El último verano. 2016, Leire Apellaniz

Después de haber trabajado durante años como proyeccionista, Leire Apellaniz rinde homenaje a la profesión realizando un documental que ella misma escribe, produce y dirige. El último verano retrata con autoridad un oficio que se extingue, pero también propone una reflexión personal y serena sobre los cambios del modelo de producción, el advenimiento de las nuevas tecnologías y el relevo generacional. Todo ello representado en la figura de Miguel Ángel Rodríguez, un veterano exhibidor del circuito de los cines de verano, cuyo modus vivendi sitúa la película en el género de la road movie.
El carismático protagonista conduce de una localidad a otra de la península con su furgoneta cargada de aparejos para proyectar en 35 mm, un formato que agoniza frente al avance del sistema digital. La continuidad de su profesión está en duda, mientras el personaje trata de mantener su rutina entre innumerables cigarrillos, coca-colas y charlas con cuantos personajes le salen al paso.
Apellaniz prescinde de voces en off y de entrevistas para elaborar un documental basado en la observación, cuyas imágenes hablan por sí mismas. La cámara sigue los pasos de un hombre que parece avanzar hacia el final de una época, un animal nocturno que se relaciona con los demás mediante conversaciones que giran siempre en torno al trabajo. El espectador nunca llega a saber si alguna vez estuvo casado, si tiene hijos, padres o amistades fuera del oficio. Todo lo más, que tuvo problemas con el alcohol en el pasado y que fija su residencia habitual en un municipio de Madrid. Pero estas informaciones no se visualizan en la pantalla, sino que son vagamente mencionadas en frases que vienen y van. La directora sabe bien lo que quiere contar y no se distrae con subtramas ni con el desarrollo de ningún otro personaje, dando al film una apariencia austera, casi ascética.
Por lo tanto, la elocuencia de El último verano se expresa mediante planos bien compuestos y hermosamente fotografiados por Javier Agirre, creador de imágenes que encuentran su verdadera identidad en el montaje. El ritmo narrativo y la cadencia con la que se conduce el relato pueden hastiar al público dócil, poco acostumbrado a los experimentos. En cambio, los espectadores exigentes sabrán apreciar el cuidadoso empleo del sonido (el film carece de música extradiegética), el naturalismo de muchas escenas y los concisos emplazamientos de cámara. En definitiva: un fabuloso ejercicio de cine sobre el cine, la vida y lo que ocurre entre medias.