Zama. 2017, Lucrecia Martel

El regreso de Lucrecia Martel tras casi una década sin estrenar ningún largometraje conserva los rasgos propios de su estilo y añade algunas sorpresas. La más llamativa es que se trata de una película ambientada en el pasado. Por primera vez en su filmografía, la directora argentina abandona el tiempo presente y retrocede hasta el siglo XVIII, la época de las colonias europeas en América del Sur, las epidemias del cólera y el comercio de esclavos.
Sin embargo, Martel no se entretiene en detallar el contexto ni en hacer una exhaustiva recreación histórica. Todo lo que rodea al protagonista Diego de Zama contribuye a explicar sus turbulencias interiores, para ello, la película prescinde de las habituales secuencias descriptivas y se concentra en el perfil íntimo del personaje interpretado por Daniel Giménez Cacho. No en vano, el actor mexicano aparece en casi todas las imágenes del film, como una representación persistente del desconcierto que nace en la novela de partida. Y aquí reside otra de las novedades de Zama. Porque en lugar de ser un guión original, como en los anteriores trabajos de Martel, ahora es la propia cineasta quien adapta un texto de Antonio Di Benedetto, autor que comprimió la zozobra humana en la figura de un funcionario de la corona española destinado a esperar en la frontera de Paraguay un cambio de destino que nunca llega. Martel despoja la narración de cuanta información le es posible, dejando solo lo necesario para que el público siga la trama guiado por su intuición. No es una película fácil, ninguna de Lucrecia Martel lo es. Se trata de cine que evoca sensaciones, cine introspectivo y de atmósferas, más que de paisajes.
Martel desarrolla su sentido del encuadre mediante composiciones arriesgadas, que huyen del clasicismo pictórico que suele afectar a esta clase de producciones. Así, el espectador adopta a veces el papel de testigo de los hechos, a través de puntos de vista inesperados. La mirada del actor es la misma del público, mediante el uso de planos cortos que refuerzan la impresión de encierro y desasosiego. Por contraste, los planos más abiertos y generales permiten dar un respiro y atisbar la exuberancia de la naturaleza, tan bella como amenazante. Nada de esto sería posible sin el gran trabajo fotográfico de Rui Poças, quien dota a las imágenes del film de una identidad marcada por el empleo del color y la luz. El cuarto largometraje de Lucrecia Martel es también el primero que ha rodado en cine digital (otra novedad que aporta Zama), manteniendo la valentía y la voluntad de transgresión que caracterizan su obra. Ella es uno de los cineastas más originales del panorama actual, lo que queda patente al asomarse al misterio de esta película que lleva la huella de su autora impresa en cada imagen.