reforzado por la decisión de filmar en blanco y negro. Es difícil permanecer ajeno a escenas tan potentes como la de la protagonista saliendo del río, o sus desconexiones con las personas del entorno que dejan de percibir su presencia. Sin embargo, estos aciertos no evitan determinados errores de montaje y excesos como el uso del zoom, que terminan por empobrecer el resultado. Los actores tampoco están a la altura de la complejidad que exige el proyecto, cuya estrechez de medios es a la vez una debilidad y un aliciente, porque hay otros aspectos que ganan a causa de la austeridad. Uno de ellos es la música, tocada en mayor parte con un órgano de iglesia capaz de contribuir al enrarecimiento de la atmósfera general.

En suma, El carnaval de las almas es una joya que ha ido adquiriendo brillo con los años, una de esas raras excepciones que otorgan a determinados autores el marchamo de malditos, al igual que sucedió con Charles Laughton y La noche del cazador o Dalton Trumbo y Johnny cogió su fusil. El fracaso y la incomprensión hicieron que Herk Harvey no volviese a dirigir cine, si bien sus ambiciones eran mucho más discretas que las de los anteriores citados. Él se conformaba con que su película pudiera rellenar los programas dobles de las pequeñas salas de barrio, por eso recortó el metraje hasta dejarlo en apenas ochenta minutos. Por fortuna, la película fue rescatada en décadas posteriores y hoy es reivindicada como uno de los iconos más genuinos del género de terror, un ejemplo de que se puede trascender desde la más absoluta independencia.